Basta leer unas pocas líneas de su libro para darse cuenta de que en Javier Jaén se da el equilibrio perfecto entre normalidad y genialidad. El barcelonés es la prueba fehaciente de que puedes haber tenido una infancia normal (¡incluso feliz!), vivir una existencia sin graves tormentos, tener un trato afable, los pies en el suelo y, en cambio, salirte como creativo.
«Supongo que la idea de artista, creador, inspiración ha estado rodeada de demasiada romantización», considera Jaén.
Cree, incluso, que la idealización de «las musas» puede llegar a ser contraproducente en sectores como el del diseño, en el que él trabaja. «Entiendo que para mucha gente puede resultar estimulante pensar que a alguien se le ha ocurrido una idea brillante por inspiración divina. Pero la realidad tiene que ver más con sentarte y trabajar hasta que surja la idea».
En Greetings from Javier Jaén Studio, el libro que acaba de publicar con Counter-Print Books, queda claro que, en su caso, ocurre tal cual. Sin las horas y horas de trabajo y dedicación nunca hubieran surgido las ideas que han ilustrado las portadas de The New Yorker, The Washington Post, The New York Times, y gracias a las cuales ha poblado sus estanterías con algunos de los premios más prestigiosos del mundillo del diseño gráfico y la ilustración.
Pese a ello, el papel de divo nunca ha ido con Jaén. Concibe su trabajo como una pieza más de un complejo engranaje sujeto a diversas circunstancias y a distintos profesionales. «Si estoy trabajando en el diseño del cartel de una exposición sé que es importante, pero no lo es más que el trabajo del comisario que lleva años escribiendo sobre la muestra, o el del que monta la exposición…».
Tampoco desdeña la labor del cliente, ese que, en ocasiones, pone casi más pegas que dinero. «Tú sabes de lo tuyo, pero él conoce mejor su marca, a su púbico, a su audiencia… Es elemental tener los poros abiertos y una buena actitud. Es esencial ponerte en tu sitio para sumar en lugar de restar».
«UN DIARIO SIN CANDADO»
Dice Javier Jaén que no quería hacer de Greetings from Javier Jaén Studio un libro de diseño ni de ilustración, aunque la concurrencia de uno y otra en sus páginas resultase inevitable. Lo concebía más como «un diario sin candado».
Con lo que no contaba era con el efecto terapéutico que un libro de este tipo ejerce sobre quien lo escribe. Ahora lo agradece. «Es una manera de ponerte un traje nuevo. Escribirlo me ha costado mucho en determinados momentos, pero, en general, ha sido y está siendo una experiencia bonita y enriquecedora».
Jaén no se complica. Comienza la historia, la suya, desde el principio, desde el día en el que nació. Omite la fecha, pero, a cambio, recurre a las efemérides de aquella jornada para que a quien le interese averigüe la fecha en cuestión en Google.
La falta de referencias concretas en el libro no es casual. También omite nombres cuando alude a los que le dejaron huella en sus primeros pasos como profesional. De los que más le calaron, dice:
[pullquote]«Conocí a algunos de mis héroes y pude comprobar cómo algunas veces, cuando tocas una estrella, se queda la purpurina en los dedos».[/pullquote]
Cuando le preguntamos por qué evita nombrar a las personas a las que dedica tales palabras, nos responde: «He intentando que el libro cuente lo que creo que es importante, y lo que no es importante no lo cuente. Y creo que los datos biográficos, como el nombre de la ciudad en la que nací o si conocí a fulanito o menganito, no es lo más importante».
En lo que sí concretas es cuando señalas tus gustos musicales juveniles como ‘los responsables’ de tu afición a los ‘collages’. Ahí hay mucho de sinestesia, ¿no es así?
Es mi manera de entender mi trabajo. Creo que cuando miras algo con lupa todo resulta más complejo, porque todo está compuesto de cosas más pequeñitas. No sé si mi gusto por los collages sale de la música, pero lo que está claro es que para mí en esa época los discos de Max Mix eran lo más. Y al final eran eso: trocitos de cosas (canciones) que acaban componiendo algo más grande.
Te defines como «traductor de conceptos e historias en imágenes». Para poder ganarse la vida como tal, ¿es necesario disponer de alguna aptitud o actitud concreta?
Creo que esto tiene mucha relación con eso que suele decirse sobre que todos los niños dibujan y cuando son mayores dejan de hacerlo. Más allá de actitudes o aptitudes, cada uno somos como somos: ordenados, desordenados, con o sin sentido del humor… Hay ciertas formas de ser que pueden ayudarte. Por ejemplo, ser observador y ser analítico.
En mi caso siempre me ha ayudado el hecho de que siento necesitar de explicar las cosas. A veces precisamente por no entenderlas. Ir podando el día a día, las noticias, lo que pasa a tu alrededor y quedarte con el corazoncito de las cosas. E intentar luego resumirlo en una sola imagen, un solo golpe de vista, a veces por el simple hecho de huir de la complejidad.
Dices en el libro que más que ganar un concurso de originalidad, intentas que tu trabajo «sea genuino y honesto». ¿Sobrevaloramos la originalidad o tal vez confundimos lo original con lo genuino?
