Por razones que no vienen al caso, toda mi familia disfruta de un pasaporte de Liechtenstein, excepto yo, que soy de Moratalaz. La filatelia tiene una injusta fama de aburrida, pasatiempo de abuelos o de pervertidos (o ambas cosas), pero, gracias a los sellos, descubrí con muy corta edad la existencia de este pequeño país alpino, aunque su pronunciación correcta fuera un reto fuera de mi alcance.
Quiso el destino que tres décadas después me hallara sentado en la primera hilera de bancos de una pequeña iglesia situada en Mauren, uno de los once municipios que hay en Liechtenstein. Mi hija me pateaba con rabia la entrepierna mientras un sacerdote hindú de dientes muy blancos desgranaba una interminable homilía en alemán. El bautizo de la pequeña se había acordado meses atrás en una lujosa y discreta villa de Marrakech, aunque esa es otra historia…
Volviendo a los pasaportes. En su página 3 hay un mapa de Europa en el que está señalado en rojo el Principado para vencer la incredulidad de no pocos agentes aduaneros y policías de inmigración que desconocen la existencia de este país de bolsillo. Su nombre puede traducirse como ‘Piedra de Fuego’ y no debe confundirse con el del artista pop Roy Lichtenstein.
La capital es Vaduz. No tiene nada de particular, excepto que acoge la residencia del Príncipe y la familia real. El castillo, erigido sobre una colina, domina todo el paisaje nevado, y al abrigo de sus muros se toman las decisiones que afectan a súbditos y vasallos (y a mercados financieros internacionales). Hace poco se celebró un referéndum para consultar al pueblo si quería una democracia o prefería seguir siendo un estado feudal. La respuesta, abrumadora, está a la vista: estado feudal, por favor, y por muchos años.
El príncipe se llama Alois von und zu Liechtenstein y su rostro decora los sellos (sí, todavía hay gente que escribe cartas, las introduce en un sobre y después de humedecer con la lengua un papelito cuadrado las echa en el buzón). ¿Qué mejor vasallaje que lamer la espalda de tu ‘Amo’?
Si comparamos la superficie del país más grande del mundo, Rusia, con más de 17 millones de kilómetros cuadrados, con la del microestado que nos ocupa, apenas 160 kilómetros cuadrados, la proporción es casi ridícula.
Liechtenstein tiene algo más de treinta mil ciudadanos, la población de cualquier pequeño pueblo de La Mancha. La diferencia fundamental con los paisajes quijotescos es que cuenta con la renta per cápita más alta del mundo, aunque carezca de molinos y de queso manchego. Los bancos de inversión justifican esta diferencia.
El 15 de agosto es la fiesta nacional y todos los súbditos de esta monarquía hereditaria (en realidad todas lo son) pueden ir a saludar personalmente a su príncipe en una larga procesión hasta el castillo, bordeado de bellos y floridos prados, en una estampa que parece extraída de un cuento de los hermanos Grimm.
Curiosamente, cuando allí, o en las vecinas Austria o Suiza, un joven le dice a una chica: “¿Quieres que te enseñe mi colección de sellos?”, significa literalmente: ‘¿Quieres subir a mi casa y que te lo coma ‘tó’?’.
Yo lo que quiero es mi pasaporte de Liechtenstein ¡YA!
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Foto: Michael Gredenberg bajo licencia CC.