¿Lavapiés? Lavapiés no existe. Y quien lo dice no es cualquiera. Es Manuel Osuna, vecino y cartero del barrio, presidente de la asociación de vecinos de La Corrala y, probablemente, uno de los conocedores más profundos del barrio de Lavapiés. Aunque no exista.
Técnicamente Manuel tiene razón. El barrio de Lavapiés es una ficción administrativa. Para el Ayuntamiento de Madrid no existe tal barrio, existe el barrio de Embajadores, uno de los barrios del distrito Centro en cuyo interior se delimita Lavapiés, que sí es real y palpable en el imaginario madrileño, con fronteras, vecinos y características propias. Muy propias.
Lavapiés se presenta en cifras: 107 calles en 102 hectáreas en las que viven unas 45.000 personas censadas. De ellas, un tercio (31%) son extranjeras, una tasa que dobla a la media de la ciudad de Madrid (16%) y casi triplica la media española (12%). Y en ese 31% hay, nada menos, que 88 nacionalidades. Esto es algo que no ocurre en ningún otro barrio de España y, probablemente, haya que rebuscar mucho en Europa para encontrar algo igual. “Lavapiés es un laboratorio social donde se entrelazan, recrean y reproducen cientos de experiencias de distintos lugares del mundo, permitiendo dar la vuelta al mundo sin salir del barrio”. Así lo sintetizó la directora Helena Taberna. Y con mucho acierto. Un laboratorio es un lugar donde se aplica el método de ensayo-error y mezclar 88 culturas en veinte años en 102 hectáreas es un experimento que podría haber salido muy mal. No fue el caso. Y tiene su porqué.
Lavapiés, el barrio de los migrantes
De Lavapiés se dice que hasta el siglo XV fue la judería de Madrid. Están convencidos de ello la mayoría de historiadores y estudiosos de la villa, pero no terminan de aparecer pruebas físicas que respalden la creencia. Se dice que bajo la iglesia de San Cayetano, patrón del barrio en cuyo honor se celebran las fiestas, se halla una sinagoga. Todo sería excavar, pero habría que tirar la iglesia. Y no parece buena idea. Los judíos realizaban rituales en la actual plaza de Lavapiés antes de acceder a la sinagoga. En estos rituales, entre otras cosas, se lavaban los pies. Es la versión más probable para explicar de dónde viene el nombre. El Avapiés, otra variante aparecida posteriormente, podría ser, según los historiadores, una hipercorrección del original Lavapiés.
Con la expulsión en 1492 de los judíos, el barrio cambió. Muchos vecinos sefardíes se fueron y otros se convirtieron. De nuevo una hipótesis: la mayoría de conversos optó por llamarse Manolo o Manola, el nombre más común de la época, de ahí que a los vecinos de Lavapiés, en Madrid, se les llame ‘manolos’, apodo que respondía al de ‘chulapos’, que eran los de Malasaña, el barrio ‘rival’ del norte. Ambos sobrenombres se extendieron con el tiempo a toda la ciudad de Madrid.
Lavapiés avanzó hacia la era moderna como un barrio popular, de vecinos de clase trabajadora, y ya en el siglo XX fue uno de los destinos predilectos de los que abandonaban el campo huyendo de la posguerra para desembarcar en la ciudad. Casas pequeñas y baratas y situación privilegiada (Lavapiés está en pleno centro de Madrid atravesado por dos líneas de metro), eran los dos factores que atraían a los emigrantes y que dotaron a Lavapiés de identidad durante todo el franquismo. Con la democracia, y como sucedió con tantos otros barrios que se atragantaron intentando beber el trasvase campo-ciudad, Lavapiés entró el declive. La superpoblación y la desatención empezaron a desgastar el barrio. Las nuevas generaciones decidieron largarse de unas calles deterioradas por la crisis y tomadas por la heroína posfranquista. Los edificios se empezaron a vaciar y el sambenito de Lavapiés comenzó a tomar forma. En realidad se produjo el efecto que se dio en todos los barrios que, veinte años antes, habían absorbido sin orden ni concierto la emigración rural. La diferencia es que este se situaba en el corazón de Madrid.
“¡Ya te cogeré!”
“Las condiciones del barrio, con casas asequibles y en pleno centro, atrajeron una vez más a los emigrantes”, explica Carmen Cepeda, directora del Centro Social Comunitario Casino de la Reina, un espacio en el corazón de Lavapiés dedicado a la integración, apoyo y convivencia de los vecinos. El ‘una vez más’ de Carmen muestra que el barrio siempre fue destino escogido de quien llegaba a Madrid. “Lo que pasa es que ahora, en lugar de campesinos españoles, se trataba de extranjeros, que a principios de los años 90 comenzaron a llenar el espacio que la población autóctona iba dejando vacío”. Lavapiés se convirtió entonces, a ojos de cualquier paseante, en un barrio de gente mayor e inmigrantes. En realidad, y a grandes rasgos, así era.
