Los ojos de Lola Pons están acostumbrados a escudriñar en manuscritos del siglo XV. Esta catedrática de Historia de la Lengua en la Universidad de Sevilla viaja del pasado al presente para entender cómo ha cambiado el español desde sus orígenes hasta nuestros días. Al fin y al cabo, esa es la labor de un historiador de la lengua, reconstruir todos los estados por los que ha atravesado el idioma a través de los únicos hablantes que se conservan de aquellas épocas: los textos.
Pero Lola Pons, además de su labor docente, es también divulgadora lingüística. La filóloga es colaboradora habitual de varios programas televisivos y radiofónicos y escribe artículos lingüísticos para diferentes medios. Además, ha publicado varios libros que tratan el español tanto desde una perspectiva histórica (Una lengua muy larga) como actual (El árbol de la lengua). El último en salir a la calle ha sido El español es un mundo, todos ellos publicados por Arpa.
Pons no teme meterse en charcos porque cree que es fundamental que los filólogos y lingüistas entren en la escena mediática para desmentir bulos. «Yo creo que los filólogos sí hemos hecho, durante muchos años, dejación de nuestra presencia pública». Hasta ahora, la lengua era defendida, representada y estudiada en los medios de comunicación por periodistas, que han realizado, en opinión de la catedrática, una buena labor, en general.
«Pero es evidente que, en esos casos, no ha habido una aportación a esos medios de las novedades científicas, sino que ha habido un discurso mediático que se quedaba en una parte de la lingüística que es la lingüística prescriptiva. Y grandes innovaciones científicas que se han dado en la filología en los últimos años no han estado presentes, a menos que fueran políticamente muy utilizables (como que se descubría un documento que modificaba la historia de no sé qué, etc.). Esto está cambiando, afortunadamente, y es importante que los filólogos tengamos presencia pública».
Por eso no duda en hablar claro y criticar a golpe de sarcasmo esa predilección por los anglicismos que roza, casi, el ridículo. O burlarse del postureo lingüístico en redes sociales. Esto último, para ella, es perderse en la minucia, «porque lo importante es escribir bien, y no poner faltas de ortografía; y tener muchos registros, y ser capaces de tratar con cortesía pero ser categóricos… Y no que nos pongamos a discutir si te pongo el punto final en un guasap. A mí me parece una ridiculez, la verdad». El deber de un filólogo, en su opinión, es «hablar de cuestiones lingüísticas que son importantes y para las que estamos formados como profesionales».
«Una cosa problemática —creo— del ejercicio profesional de la lengua, es que nosotros, como científicos, defendemos que todas las formas lingüísticas son válidas, y es verdad; pero, al mismo tiempo, defendemos que hay que respetar la ortografía, porque ortográficamente no todo es válido. A los filólogos nos gusta mucho que existan variaciones dialectales, pero, en general, nos cuidamos mucho de utilizar nosotros mismos aquellas que nos marcan como hablantes desprestigiados. Tenemos que entender que la gente quiera prescripciones, y que quieran opiniones profesionales de gente especialista. Y yo, modestamente, creo que puedo expresar mi opinión en los medios que me dejan ese espacio público para, por ejemplo, hablar del español en territorios bilingües o del nombre del idioma».
[pullquote]«No es el respeto a la lengua como respeto al otro, con un sentido catequético, que también, sino la asimilación de que los hechos lingüísticos diversos (como los acentos) son tan básicos como los hechos diversos humanos. Igual que somos todos diferentes, lo son nuestras expresiones lingüísticas»[/pullquote]
Respecto a esto último, y la polémica que ocasionó al decir que ella no habla castellano, sino español, defiende que cada hablante puede darle el nombre que quiera, pero el nombre de nuestro idioma, históricamente, no es castellano. «Es algo distinto al castellano, lo llamemos español o sobrecastellano. Porque está demostrado que lo que hablamos hoy está hecho de muchísimas sumas de territorios laterales y sureños». La mala noticia es que no existe un nombre diferente a español que englobe todas sus variedades y que no moleste a nadie.
Lo demás entra en el triste juego de la politización de las lenguas. «En España, en los últimos años, se politiza hasta llevar o no corbata, imagínate lo que se puede politizar que seamos o no bilingües o monolingües», se ríe. «Nuestro papel es frenar algunos discursos que son manifiestamente falsos», como que el andaluz viene del árabe, o que hay lenguas más simples que otras o que solo existe el principio de la economía del lenguaje. «Todo eso son tópicos, fake news, a los que los científicos tenemos que poner freno».
