«La letra con sangre entra», se decía en las escuelas españolas de mediados del siglo pasado. No había otra forma de conseguir que los niños aprendieran a leer, si tenemos en cuenta que por aquel entonces el libro más utilizado para tal fin era Don Quijote de la Mancha.
Nadie duda de la grandeza de la novela de Cervantes, faltaría más. Pero pon a un niño de seis años de pie, en su pupitre, delante de sus compañeros de clase, y exígele que lea en voz alta cualquier párrafo de tan insigne obra:
«Viendo, pues, que en efecto no podía menearse, acordó de acogerse a su ordinario remedio, que era pensar en algún paso de sus libros, y trájole su cólera a la memoria aquel de Baldovinos y del marqués de Mantua, cuando Carloto le dejó herido en la montaña…».
Nadie sobrevive a una experiencia como esa. Y si alguien lo consigue, en su inconsciente habrá quedado grabado el horror de sus primeras lecturas hasta el final de sus días.
Aprender a leer de pie y en voz alta es una tortura que viene de antiguo. Stephen Greenblatt, en su libro El giro, nos cuenta cómo ya en el siglo IV el santo copto Pacomino así se lo exigía a los jóvenes monjes de los monasterios por él fundados en el antiguo Egipto.
«Y si es analfabeto irá a la hora prima, tercia y sexta con alguien que pueda enseñarle y que habrá sido designado para ello. Se mantendrá de pie delante de él y estudiará con la mayor atención y con toda gratitud. Se escribirán para él los elementos de las sílabas, los verbos y los nombres y, aunque no quiera, se le obligará a leer».
Este maltrato literario no solo no decayó con el paso del tiempo, sino que continuó empeorando. Doscientos años más tarde, la regla de San Benito, la mayor en aquel momento, mostró especial rigor con los frailes reacios a la práctica de la lectura.
«A la negativa de leer durante las horas de rigor se respondería primero con una reprimenda en público y luego, si el individuo persistía en su rechazo a la lectura, se le trataría a golpes».
En el presente la realidad es muy distinta. Los niños comienzan muy pronto a familiarizarse con los libros. Aprenden a distinguir el boca arriba del boca abajo, a hojear, a identificar dibujos e incluso a diferenciarlos de las letras que los acompañan. Así descubren también, de forma intuitiva, que esas letras tienen un significado implícito.
Después aprenden a deletrear las palabras más sencillas y frecuentes. Los cuentos, paulatinamente, van ganando en vocabulario. Eso les permite adentrarse en las mayúsculas, la puntuación, los fonemas… Y todo, desde la sensación de que son ellos los que se adueñan de las palabras y no al revés.
De este modo, cuando finalmente un niño comienza a comprender un texto con cierta fluidez, lo hace con la certeza de que leer y placer son una misma cosa. Y eso lo cambia todo. Porque entonces la lectura se convierte en su herramienta fundamental de acceso al conocimiento.
La lástima es que conseguir algo que hoy nos parece tan simple nos ha llevado más de mil años de castigos y reprimendas. Y lo irónico del caso es que ahora que contamos con las generaciones más capacitadas emocionalmente para disfrutar de la lectura en toda su potencialidad, la abrumadora hegemonía de la imagen audiovisual no les deja aprovecharlo.
Siempre es lo mismo. Y es que no hay manera de que el tiempo de los hombres y el tiempo de la historia consigan, al menos de vez en cuando, ponerse de acuerdo.
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