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Todos somos raros

fobias y manias raras

Marcial estaba deseando salir de aquella habitación. El gotelé de las paredes le estaba desgarrando la piel. Cada una de aquellos pequeños grumitos puntiagudos se le antojaban afiladas garras de felino arañándole los ojos y el ánimo. No podía prestar atención a lo que su anfitriona le estaba diciendo.

La noche se le había presentado bien cuando Nina le había invitado a su casa a tomar la última. Estaba tan guapa. Era tan simpática y seductora. Pero cuando entró en su salón allí estaba el gotelé. Por todas partes, asediándole, señalándole con un millar de deditos, como diciéndole «Vamos a por ti, no escaparás, ja, ja, ja». Era insoportable.

No podía evitarlo, desde pequeño el gotelé le había escogido como adversario y cada vez que entraba en una estancia de la que se había adueñado sentía el desasosiego. No podía pensar en otra cosa: grumito, sombrita, grumito, sombrita, grumito… sin ningún orden, miles, millones de grumitos con sus sombritas moteando la pared sin pudor, juramentados para hacer trizas su estabilidad emocional. De repente, Nina no le parecía ni tan guapa ni tan simpática ni tan seductora, sino más bien una carcelera cruel que se interponía entre él y la salida. Salió huyendo de allí, y hasta que no acarició las paredes lisas de su casa, sin asomo de imperfecciones, no pudo volver a respirar con normalidad.

Verónica respiró profundamente. Se estaba esforzando de veras por mirar a los ojos a aquel chico tan guapo con el que había quedado por Tinder. Era un match perfecto, alto, de ojos claros, ingeniero de caminos, soltero, con voz grave… Sobre el papel nada podía fallar. Pero es que llevaba los zapatos sucios. En el momento en el que los vio supo que todo había terminado antes siquiera de comenzar.

Haciendo una excepción, por deferencia a sus ojos grises y a su metro ochenta y cuatro, podía haber pasado por alto lo de la camisa azul marino y la chaqueta negra, que se pegaban de puñetazos con el buen gusto, pero lo de los zapatos sucios no tenía ni medio pase. Los zapatos sucios eran una bandera roja del tamaño de Australia. Seguía mirando al ingeniero a los ojos, pero no podía dejar de pensar que, debajo de aquella impostora mesa disfrazada de lino, la acechaban unos inquietantes zapatos italianos, probablemente de Santoni, asquerosos de polvo. Una gota fría de sudor le recorrió la frente.

fobias y manias raras

Mario siempre sudaba cuando llegaba tarde. Miró su reloj, apenas faltaban cinco minutos para las siete y el navegador del taxi indicaba que hasta dentro de ocho minutos no llegarían al destino. No podía soportar la impuntualidad ajena, y la propia le parecía aún peor. Prefería llegar antes y esperar si hacía falta, por eso siempre salía con mucha antelación hacia sus citas.

Esta vez no había sido culpa suya, el tontaina de la Vespa se había estampado contra el del Mercedes por no mirar, y, aunque no hubo heridos, se habían liado a gritos el uno con el otro. Y mientras, el reloj corriendo y allí todos atascados. Ahora llegaba tarde a la consulta del dentista. Sabía que a nadie le importaría el retraso, pero no se trataba de eso, se trataba de que no ajustarse milimétricamente a sus compromisos horarios le enfermaba. Sentía un martilleo —como un tictac, tictac, tictac— en las sienes. Quedaban tres minutos para las siete y el navegador decía que no llegarían hasta dentro de seis. El corazón se le salía del pecho.

Amaya notó que sus latidos se aceleraron cuando el camarero le acercó la bandeja. ¡Caviar! Bueno, no era caviar auténtico, sino ese sucedáneo que venden en todas partes, pero eso daba igual para lo suyo: todas aquellas bolitas juntas, pegadas una a la otra, la hacían temblar. No podía soportar la acumulación de esferas en ninguna de sus formas. Le daba pánico. Una vez, siendo niña, sus padres le llevaron a una piscina de bolas pensando que le haría mucha ilusión y acabaron en urgencias con un ataque de ansiedad. Ahí se dio cuenta.