“Esa época fue una de las más difíciles del barrio”, explica Manuel Osuna. “Estabas aquí sentado –Manuel mira por la ventana de su modesto despacho en la asociación de vecinos¬– y veías carreras que hoy ya no ves”. ¿Carreras? “Sí, carreras. Un chaval marroquí corriendo y el policía detrás que le decía: ‘¡ya te cogeré!’. Eso ahora no se ve, por suerte”.
Lavapiés mezcló droga, abandono y migración. Un experimento que dio fama, de la mala, al laboratorio. “Hay que dejar muy claro –expresa Carmen Cepeda– que aquí el problema fue la delincuencia, no la inmigración”. Y es que, a veces todavía, son dos términos que hay que diferenciar. “Aquí, en los 90, había la delincuencia que había en cualquier otro barrio popular de Madrid”, añade. Y es verdad. Los datos policiales de la década de los 90 (se supone que la peor época de Lavapiés) muestran que el índice de delitos era menor que la mayoría de barrios de la periferia madrileña, como Vallecas, Usera, Carabanchel o San Blas. “Aquí el problema eran los de la banda del pegamento”. Quien toma la palabra es Javier Vázquez, presidente de Distrito 12, una de las asociaciones de comerciantes de Lavapiés. ”Eran chavales marroquíes que se dedicaban a robar, sobre todo a los chinos, e iban todo el día colocados”.
Y tan chavales. La banda del pegamento, cuyo recuerdo sigue muy presente en el barrio, eran un grupo de unos veinte menores magrebíes que tenían aterrorizado al vecindario. “Se trató del caso más claro de MENAS”, aclara Cepeda. “Esto es, menores no acompañados. Llegaron a un lugar nuevo, sin apoyo, infraestructuras ni control y se pusieron a delinquir y a drogarse. Por eso digo que fue un problema de delincuencia, no un problema de que llegaran inmigrantes”. Los chavales del pegamento llegaron a cometer un asesinato, tras un asalto a un vecino coreano. “El único asesinato que ha habido en Lavapiés”, se apresura a aclarar Manuel. Como una suerte de ‘meninhos da rúa’, estos niños campaban a sus anchas por las calles del barrio esnifando pegamento y viviendo en una barra libre de servicios y consumo: no pagaban nada. La mayoría de comerciantes agachaban las orejas.
El estigma
“Los mayores problemas ocurrían cuando los chinos salían a vengarse. Ahí se montaban unos buenos jaleos”, rememora Manuel. Los chinos, los marroquíes y también los latinoamericanos (sobre todo cubanos, ecuatorianos y colombianos) fueron las primeras comunidades en arribar a Lavapiés. Como pioneros en un barrio desatendido y que se deshabitaba, buscaron acomodo por su cuenta. Y en este acomodo surgieron los roces. Si tenemos en cuenta lo que podía haber pasado dado el escenario, cabe concluir que la palabra roce cobra todo su sentido en este proceso: apenas hubo problemas sociales serios más allá de la banda del pegamento, que terminó siendo desmantelada. “Es que a mí no me ha pasado nada jamás aquí, y llevo en el barrio toda la vida”, dice Manuel. Y lo mismo repite Javier. “Los del pegamento fueron el único problema, por lo demás nunca hubo nada especial”. Los mencionados datos policiales lo corroboran.
El problema fue que el estigma quedó grabado. “Es un problema de paisaje urbano”, comenta Carmen Cepeda. “Llegaron personas diferentes y se les tuvo miedo. Además, influyó la estructura y fisonomía del barrio, que está compuesto por calles estrechas, que estaban mal iluminadas y bastante sucias. El dibujo final asustaba”. Manuel lo baja a la calle: “Coño, es que es normal. Vas caminando por una calle oscura y ves cinco senegaleses sentados. Pues te asustas, las cosas como son, dan miedo. Pero resulta que esos senegaleses están tomando un té, porque los chicos africanos están aquí mucho en la calle, y no tienen ninguna intención de asustar a nadie”. “Los medios también ayudaron”, se queja Javier. “El barrio solo salía en la prensa cuando ocurría algo malo. Y si ocurría en Atocha o en Sol (barrios colindantes), decían que había pasado en Lavapiés”. Nuevos vecinos, barrio desatendido y titulares sensacionalistas. Lavapiés cobró fama, a finales de los años 90, de barrio peligroso. Muy peligroso. “Los taxis no querían entrar aquí. Es absurdo, pero ocurría”, concluye Manuel.
