Existen actores que son más grandes que las películas que interpretan. Somos indulgentes con ellos cuando actúan en una película fallida. Pero solo una grandísima estrella puede participar en una película infame tras otra, mantener su reputación como artista y ganarse el favor del público. Lola Flores es una de esas estrellas.
Sobre la Faraona escribió Terenci Moix en Suspiros de España (1993):
«La supervivencia cinematográfica de Lola ha constituido un auténtico milagro, ya que a lo largo de tres décadas los productores no le ofrecieron una buena película ni por casualidad […]. Una filmografía inocua en la que solo cuenta que ella haga sus cosas el mayor tiempo posible de proyección».
Justo «que ella haga sus cosas el mayor tiempo posible» significaba para su público escapar con la gracia de Lola de la difícil España de los 40 y 50 del siglo pasado, aunque ese cine mostrara, entre palmas y alegría, la miseria de la posguerra: gitanos que roban jamones, mujeres descarriadas y contrabandistas por «cuatro perras gordas».
El público esperaba que Lola hablara, bailara, cantara o recitara, no importaba qué. Alababa por igual lo cómico y lo dramático, aunque lo último estuviera relegado a la canción, como en la interpretación de A tu vera en El balcón de la luna (1962), donde Lola transmite cuánto dolor físico le causa el amor.
El milagro que menciona Moix se debe a una cualidad que hoy en día es denostada: la naturalidad.
Las películas interpretadas por Lola quizás no interesen a las nuevas generaciones de artistas, pero enseñan que la naturalidad no es un vicio que deba ser erradicado, como sugieren los profesores de los programas de televisión llamados talent shows. (Una erradicación del talento que trae consecuencias: una participante del programa tendrá la capacidad de imitar a tal o cual cantante famosa, pero, cuando recibe una oportunidad como actriz, falla debido a que tiene «herramientas para imitar cantantes», pero ha olvidado o es incapaz de recurrir a la naturalidad para solventar un papel).
Lola no aplicaba herramientas, ni dentro ni fuera de la pantalla cinematográfica. No tenía los vicios que Hitchcock criticaba a los alumnos del Actors Studio, como, por ejemplo, mirar al suelo y dar unos pasos arriba y abajo para simular una honda preocupación.
Lola podría ser un ejemplo de persona soñada por Robert Bresson de crear un cine con una naturaleza poética:
«Los personajes deben SER y no PARECER».
Bresson, padre cinematográfico espiritual de Scorsese en Taxi Driver o Richard Linklater en Boyhood, enemigo del actor que interpreta un papel, consideraba que si los actores no representaban las emociones, el público llegaría a sentir lo mismo que los actores.
Por eso, algunos actores contemporáneos no logran ofrecer interpretaciones naturales. Intentan parecerlo en su risa, su ira, su angustia con herramientas académicas, en lugar de exponer cómo realmente viven su ira, su humor y su angustia. (De paso, confunden la naturalidad con una vocalización pobre, aunque de esto conviene culpar a las indicaciones de los directores de cine).
Por el contrario, Lola ERA Lola, no intentaba PARECER otro personaje. Como actriz no necesita un «núcleo de verdad», como propone el método del actor (que paródicamente se basa en la investigación). Lola encarna la verdad con independencia de diálogos escritos por los guionistas.
En cada una de esas películas precedidas por el NO-DO, Lola era ella misma hablando, cantando, en silencio, de pie y sentada, simulando ser un volcán a punto de estallar. Era Lola con la voz doblada por Elsa Fábregas en la onírica Embrujo (1947), la hembra andaluza de Moreno de Torres con volantes y pandereta, la monja salvadora de descarriadas y la española que se va a hacer las Américas.
En Morena clara, Lola es una gitana acusada del robo de seis jamones y se defiende ante el juez con el desparpajo y velocidad con el que canta Cómo me las maravillaría yo. Ya madura, alejada del cine rancio, Lola fue Lola como la capataza frustrada en aquel boceto de Andalusian noir llamado Los invitados (1987), que recreaba el crimen de los Galindos; y fue Lola como la chispeante regenta de un club de alterne en la Badalona de Truhanes.