Podía soportar una pelota de tenis, pero un bote de cuatro le espeluznaba. Y cuando granizaba tenía que esconderse en una habitación interior, a salvo de la invasión extraterrestre de bolitas heladas. No lo podía explicar, pero las esferas y ella se repelían. El camarero no podía saberlo y le ofreció amenazante el canapé de huevas de lumpo. Amaya vivió ese momento fatal en cámara lenta, como si Norman Bates estuviera a punto de acuchillarla en la ducha. Y un escalofrío le recorrió la espalda.

Román sintió un escalofrío al acariciar el lomo rojizo de tela, con los estampados dorados de un orangután en la cubierta y un ave del paraíso en el lomo, de aquella primera edición americana de The Malay Archipelago: The land of the Orangutan and the Bird of Paradise: A Narrative of Travel with Studies of Man and Nature, de William Wallace. Repasó el nombre del editor, New York Harper & Brothers, y el año de edición, 1869. Respiró el aroma inconfundible del papel viejo de sus páginas, admiró sus bellos grabados y desplegó su mapa con el exquisito cuidado de un cirujano que realiza una operación a corazón abierto.

Su primogénito no había heredado su pasión y siempre se burlaba de él: «¿Qué, otro de esos libros viejos? ¡Parece que los quieras más que a tus hijos!». Román le sonrió, como siempre hacía, y luego volvió a acariciar aquel tomo de casi doscientos años como el que acaricia un bebé recién nacido.

Raúl estaba muy enamorado de Sofía, o eso creía él, porque en cuanto la vio prepararse un sándwich de queso azul con anchoas sintió náuseas por el sándwich y por ella. Elena no pudo aguantar un minuto más sentada en la reunión frente a aquel cuadro de caballos torcido, se levantó, y aunque era la más junior, cruzó la sala por delante del presidente, del director financiero y de su jefa y lo enderezó.

Miguel no podía entender cómo a ninguno de sus amigos les molestaban —¡ni siquiera los percibían!— aquellos insoportables siseos, zumbidos y carraspeos con los que aquel miserable altavoz chino masacraba la voz de Billie Eilish. Y el pobre Samuel no sabía explicar a cuento de qué tenía un miedo irracional a que la mantequilla de cacahuete se le quedase pegada al paladar.

El doctor Spottorno le explicó que aquello se llamaba araquibutirofobia, y que, aunque no era nada frecuente, había antecedentes. Vamos, que Samuel era raro,  pero tampoco un caso desesperado. Después, el doctor le acompañó a la puerta. Miró el marco en la pared con su título, obtenido tres décadas atrás, y suspiró. Faltaban aún diez minutos antes de recibir a su siguiente paciente. Samuel era rarito, pero ¿quién no lo era? Cada uno a su manera. Ablutomanía, ailuromanía, citomanía, coreomanía, ergomanía, oikomanía

Ellos no sabían qué les pasaba, pero él podía ponerle nombre a casi cualquier cosa que despertase, excitase o hiriese su sensibilidad. Había tantas sensibilidades y tan diferentes… Tantos amores y fobias tan irracionales y, a menudo, tan incompatibles… Suspiró de nuevo y abrió la ventana. Se estaba a gusto así, pensó, entre paciente y paciente, solo. Se asomó y vio todas aquellas personas andando deprisa de aquí para allá, tan pequeñitas, tan lejanas, tan insignificantes, tan… sensibles.

Y entonces, súbitamente, fue consciente. Después de tratar tantas sensibilidades ajenas acababa de percibir la suya en toda su enormidad. En ese preciso instante, al tiempo que el siguiente paciente entraba por la puerta, se dio cuenta de que ya no aguantaba a la gente ni un minuto más.

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