A veces, las cosas sí se hacen bien
¿Cómo afrontar una situación en la que cientos de inmigrantes de los más dispares lugares llegan a un pequeño barrio abandonado en un corto período de tiempo? Con un plan de rehabilitación e integración ejemplar. Madrid, España en general para quien guste, puede presumir de haber logrado un equilibrio cultural en Lavapiés asombroso. “Las cosas, opino, se han hecho bien”, expone Carmen Cepeda. Y da el término clave: diagnóstico compartido. Que traducido: se consultó, se habló y se diseñó de abajo arriba. Las tres administraciones (Estado, Comunidad y Ayuntamiento) pusieron el dinero y las asociaciones, las iniciativas. Funcionó.
Lavapiés es, con diferencia, el barrio de Madrid con mayor número de asociaciones vecinales y culturales, además de todo tipo de movimientos, espacios e iniciativas sociales. Existe una enorme red de agrupaciones que pelean y luchan por el barrio. Es, en definitiva, un lugar donde ha cristalizado la autogestión. “Fueron a estas asociaciones a quienes acudieron las administraciones. Y por eso los resultados se empezaron a ver”. El plan de rehabilitación que el ayuntamiento de Madrid puso sobre la mesa a finales de los años 90 trazaba varias líneas maestras:
La primera era la rehabilitación de las infraestructuras. No hace tanto Lavapiés estaba hecho polvo. Adoquines levantados, farolas rotas y cableado desorganizado. El plan abordó este problema y, a día de hoy, las obras en muchos puntos del barrio continúan.
La segunda, la rehabilitación de viviendas. Uno de los puntos estrella del plan. Las casas, pequeñas y precarias, estaban en estados lamentables. Especialmente las llamadas corralas, construcciones típicas del centro de Madrid en las que se amontonaban cientos de vecinos. En muchos casos era auténtico chabolismo vertical. “Recuerdo la corrala de Sombrerete –dice Manuel–, cuarenta y pico viviendas y ni se sabe cuánta gente vivía ahí. Y mucha droga. Ese edificio era un problema”. Hoy, esta corrala, como el resto de viviendas del barrio, está rehabilitada.
Y la tercera línea, el programa socio-educativo. Se crearon centros de convivencia, como el Casino de la Reina, se aumentó (en realidad se implantó por primera vez) el número de trabajadores sociales y mediadores sociales, se inauguraron centros de atención a los inmigrantes y hasta se creó una casa de acogida en Tánger subvencionada por el gobierno español para que no llegasen menores marroquíes no acompañados.
Estas medidas ayudaron a la convivencia entre las distintas comunidades. Esto no quiere decir que se mezclaran. Ni mucho menos, pero sí se instaló el respeto.
Tras marroquíes, chinos y latinoamericanos, comenzaron a llegar africanos, sobre todo de Senegal, Ghana y Mali. Le siguieron los conocidos en el barrio como ‘banglash’, provenientes de Bangladesh. Esta última es, actualmente, la comunidad más numerosa de Lavapiés y ha montado un próspero negocio de restaurantes indios. Aunque ellos no lo son. “La comunidad de Bangladesh representa un fenómeno excepcional”, explica Cepeda. “No están en ningún otro territorio de Madrid, solo en Lavapiés. Son unos 3.500 en la ciudad de los que 3.200 viven en este barrio. Eso es único”.
En concreto, la mayoría de los ‘banglash’ viven en la calle Amparo y alrededores. Y es que, Lavapiés, a su modo, es un mundo dentro del mundo. El mapa del barrio muestra que cada comunidad vive, trabaja y socializa en zonas concretas del barrio. Y apenas se mezclan. Los chinos controlan las calles del norte, donde han instalado sus tiendas de venta al por mayor. Este tipo de tiendas llegó a ser casi monopolio en Lavapiés, con el desembarco en los años 90 de la comunidad china. “El presidente de la asociación de comerciantes chinos –explica Manuel– me preguntó si quería que Lavapiés fuera ‘chinatown”. Manuel contiene una sonrisa. “Yo le dije que sí, que quería que esto fuera ‘chinatown’, ‘senegaltown’ y ‘marruecostown’. Aquí cabemos todos”. Con los años los comerciantes chinos han ido desplazando sus negocios a polígonos industriales como Cobo Calleja –conocido despectivamente como Cobo Chineja–, donde dominan absolutamente el mercado.
La calle central, llamada como el barrio, Lavapiés, se la reparten entre marroquíes y africanos. Los primeros cada vez son menos, y se dedican, sobre todo, al negocio de los móviles y las teterías. Los segundos gustan de la venta callejera y, sobre todo, de hacer mucha, muchísima vida en la plaza de Lavapiés y alrededores. Es aquí, en el corazón del barrio, donde Lavapiés muestra su incomparable identidad: un paseo por la plaza observando los bancos para sentarse a modo de travelling cinematográfico, nos deja ver el primer banco ocupado por cubanos, en camisetas de tirantes, chanclas y riendo con estruendo; en el segundo, mujeres de Bangladesh con sus hijos; en el tercero, también velos, esta vez de mujeres árabes; en el cuarto, tres señoras españolas, bastón en mano, arreglando el mundo; y en el quinto, un grupo de jóvenes de Mali, gritando sus risas. Para lograr tan majestuosa secuencia se tuvo que trabajar. Y duro.
