Los que rondamos los 40 (arriba y abajo) somos la primera generación que se negó a dejar de jugar. Profesionales por la mañana, niños por la tarde.
Cuando éramos niños
El texto tiene su origen en un juego. Una amiga pide en Facebook palabras o expresiones en desuso. La edad del pavo, contesto. En desuso aunque muchos de siguen viviendo con ellas, concluyo sin malicia. «Somos treinteenagers», responde mi amiga. (Uno es más bien cuarentateenager, pero ahí lo dejo, y no por coquetería).
Hace lustros que solo encuentro la edad del pavo en columnas de prensa. En una leo que a una presentadora bastante conocida «(…) le dura la edad del pavo» y que uno de nuestros políticos talluditos la tiene. (Será que chochea, pienso). La decadencia de la expresión es patente cuando los articulistas mencionan a sus madres: «Decía mi madre que la edad del pavo…».
Los que rondamos los 40 (arriba y abajo) la escuchamos en la adolescencia en ocasiones. Cuando los berrinches por naderías. Papá sermoneaba o castigaba, o ambas cosas, y mamá defendía (o al contrario): «Déjalo, que está en la edad del pavo».
El argumento de la defensa era molesto: «¡Sé lo que digo!». Indignaba porque sugería que carecer de juicio. «¡No soy un niño!», venía antes del portazo que daba la razón al enemigo.
¿Y por qué el pavo? Uno se autojustificaba en la serenidad: «Porque el pavo dice gru-gru-gru y nadie lo entiende, será». Años después leí que los adolescentes se ponen colorados como el moco rojo del pavo por timidez o vergüenza. En muchos casos, la vergüenza aparece tras recriminaciones por no comportarse como adultos.
Un niño consideraba que dejó de serlo porque no jugaba a la canicas ni a la pelota en la calle. Una niña porque cambiaba las muñecas por los peluches. (Los peluches son remedos de juguetes y de piezas decorativas como las tazas de las abuelas en las baldas). Para los padres, una niña permanecía en la edad del pavo hasta la primera menstruación; un niño hasta la vuelta de la mili. Mitos.
La realidad era otra: el recién adulto (el recluta licenciado o la niña hecha mujer) encerraba a su niño interior bajo llave. Se obligaba a comportase siguiendo un cliché: todo adulto es serio y formal. A partir de entonces sólo debía jugar a las cartas o a la pelota en recintos bajo pago, o gritar y cantar viendo jugar a deportistas profesionales. Sin embargo, el niño sigue ahí: no somos diferentes a cuando teníamos 12 años.
Mantenerse en un estado adulto-formal era una forma de supervivencia social. Salirse del cliché daba material para chismes: que si no tiene luces, que si está loco, que si toma drogas.
En los 80, los videojuegos lo cambiaron todo
Los ordenadores eran para trabajar y estudiar. Así se vendieron los primeros. Por supuesto, incluían juegos «para relajarse» con colorines chillones y musiquitas de lata a veces a lo fanfarria de circo. Los primitivos videojuegos solaparon de alguna manera el paso de la infancia a la adultez. Desapareció la línea que socialmente se trazaba: «A partir de aquí eres un hombre» o «a partir de aquí, casarse y tener hijos». Desapareció el rubor, y en muchos casos los berrinches, pero permanecieron las ganas de jugar como cuando se era niño.
El incipiente adulto-formal de los 80 se permitía a sí mismo apartarse del tiempo lineal para sumergirse en el tiempo de juego. Los que rondamos los 40 (arriba y abajo) somos la primera generación que se negó a dejar de jugar. La primera generación que tuvo claro que podía ser adulto-formal en el trabajo y después niño. La primera generación que supo que hacer el ganso no significa ser tonto. Comprendimos que necesitábamos ser niños por unas horas para no estallar.
Ser niño fuera del tiempo de juego
Y llegó una segunda revolución: ¿Por qué no ser niño fuera del tiempo de juego? Por la mañana ropa profesional y por la tarde chándal o vaqueros rotos. Y con el cambio de indumentaria, unos pasos más lejos de los convencionalismos sociales. Así comenzó a menguar la atención a lo que debe hacerse y lo que no; de lo que está dentro o fuera del protocolo.
Hoy, una abogada, un ingeniero o un técnico de laboratorio publica sin pudor fotos de su despedida de soltera o con disfraces de Star Wars. Lo mejor, no son acusados de estar en la edad del pavo. Ser abogada, ingeniero o técnico de laboratorio son maneras de ganarse la vida. Disfrazarse o comprarse un reloj de Hora de Aventuras y anunciarlo al mundo es una forma de mimarse.
Quedaron anclados en tiempos analógicos los que juzgan al ingeniero o la abogada que publican gansadas. Sin embargo, queda una revolución pendiente… El niño anda más libre que antes, pero prevalece el pensamiento antiguo sobre lo que debe ser un adulto.
La permanencia del pensamiento antiguo
La presión viene del cine y la televisión y las publicaciones digitales. Hollywood machaca: un hombre (adulto) consigue una mujer (adulta) tras vender su colección de Batman. (Un pensamiento paradójico: el ataque a blockbusters que permiten películas críticas).
Los programas de televisión sobre cambios de imagen critican: «vistes como una niña». (Salvo que sea tendencia en las pasarelas). En tertulias políticas se da mayor importancia al traje del político, de adulto-formal, que a la honestidad. Las publicaciones advierten: Cuidado con las fotos que publicas: pueden hacerte perder el trabajo.
Por otro lado, universidades emplean tiempo y dinero indagando por qué juegan los adultos o no actúan conforme al cliché de su edad. Clichés que vienen de tiempos anteriores a la generación de los videojuegos. El verdadero problema para una persona aparece cuando se estanca en una postura: siempre niño o siempre adulto (es una personalidad mutilada).
La revolución llegará cuando expresiones como young adult desaparezcan del lenguaje. Cuando el protagonista de la película sea el artista o el soñador y no el agente de bolsa. Cuando no haya publicaciones que justifiquen o ataquen el ocio ni adviertan sobre qué imágenes publicamos. Cuando ver películas de fantasía o dibujos animados con taitantos no esté mal mirado. De alguna manera, estamos entrando en esa época. Un ejemplo, si The Big Bang Theory funciona se debe en parte a que su público es tan profesional y tan niño como los protagonistas. Y el mundo marcha.