Cuentan que Lola superó las barreras y limitaciones impuestas por su entorno mediante la perseverancia, la pasión y la autenticidad. Que a pesar de haber sido maniatada por unos orígenes humildes, su amor pasó por encima de sus posibilidades de formarse académicamente, hasta exhibir su propio estilo, asilvestrado, extramuros de lo formal.
Uno podría entonces imaginar que Lola se construyó a sí misma, con cada floreo y cada braceo, con cada «ay» y otras interjecciones. O quizá Lola fue moldeada por fuerzas ajenas a ella misma. Tal vez el duende siempre estuvo entretejido en las hebras de su ADN y no fue insuflado por nadie, ni siquiera por ella misma.
Para dilucidar esta cuestión, primero hay que responder a lo que consideramos mérito.
¿Qué es un mérito? O dicho de otra manera, ¿qué rasgos o características son responsabilidad de uno mismo y cuáles vienen dados de serie? Es decir, ¿qué parte es fruto de nuestro esfuerzo, y qué parte no lo es?
La mala noticia es que la frontera es arbitraria, confusa y conceptualmente lisológica, cual banda de Moebius. Y lo que es peor: tanto lo que procede de nuestro esfuerzo como lo que no se retroalimenta continuamente, como la serpiente Uróboros.
Pero incluso si aceptamos que hay una división clara entre mérito y demérito, a nivel experimental, la única manera de saber si existe la meritocracia es tomar a dos personas exactamente iguales, clones perfectos, y encerrarlos en sendas habitaciones idénticas, incluso con los mismos niveles de humedad, presión, temperatura, etc. Entonces podremos comprobar si ambos acaban llegando a las mismas metas partiendo de la misma naturaleza y el mismo ambiente.
No obstante, lo que descubriremos es que, incluso a ese nivel de semejanza, ambos sujetos acabarán siendo distintos. Porque no existe nada parecido al mismo ambiente y la misma naturaleza.
Y aunque existiera, sería insondable, y cualquier intervención crearía ecos indescifrables en el resto de factores. Por ejemplo, una persona conoce a otras personas que le hacen sentir bien, lo que la impulsa a tener un mejor concepto de sí misma y arriesgarse, quizá, a realizar determinada empresa. O tal vez ha leído algo que le ha hecho reflexionar o le ha inspirado para tomar determinada decisión. O le ha pasado cualquier cosa, la más mínima, a nivel neuroquímico.
[bctt tweet=»Preguntarse sobre la meritocracia no difiere demasiado de preguntarse sobre el sentido de la vida.» username=»Yorokobumag»]
Incluso rasgos que parecen venir de serie, como la belleza, también pueden ser fruto del esfuerzo. Porque la belleza es el resultado de una combinación genética determinada, pero también puede ser una actitud, una manera de desenvolverse, una forma de vestir, cuidarse, mostrarse. Quizá Lola se sintió inspirada por otra persona y empezó a entrenar su posición corporal y su manera de mirar, fulgurante, hasta el punto de que ello se vio reflejado en su aspecto general.
Veamos la asertividad. Aparentemente, viene de serie. Pero también puede ser que alguien te haga daño, y de ese dolor surja un incentivo poderoso para ser más asertivo y evitar de nuevo ese daño. ¿Entonces? ¿Quién tiene el verdadero mérito de semejante asertividad? ¿Tú? ¿La persona que te hizo daño? ¿La casualidad de que dos genomas concretos hayan interactuado justo en ese momento propicio?
Y si un libro te cambia la manera de enfocar un problema, ¿tú eres quien resuelve el problema o fue el libro? La única manera de saberlo es viajar atrás en el tiempo, no leer el libro y ver qué sucede. Pero eso es imposible.
El duende de Lola no solo le permitió conectar con el público y ganarse a sus colegas, sino que saltó por encima de las barreras sociales y culturales de la España de aquel tiempo. Hasta erigirse en una figura influyente en un mundo, el del flamenco, dominado por los hombres. María Dolores Flores Ruiz devino en Lola Flores, la Lola de España, la Faraona, la gitana por antonomasia a pesar de que de calé solo tenía la sangre de su madre.
[bctt tweet=»Si todos tenemos lo mismo, si todos recibimos lo mismo, si todos corremos la misma suerte, ¿qué sentido tiene hacer cualquier cosa?» username=»Yorokobumag»]
Pero quizá eso solo sea un cuento. Un reduccionismo necesario, sí, pero reduccionismo al fin y al cabo. Porque si asumimos que nada es mérito nuestro, si todo lo que hacemos es fruto de una miríada de interacciones azarosas, ¿entonces no merecemos nada? ¿No merecemos ni lo bueno ni lo malo? Es tan justa o injusta la cárcel como un Ferrario.
Si todos tenemos lo mismo, si todos recibimos lo mismo, si todos corremos la misma suerte, ¿qué sentido tiene hacer cualquier cosa? ¿Por qué hacer lo correcto frente a lo incorrecto si realmente no puedo escoger? Mutatis mutandis, si yo asumo que puedo evitar el presidio si cumplo las normas (aunque no necesariamente vaya a ser así) y puedo comprarme una mansión si trabajo duro (aunque no necesariamente sea así), me portaré bien y trabajaré duro (en la medida que yo pueda escoger hacer tal cosa, que ignoro cuál es).
Naturalmente, una fe ciega en la historia de Lola puede hacernos creer que solo el esfuerzo y la pasión abrirán la senda hacia determinada meta. Y no. Muchos no seremos Lola, y otros ni siquiera cumplirán sus sueños más modestos. Muchos nos quedaremos atrás, olvidados, cubiertos por el polvo valetudinario de las historias más corrientes. Así que tampoco hay que olvidar que es un cuento, lo de Lola y el resto. El quid de la cuestión es el punto, la línea, la frontera. Cada uno tiene el suyo. Cada sociedad, lo mismo.
Lo único claro de todo esto es que el mérito en una entelequia. Pero no creer en semejante entelequia constituye un error. Debemos creer en Lola como creemos en el placebo o la hiperstición y obviamos el efecto Forer de nuestro destino. Lo contrario es empezar a derribar todo lo que da sentido al ser humano.
Preguntarse sobre la meritocracia, pues, no difiere demasiado de preguntarse sobre el sentido de la vida. O para qué continuamos teniendo hijos o incluso viviendo si todos vamos a morir, o todas las estrellas se terminarán apagando.
Puestos a elegir, prefiero soñar con la matraca ceniza. Prefiero pensar que el mérito de Lola es su mérito. Que, donde faltaba técnica y ortodoxia, había pasión, que también es sufrir, pues hunde sus raíces etimológicas en passio (sufrimiento). Estoy convencido de que Lola, de haber sido emprendedora en vez de flamenca, cual valquiria con tacones, entonaría lo del Moonshot Thinking. Quizá acompañado de un sonoro «olé».
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