[pullquote]«Aprender lenguas no te amplía forzosamente la sensibilidad lingüística. Falta un poquito de cultura lingüística. Hay que atender a hechos básicos para que entendamos que el multilingüismo, por ejemplo, es completamente natural y no es ninguna distorsión»[/pullquote]
Tampoco cree que, para aprender a respetar otras lenguas autonómicas —o extranjeras, porque no todos saben que en España tenemos comunidades de hablantes muy importantes, por su número, como el finés, el árabe marroquí, el rumano o el chino— sea necesario invitar a los hablantes a conocerlas y aprenderlas en comunidades donde no se hablen.
«Aprender lenguas no te amplía forzosamente la sensibilidad lingüística», opina, y cree que el verdadero problema es que falta «un poquito de cultura lingüística. Es verdad que en los currículos sí que aparece el tema de las lenguas de España, pero antes de eso hay que atender a hechos básicos para que entendamos que el multilingüismo, por ejemplo, es completamente natural y no es ninguna distorsión».
[pullquote]«Hay muchísimas lenguas sin escritura en el mundo. Lo más natural es que una lengua no tenga escritura; la escritura es algo sobrevenido y posterior»[/pullquote]
«No es el respeto a la lengua como respeto al otro, con un sentido catequético, que también, sino la asimilación de que los hechos lingüísticos diversos (como los acentos) son tan básicos como los hechos diversos humanos. Igual que somos todos diferentes, lo son nuestras expresiones lingüísticas».
En ese sentido, Lola Pons se posiciona en contra de iniciativas como la de la escritura del andaluz, por ejemplo. «Estoy en desacuerdo con este tipo de propuestas. Creo que confunden a la opinión pública y confunden a los hablantes. Y, además, están basadas en una idea que es profundamente errónea, que sostiene que si algo no se escribe no tiene entidad. No, cuidado, hay muchísimas lenguas sin escritura en el mundo. Lo más natural es que una lengua no tenga escritura; la escritura es algo sobrevenido y posterior. Y el andaluz no es una lengua, es una variedad del español».
El problema, explica, puede venir del matiz peyorativo que para los hablantes tiene la palabra dialecto, que es como clasifica la catedrática a estas variantes lingüísticas. Por eso tendemos a evitarla. «Pero una escritura en andaluz para privilegiar a un tipo de andaluz, con unos usos gráficos inventados por una persona concreta, para mí es un sinsentido absoluto. Yo he defendido —y lo seguiré haciendo— públicamente el uso del andaluz en los medios; también la presencia de las universidades andaluzas y de la investigación andaluza en el mapa educativo español, pero eso no tiene nada que ver con defender ese tipo de usos gráficos que son una completa distorsión».
«La lengua no cambia la sociedad, pero la refleja con una nitidez asombrosa», reza el subtítulo de El español es un mundo, donde recoge artículos lingüísticos publicados en diferentes medios. La pregunta es obligada: ¿qué dice el español actual de nuestra sociedad? Pons se queda con la parte positiva.
[pullquote]La lengua, también la que usan nuestros estudiantes, nos está hablando de un empobrecimiento de recursos léxicos[/pullquote]
«La lengua española nos está hablando un poquito más de respeto al otro», como parece indicar la manera en la que nos preocupamos por nombrar la discapacidad, por ejemplo, o en que desaparezcan expresiones como «sus labores» para hablar de la ocupación laboral de una mujer. «¿Estamos cayendo, a veces, en la corrección política? Sí, pero es quizá un precio que haya que pagar y algunas correcciones políticas pueden ser completamente risibles. Pero hemos ganado como sociedad, y a mí eso me gusta».
Sin embargo, también nos habla de cosas que son profundamente dolorosas y que han dejado su huella en el idioma. «Que hayamos pasado por una pandemia o que estemos pasando por una guerra nos está enfrentando a un léxico novedoso tristísimo», pone como ejemplo.
«Pero lo que me preocupa como docente es que también hay una serie de cosas que no nos dice. Un estudiante me preguntaba esta semana qué es efeméride. Y eso me preocupa mucho. La lengua, también la que usan nuestros estudiantes, nos está hablando de un empobrecimiento de recursos léxicos, y de eso buena parte de la responsabilidad es nuestra, la de los profesores. Hay una parte que hemos hecho mal y estamos a tiempo de reconstruirla».
Vuelve a salir el uso del idioma por parte de los jóvenes y parece inevitable llevarlo al terreno de las redes sociales, mayoritariamente utilizadas por este sector de la población. ¿Ha simplificado demasiado estas redes el lenguaje? La catedrática no lo cree así.
«El problema es que, si solo leemos lo que está en redes sociales, estamos expuestos a un uso gráfico muy distorsionado y muy limitado. Igual que escuchamos todo tipo de música y de voces, hay que leer todo tipo de textos. Las redes sociales no tienen la culpa. En mi opinión, la culpa está en la falta de gusto por la lectura, en la falta de criterio… Es que uno habla según lo que ha consumido. Si consume poco y mal, habla mal».