Creo que malinterpretamos la originalidad. Para empezar, no hay nada original.
Si estoy trabajando en la señalización de un parking, puede que utilizar un delfín azul sea de lo más original, pero nadie va a saber dónde está la salida. Y cosas de ese tipo se ven con frecuencia.
La rareza por la rareza, lo estrafalario, son fuegos artificiales que a mí no me interesan.
¿Es cierto eso de que una imagen vale más que mil palabras?
Sí, pero con matices. Como todo en esta vida, esto también tiene matices. Depende de la imagen, depende de las palabras… Entiendo de dónde viene la expresión, pero a veces no es cierta.
La razón de ser de una ilustración en prensa es esa: se trata una imagen que acompaña a un texto y que idealmente debería ser tan rica como esas mil palabras (o 2.000 o las que tenga el artículo). Pero la realidad es que no lo es y más vale que te leas el artículo.
Intento que mis imágenes digan tanto como las mil palabras, pero…
¿Te gusta que se definan tus imágenes como greguerías visuales?
Sinceramente, si alguien lo ve así, me parece bien. Pasa un poco como cuando las denominan poesía visual. Una vez que la pieza está fuera yo ya tengo poco que hacer y que decir, porque las imágenes son de quien las ve.
Son etiquetas que ayudan a los demás, aunque a mí no. Me ponen más límites porque no quiero que el proyecto que haga mañana tenga que responder a esa etiqueta de poesía visual o de greguería.
¿Qué es lo más difícil en tu trabajo: concebir la idea o materiarizarla con tal calidad y precisión?
La parte más estimulante es pensar la idea. Cuando la he dibujado en la libreta, ya la tengo. El resto no me interesa tanto. De ahí que en los últimos años haya incorporado la figura del estudio. Un día puse esa palabra a mi nombre profesional para que allí cupieran todo tipo de colaboradores: desde la persona que hace el render 3D a la que me ayuda a editar un vídeo… Para empezar, no es mi especialidad. Y por eso prefiero centrarme en el qué y no tanto en el cómo.
¿Trabajar para revistas y marcas tan prestigiosas como con las que tú has colaborado impone o supone más un reto?
Al principio, cuando empezaba, sí me intimidaba. Pero hoy en día es un reto. Son marcas y medios que siempre aspiran a lo mejor, como me ocurre a mí cuando trabajo. Lo vivo más como una escuela en la que aprender mucho.
De tu experiencia, a día de hoy, ¿encuentras diferencias significativas en cuanto al consumo de trabajos como el tuyo en mercados como el norteamericano respecto al español?
Me da la sensación de que lo de la globalización va en serio, y en este tipo de situaciones resulta muy obvio. Al final, una chica de Alabama consume las mismas series que yo, compra la ropa en las mismas marcas, utiliza las mismas herramientas de trabajo…
Nunca he tenido ningún problema al respecto, salvo algún detalle microscópico relacionado con temas culturales. Me ocurrió en Corea, donde, al parecer, no se escribe el nombre de una persona en rojo hasta que se muere. Pero, al final, son cosas que se quedan en la anécdota. Me gusta pensar que las imágenes son un lenguaje universal.
Volviendo al libro, en uno de esos momentos en los que echas la vista atrás te refieres a una etapa en la que te diste cuenta de que el teletrabajo te absorbía. ¿Es el teletrabajo un nuevo foco de posibles nuevos males?
No sé si es tanto el concepto de teletrabajo o la hiperestimulación digital. O la necesidad de estar siempre conectado, saber qué es lo que pasa, ver la última peli, el último disco… Esa vorágine y el hecho de que estamos enganchados todo el día a una pantalla.
No tanto el teletrabajo en sí, porque, por ejemplo, mi abuela también teletrabajaba. No se trata de una cuestión de trabajar en casa como el hecho de todo lo que te pierdes, en el mundo real, al hacerlo: que no te cruces por la calle con menganito, todo lo que te pasa, que ves y percibes durante los desplazamientos…
Es cierto que se pierde esa parte, que es la más romántica. Pero incluso así no conviene dejarse llevar por la nostalgia. La situación es esta y lo importante, en mi opinión, es intentar abrazar el futuro como un papel en blanco. Esa es la única actitud que nos puede salvar.
Ahora que el tema de la libertad de expresión está tan de actualidad, ¿te han censurado o te has visto en la necesidad de autocensurarte alguna vez?
En ese aspecto he tenido suerte porque me he encontrado con medios y con clientes con los que me he entendido bastante bien. Así, de primeras, solo me viene a la mente una imagen del David de Miguel Ángel sobre cuyo pene dibujé un pene un elefante. La creé para una revista que me pedía que dibujase un elefante como yo quisiese. Y no pasó el corte. Esa imagen no se puede publicar en Instagram.
Me han tirado para atrás muchas ideas, pero porque no eran adecuadas. Por el tipo de trabajo que realizo, no me suelo acercar a la línea roja, pero a veces es un tema de adecuación más que de censura. Me gusta generar ciertas tensiones, pero hay que entender dónde vas a colocar esa imagen.