No hay cacerolas. Hay aplausos. No hay lemas de odiador. Hay aplausos. Todos los días, desde hace un mes, en las oficinas de Sogecable, suena una alarma en los ordenadores de los empleados. Las 11:58. Un ruido que recuerda a las sirenas que se utilizaban en las películas sobre la Segunda Guerra Mundial. Ese ruido anuncia que ha llegado la hora.
Todos salen al pasillo del edificio y a las 12.00 empiezan a aplaudir. ¡Clap¡ ¡Clap! ¡Clap! Los aplausos hacen retumbar un edificio que cada vez está más vacío. Primero se fueron los empleados de CNN+. Después, los de Cuatro. El ERE que Prisa TV presentó hace casi un mes dejará muchos ordenadores apagados y muchas sillas sin nadie que se siente en ellas.
Aplauden a los que quedan. Aplauden a los que no están. Aplauden a los que hoy aplauden y mañana, quizá, no aplaudan ya. Es una forma apasionada, bellísima, de hacerse oír, y decir, con una elegancia perturbadora: “Esto no nos gusta”.
Eduardo Verdú lo contó en un artículo de manual de literatura publicado por El País. ¿Se puede hablar de una protesta laboral de una forma más sublime?
(Reproducimos aquí parte de ese texto).
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Un aplauso reforzando la autoestima de unos profesionales conscientes de la valía de su esfuerzo y su producción. Un aplauso dedicado al compañero despedido, ese que ha dejado un ordenador mudo y una ausencia a través de la que hoy reverberan las palmas de sus amigos. Unos palmeos subrayando la labor material, pero también la aportación emocional a un grupo generador de beneficios, a una maquinaria empresarial y humana que funciona. Porque el despido no representa solo la pérdida de un sueldo fijo, sino de la confianza. Con el finiquito se salda un ingreso y, de paso, una batalla por la realización personal y la reafirmación basada en el trabajo.
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La crisis es una inmensa ladrona de expectativas. Un sigiloso delincuente sin rostro que desfalca las ilusiones, que desvalija el presente y la caja fuerte del día siguiente. No es un tsunami, no es un desastre natural sin responsables humanos e identificables. Es el criminal mandado por unos ejecutivos que han hundido medio mundo y, además, a diferencia del terremoto, la crisis solo afecta a algunos. Mientras tú te vas a la calle, cancelan tu nómina y tu tarjeta del torno de entrada al curro, el compañero de la mesa de al lado permanece indemne. Y ese salvado laboral contempla, de momento ileso, la desgracia de su amigo, el capricho injusto e injustificable del jefe o de ese magnate emboscado en la empresa que pone nombres en la lista negra de un ERE.
Los jóvenes se manifestaron contra el hurto del futuro y la desmantelación de cualquier ilusión en el presente. Los empleados de Sogecable se aplauden a sí mismos porque el despido también les roba el pasado. Ahora parece que no sirven los años invertidos en la oficina, los méritos contraídos, las horas extras, los turnos a veces doblados. Pero al margen de los sacrificios, un hombre o una mujer fulminados de la plantilla no pueden más que cuestionarse si ha valido la pena dedicar parte de la vida a un proyecto que hoy te da la espalda. Un sentimiento de traición aflora en estos momentos donde no solo el presente es aire y el futuro un barranco, sino cuando, al echar la vista atrás, uno contempla un páramo arrasado por un cese sin explicaciones ni agradecimientos.
Por eso atruena el aplauso en Sogecable. Para que los que se han ido comprendan que se les recuerda; para que, quienes están a punto de salir por la puerta, sepan que se les aprecia y para que; los que se quedan, no sientan la culpabilidad del superviviente.