“¡Policía! ¡Mi vecino está matando un cordero!”
A primera hora de la mañana de un lunes de octubre de 1996, la policía local de Madrid recibió una llamada de un vecino ecuatoriano de Lavapiés. Había escuchado unos gritos en el patio interior de su edificio y, cuando se había asomado, descubrió a su vecino marroquí degollando un cordero. La policía acudió al lugar y multó al “agresor”. El problema fue que la policía recibió decenas de llamadas más ese día, alertando de asesinatos a corderos. Era, claro, la fiesta del cordero, una de las dos celebraciones más importantes del calendario musulmán.
Los multados se quejaron a su comunidad y esta se reunió con la asociación de vecinos, que a su vez habló con el ayuntamiento. Al año siguiente, Lavapiés contaba con espacios reservados para la matanza del cordero, una especie de pequeños mataderos, controlados sanitariamente e invisibles para el resto de vecinos.
Esta historia, real, refleja como pocas el desafío al que se enfrentó Madrid para que Lavapiés mantuviera el equilibrio en el alambre de la multiculturalidad. Otra historia similar fue la denuncia que presentó una familia colombiana a sus asiáticos vecinos quienes colgaban el pescado en el tendedero. “Les tuvimos que explicar que, aquí en España, no se puede colgar el pescado así, que se guarda en la nevera”, recuerda Carmen Cepeda. Zapatos en la calle, cajas de cartón a la entrada de las tiendas, reuniones para tomar el té en plena acera… las costumbres de casi un centenar de comunidades se cruzaban en todas direcciones y a toda velocidad.
El plan siguió el camino que se esperaba y el barrio comenzó a cambiar con el siglo XXI. “Uno de los días más positivos para Lavapiés fue cuando instalaron la parada de taxi en la plaza”, expresa Manuel. Javier puntualiza: “Esa parada ya existía, lo que pasa es que los taxistas no se atrevían a venir. Hoy en día siempre tiene taxis y más en días de celebración, como el Tapapiés”. Javier desliza uno de los eventos más en auge del barrio, una ruta de tapas por los distintos bares del mundo que contiene Lavapiés.
La inauguración, también en la plaza de Lavapiés, del Centro Nacional de Arte Dramático, impulsó definitivamente el barrio, además de la cercanía del Museo Reina Sofía (en realidad no es cercanía, es que está en el barrio, aunque viva de espaldas a él). Lavapiés fue mutando su paisaje y las distintas comunidades se fueron asentando en paz. El plan estaba dando sus frutos: las infraestructuras eran mejores, las casas estaban arregladas y los vecinos, aunque no se mezclan (y siguen sin hacerlo), conviven en aceptable armonía.
Un nuevo tipo de vecino comenzó a sentirse atraído por un barrio céntrico, de casas pequeñas y accesibles y lleno de iniciativas culturales y sociales. Jóvenes de profesiones más o menos liberales, de fuera de Madrid y con mentalidades urbanas, han ido tomando el barrio. Hasta el punto de que, a día de hoy, la segunda comunidad extranjera más numerosa de Lavapiés es la italiana. Y enseguida, en la lista, aparecen la estadounidense y la británica. “Ahora dicen que están viniendo los gays. Que es el nuevo barrio gay de Madrid”, dice Javier. “Ojalá, eso sería muy bueno para el comercio y la hostelería”.
Crisis, el invitado inesperado
Lavapiés disfruta de su resurrección gracias al trabajo de los vecinos, pero no venden unicornios. “Seguimos teniendo problemas, claro”, admite Javier. La droga es uno de ellos. Sigue habiendo abundante menudeo. “Algunos vecinos dicen que las cosas están peor que hace algunos años, con la crisis….”, comenta Manuel no muy convencido. “Puede ser”. Otro problema es el de los pisos patera, la llamada cama caliente, que siguen existiendo en el barrio para acoger a inmigrantes. La realidad es que la crisis, como en todas partes, ha golpeado. “Nuestra preocupación ahora son los escolares, porque los recortes en las becas comedor han hecho que bastantes niños se hayan quedado sin la única comida completa y sana que tenían en su día”, expone Carmen. “La crisis aquí está golpeando muy fuerte y falta ver qué consecuencias tendrá en esta generación, sobre todo a nivel de fracaso escolar”.
Mientras tanto Lavapiés sigue su camino. Ocultando sus orígenes y también su futuro. Quién sabe a dónde llegará el experimento. De momento, el laboratorio, pese a la crisis, sigue abierto y funcionando.