Un ejemplo de la fuerza de Lola lo encontramos en Embrujo. Carlos Serrano de Osma, director de la película, consideró que la voz de la joven Lola era demasiado vigorosa y contrapuesta al tono experimental de su obra, con pasajes surrealistas. De ahí que recurriera a Elsa Fábregas, una dobladora que había prestado su voz a Lauren Bacall y a Vivian Leigh en Lo que el viento se llevó. Personajes con carácter pero contenidos, en un doblaje neutro e impersonal.
Más tarde, Serrano de Osma confesó a la revista de cine Cámara que cometió un error al doblar la voz de Lola, y eso no ayudó a la película. Por ello se propuso rodar una nueva versión con un mayor presupuesto, decorados de Dalí y contar otra vez con Lola Flores como protagonista.
Pero el doblaje en Embrujo no enmascaró la fuerza de Lola. Dirk Bogarde (El sirviente y Muerte en Venecia) dijo:
«La voz es el 80% del encanto de un actor».
El 20% restante es lo que hace pensar al público que Robert de Niro es un actor más dotado que Sylvester Stallone, aunque ambos tengan en España la voz de Ricardo Solans.
En Embrujo, el 20% que cautiva de Lola está en sus ojos, unas veces felinos y otras apagados; en su cuerpo desgarrado de puro agotamiento emocional y su sonrisa rota mientras baila con el alma destrozada. Esto quizá se deba a que Lola dominaba las tablas. El artista habituado a un escenario debe imponer su presencia, mientras que el actor de cine o series puede limitarse a recitar los diálogos y colocarse ante la cámara. No es raro, pues, que todo artista de teatro apabulle con su presencia aún con el silencio.
Estas muestras de talento dramático aparecen desperdigadas a lo largo de la filmografía folclórica, aunque no será hasta producciones tardías como Los invitados (1987) en las que Lola hace gala de su talento dramático fuera de la canción. De nuevo, la naturalidad juega a su favor. Lola es la mujer del capataz cansada, frustrada, amargada por momentos por la posibilidad de «perder a su hombre» y sobreprotectora. Aunque fallida y olvidada la película, porque está olvidado el crimen de los Galindos, es difícil olvidar su interpretación contenida.
Ella tenía puestas las esperanzas de relanzar su carrera y cuenta al diario El País las diferencias que encuentra entre Morena clara y Los invitados:
«Aquél era un cine amanerado, de pandereta. Tenía que exportarse. Este es más real, más de verdad, las palabras no se dicen para que la gente se ría».
Nos creemos a Lola Flores cuando amenaza a Amparo Muñoz sin alzar la voz y sin aspavientos: «Como te vea con mi marido, a ti te dejo en el sitio y a mi marido lo capo».
Para decepción de Lola, el voluntarioso experimento de cine negro andaluz fracasó, igual que fracasó en su día el experimento de la mezcla de surrealismo y folclore en Embrujo.
Sin embargo, Moix se preguntó qué hubiera pasado si en España se hubiera desarrollado un movimiento similar al neorrealismo italiano, e imagina a un Visconti (El Gatopardo, Muerte en Venecia) trabajando con Lola, al igual que trabajó con Anna Magnani en Bellissima (1951).
La fantasía de Moix no era descabellada si repasamos la filmografía de Lola sin reparar en la calidad del cine. Por otro lado, la comparación tiene motivos: la actriz italiana comenzó en italianadas, de la misma manera que Lola en españoladas.
Magnani era conocida por su temperamento explosivo y su gran expresividad al interpretar a mujeres humildes y rebeldes, personajes similares a los que Lola Flores solía interpretar. (La diferencia entre las dos maneras de hacer cine estaba en sus intenciones: mientras que el neorrealismo buscaba una crítica social y un retrato realista del momento, el folclorismo tendía hacia un escapismo vitalista. Y, por supuesto, no teníamos un Visconti).
Sea como sea, cuando el cine folclórico desaparezca de la memoria del público, alguien encontrará una vieja película de Lola y descubrirá que ella está viva en aquellos acartonados filmes. Lola tiene esa rara cualidad que según Billy Wilder solo tienen tres o cuatro actores: que la cámara la ama, aunque las películas sean infames.
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