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Los libros que volvieron a las bibliotecas cuando se cayó el muro de Berlín

El 12 de agosto de 1961, un habitante de Berlín Oriental fue a la American Memorial Library, una biblioteca americana de Berlín Occidental, y tomó prestados tres libros. Al día siguiente se despertó con la noticia de que no podría devolverlos en un tiempo: durante esa noche la República Democrática Alemana (RDA) había levantado el muro de Berlín. El 10 de noviembre de 1989, al día siguiente de su caída, lo primero que hizo este cumplidor alemán fue ir a la biblioteca y devolver los libros.

Esta es una de las historias que cuenta el escritor alemán Peter Schneider en su libro The German Comedy: Scenes of Life After the Wall. A él la caída del muro le pilló en Estados Unidos, pero viajó a Berlín en cuanto pudo y se dedicó a preguntarle a la gente cómo recordaban el 9 de noviembre. Recibió de primera mano la historia del larguísimo préstamo, pero nunca dio más detalles. No sabemos si el señor tuvo que pagar una multa o si le valió la excusa «es que el muro» (suponemos que sí); no sabemos qué libros eran; no sabemos qué sintió al devolverlos.

Hasta hace unos años, esta era la única historia conocida de préstamos bibliotecarios que duraron varias décadas por culpa del muro, pero era fácil adivinar que tenía que haber más. Al fin y al cabo, antes del 13 de agosto de 1961 los berlineses cruzaban de un lado a otro –con sus problemas, pero cruzaban– para cosas tan normales como ir a la biblioteca. La división definitiva tuvo que pillar a más de uno con libros prestados del otro lado en casa.

En 2013, mientras hacía una investigación en la misma biblioteca americana, la artista holandesa Eva Olthof descubrió una historia con más detalles y mucho más fascinante: en los archivos encontró una carta y dos manuales de italiano.

Muro de Berlín
OCTOBER 1988 – BERLIN: the Berlin Wall (Berliner Mauer) in the Tiergarten district of Berlin. Shutterstock

UN PRÉSTAMO AÚN MÁS LARGO

La carta había llegado a la biblioteca, acompañada de los dos libros, en el año 2000. Venía firmada por Siegbert K. –Olthof no tuvo permiso para reproducir el apellido– y empezaba así: «A pesar de la gravedad de mi ofensa, deseo aprovechar esta oportunidad para pedir que me perdonéis. La causa fue la división y persecución ilegal por el servicio secreto de Alemania del Este, la Stasi». ¿Los hechos que constituyen esa grave ofensa? Esos libros que devolvía en el año 2000 los había tomado prestados en 1954. El muro no sirve como excusa.

El relato de Siegbert no es muy largo, pero transmite a la perfección el estado de miedo y paranoia en el que vivió esos años y que hizo que no se atreviera a dar el paso hasta 11 años después de la caída del muro. En 1953, antes de tomar prestados esos libros, era estudiante de piano con un futuro prometedor. Había sido aceptado en el conservatorio en Berlín Occidental, pero en su viaje de mudanza desde Potsdam la policía del Este lo detuvo porque llevaba una carta de un amigo para enviarla desde el otro lado. Estuvo tres meses en la cárcel.

Consiguió mudarse a Berlín Oeste y seguir estudiando piano, pero siempre pasaba algo. Tenía un compañero de piso que lo trataba muy mal y que quería que se mudase a Italia con él. Fue ahí cuando sacó los libros de italiano de la biblioteca. Se cambió de piso, siguió estudiando. No tenía dinero porque sus padres no le podían enviar nada desde el Este y porque encontrar trabajo le parecía imposible. Estuvo a punto de dar un concierto en París, pero no se atrevió. «Cada día, mi miedo a ser perseguido por el Este crecía; o que algo le pudiera pasar a mi padre, que vivía allí», dice en la carta.

Al final, volvió al lado oriental. Consiguió trabajar en una escuela de música. Se puso enfermo de forma misteriosa. Tuvo que dejar el piano un tiempo. Se deprimió. Buscó consuelo en la religión, lo que hizo que registraran su casa varias veces. Le daba miedo contactar con el Oeste.

En estos años, como es lógico, los manuales de italiano fueron olvidados. Los encontró en 1984 en casa de sus padres. Podría haber intentado devolverlos entonces, pero era un momento en el que la Stasi había empezado a «mostrar interés» por él de nuevo. «Mi mujer y yo habíamos ayudado a sus padres a contactar con su hijo, que había abandonado el bloque oriental».

¿Por qué no devolverlos entonces como el ejemplar ciudadano del libro de Schneider, nada más ver caer el muro? Lo único que dice el pianista frustrado es que le llevó tanto porque esperaba que con el tiempo «las cosas se calmaran para mí».

Muro de Berlín
Klaus Oberst.
Berlin, Checkpoint Charlie, Nacht des Mauerfalls. 1989

LAS HISTORIAS QUE CUENTAN LOS LIBROS AUSENTES

Cuando Eva Olthof encontró la carta, Edward Snowden salía a diario en las noticias y el debate sobre el espionaje y la vigilancia estatal estaba a la orden del día. Pensó también en que las bibliotecas son uno de los pocos lugares totalmente abiertos a cualquiera y de forma gratuita. Sin embargo, en la entrada de la American Memorial Library había uno de esos carteles a los que ya estamos acostumbrados, una advertencia de que hay cámaras de seguridad, de que nos están vigilando. Pensó también en Siegbert K. y en la Stasi, y montó una exposición uniéndolo todo.

En el catálogo de la exposición, que tuvo lugar en la galería Onomatopee, en Eindhoven, en 2016, la teórica y comisaria de arte alemana Doreen Mende intenta explicar por qué Siegbert tardó tanto, tras la caída del muro, en devolver los libros.

«Incluso tras la ruptura del paradigma de la Guerra Fría en 1989, al señor K. le llevó otros diez años poder expresar en palabras las dimensiones fisiológica y psicológica de experimentar la división de Alemania», dice Mende. Ese largo préstamo, continúa, le proporcionó al pianista «el espacio para buscar un vocabulario que pudiese traducir en un documento la experiencia vivida en forma de narrativas no registradas».

Cada uno de esos libros ausentes, esos huecos en las bibliotecas, escondían una historia más. Además de la que encierran sus páginas, cuentan la de la persona que no quiso, no pudo o no se atrevió a devolverlo. Siegbert K. lo hizo casi 50 años más tarde, aunque no se atrevió a ir en persona. Ya sin miedo a la Stasi, quizá temiera una multa que claramente no le iban a poner.

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