Se supone que el libre albedrío, es decir, hacer lo que nos venga en gana, es un regalo de los dioses.
Sí, pero ¿de qué dioses? ¿De aquellos que desde su urbanización privada en el Olimpo jugaban con las casualidades para divertirse a nuestra costa? ¿O de sus sucesores, los señores monoteístas que te sueltan en la tierra con una patente de corso de la que después tendrás que rendir cuentas?
Da igual, porque hay una cosa en la que todos ellos sí están de acuerdo: el único responsable de lo que te suceda eres tú, porque ellos te han fabricado con un componente de serie denominado libre albedrío.
[bctt tweet=»¿Y si nuestro libre albedrío es algo que hicimos nosotros para asumir la ficción en la que vivimos?» username=»Yorokobumag»]
Pero… ¿Y si nuestro libre albedrío es una quimera? ¿Algo que no crearon los dioses, sino que lo hicimos nosotros para asumir la ficción en la que vivimos? Esa que nos hace creer que tomamos decisiones que en realidad jamás tomamos.
En estos temas la ciencia todavía es incapaz de darnos una respuesta convincente, así que podemos intentar buscarla en esa otra forma de conocimiento tan poco valorada en los tiempos que corren: la especulación.
Imaginemos entonces que Dios existe, pero que en nada se parece a ninguno de los venerados por la humanidad a lo largo de su historia. Y ello, por la sencilla razón de que nuestra mente carece de la capacidad necesaria para vislumbrar al Dios verdadero.
Ese Dios, que no se dedica a lanzar rayos, ni a exigirte que masacres a los demás en su nombre, ni a amenazarte con el fuego eterno por masturbarte con una peli porno, sería la entidad responsable de cuanto vemos y no vemos. Creador del todo sin origen ni fin.
Un Ente imposible de ser comprendido y al que no pudiéramos amar ni temer porque la distancia entre Él y nosotros resulta inabarcable.
Pues bien, dicho Ser, impulsor de cuanto sucede en su eterno presente, sería el causante de una existencia carente de albedrío en lo que respecta al desarrollo de la energía, del universo, del tiempo… Y, por supuesto, con mayor motivo, carente de albedrío en esos ínfimos organismos que habitamos un ínfimo planeta durante un ínfimo espacio temporal en un ínfimo rincón del universo.
Algo que ya intuyó Tolstoi en Ana Karenina: «En el infinito del espacio y del tiempo nace una célula, se mantiene por un instante y muere. Eso es la vida».
Y pretender que en el breve instante de una biografía que se pierde en la efímera existencia de la vida puede darse el libre albedrío es una presunción que solo se justifica desde nuestra incapacidad para asumir nuestra propia insignificancia. Y ello agravado por la convicción, establecida desde tiempos inmemorables, de que somos seres individuales y, por tanto, independientes los unos de los otros.
Para poseer el libre albedrío es necesario contar con una cantidad de conocimiento de la que estamos a años luz de distancia. Como sujetos y como especie. Esa es la razón del éxito que en su momento alcanzaron las filosofías deterministas basadas en una relación causa-consecuencia, que en el fondo plantean nuestra incapacidad para ser decisorios. Es decir, que el libre albedrío es un don divino en el que nosotros no pintamos nada por mucho que nos empeñemos en creer que estamos hechos a su imagen y semejanza.
Esa determinación causa-consecuencia apareció por primera vez en lo que más tarde se llamaría «el demonio de Laplace». En 1814, Pierre-Simon Laplace, astrónomo, físico y matemático francés, planteó que si el demonio fuera capaz de conocer la ubicación exacta de cada átomo del universo, sus valores para cualquier tiempo pasado o futuro serían fácilmente determinados.
De ser así, no solo ese Dios inabarcable, sino también su antagónico Lucifer, sabedor de la existencia del Árbol del Conocimiento con el que prometió a Eva el libre albedrío, serían los dos únicos seres poseedores de ese don. Un don del que nosotros tanto nos jactamos, pero exclusivamente desde la profunda ignorancia de nuestra arrogante barbarie.