«No puedes mapear el sentido del humor».
Terry Pratchett.
No, no podemos mapear el sentido del humor. Ni tampoco el cariño que sentimos hacia nuestra pareja o nuestra madre o nuestro coche. Pero sabemos que son distintos. Como sabemos que es distinta la intención de voto según determinadas edades o las inquietudes literarias dependiendo del grado de formación del lector o incluso qué colores eligen los hombres de 40 años para sus zapatos. Entonces, si sabemos que existe una discretización de la realidad, a lo mejor podemos llevarle la contraria a Pratchett e intentar mapearla, intentar plasmar la huella de nuestro recorrido por ella. Al fin y al cabo, como dijimos en el artículo anterior, el ser humano siempre ha necesitado cartografiar el mundo. Todo su mundo. Incluso el que, a priori, parece imposible.
Por eso los mapas modernos incluyen territorios no mapeables: a menudo son gráficos sociales, migratorios, laborales, de tendencias políticas, culturales o incluso deportivas. De esta manera, los mapas vuelven a ser huella y camino. Camino de un recorrido conceptual o estadístico y huella del conocimiento que se recoge de las muestras que lo generan.
La mentira
Se suele decir que la proyección Mercator no solo plasma un mapa físico sino que, con su extrema deformación en los extremos norte y sur, genera una perspectiva eurocéntrica de la Tierra. De manera implícita confiere al mundo occidental más importancia que la exclusivamente territorial. Porque, como dice el cartógrafo Mark Monmonier en su libro Cómo mentir con los mapas:
«El cartógrafo que intenta contar toda le verdad en un único mapa, habitualmente genera una imagen confusa. A veces señala datos que considera importantes incluso distorsionando la geometría de la Tierra […]. Si combinamos esta situación con la ingenua aceptación pública de que los mapas son representaciones objetivas, los mapas se abren a la prevaricación de datos, sea involuntaria o deliberada».
Así, el mapa Mercator no se limita a la representación objetiva, sino que añade una capa más de conocimiento –un conocimiento bastardo, pero conocimiento- al propio plano.
Como vemos, la proyección Mercator nos hace creer que los Estados Unidos tienen un tamaño similar al continente africano, cuando en una proyección de superficie equivalente como la Mollweide, comprobamos que África es notablemente más grande.
También vamos a recuperar a Gilles Deleuze, porque Deleuze, junto a Jean Baudrillard o Guy Debord fueron los anticipadores de la hiperrealidad. Y la hiperrealidad es, entre otras cosas, el mundo que nos rodea ahora mismo. Las mil realidades yuxtapuestas que operan en tres –e incluso en cuatro- dimensiones, que conocemos, practicamos y comprendemos. Las mil capas de conocimiento añadido que aún no somos capaces de mapear. Al menos de manera consensuada.
Por ejemplo, el proyecto Worldmapper genera una serie de mapas con capas sociales añadidas que, no solo representan mediante cambios en el color o la grafía, sino que deforman enormemente la propia geometría del terreno en una imagen tan distorsionada como, efectivamente, real.
Los mapas de Worldmapper no quieren ser una representación objetiva del territorio –se confirma con un simple vistazo-, sino que, en su distorsión, están cargados de una fuerte componente de ironía e incluso de denuncia: el mundo es lo que es, no solo lo que vemos.
No hay mapas para estos territorios
Pero ¿qué pasa cuando el territorio a mapear no parte de una realidad tangible, sino que es, en sí mismo, una capa ajena a cualquier terreno, real o imaginado? Bueno, lo que pasa es que también queremos mapearlo.
El artista Ward Shelley crea gráficos sobre contenidos culturales que transforma en verdaderos mapas. En verdaderos territorios que recorrer con la mente o incluso con el dedo. Algunos de sus mapas cartografían la evolución de las tribus urbanas en Nueva York, los recorridos de la diáspora hebrea o la historia de la ciencia ficción.
¿Y la Red? En Neuromante, dice William Gibson que «El ciberespacio [es] una alucinación consensual experimentada diariamente por billones de legítimos operadores, en todas las naciones, por niños a quienes se enseña altos conceptos matemáticos… Una representación gráfica de la información abstraída de los bancos de todos los ordenadores del sistema humano. […] Líneas de luz clasificadas en el no-espacio de la mente». Internet es el no-espacio. El espacio sin espacio. El mapa inherentemente no mapeable.
Pues tampoco, porque se han realizado mapas de las conexiones de Internet prácticamente desde el inicio de la Red. Proyectos como opte, encabezado por Barret Lyon o el CAIDA (Center for Applied Internet Data Analysis) de Young Hyung generan regularmente mapas del ciberespacio. Complejísimos artefactos conformados a partir de la inclusión cruda de datos. Precisamente por la falta de consenso social, estos mapas quizá sean poco comprensibles, pero también son innegablemente bellísimos.
El tiempo
Y ya solo queda mapear la última dimensión. El tiempo, claro. Los mecanismos y las herramientas contemporáneas permiten transmitir el paso del tiempo en nuestras representación con relativa fiabilidad mediante animaciones o vídeos. Pero, en realidad, el tiempo no es una verdadera dimensión mesurable: los relojes no miden el tiempo, miden a otros relojes. El tiempo es un viaje continuo e imperceptible. Posiblemente la coordenada más inherente a la realidad. Y también a la hiperrealidad. Por eso los mapas que representan el tiempo son huella, camino y objeto. Porque intentan solidificar una realidad de naturaleza intrínsecamente fluida. Son la pura yuxtaposición. La pura condensación.
En 1944, el ingeniero Harold Fisk dibujó un monumental mapa de la evolución geológica e hidrográfica del río Mississippi a lo largo de su historia. El plano resultante es un coágulo de millones de años de meandros, orillas y planos aluviales. El camino de una realidad cambiante y la huella de un conocimiento enciclopédico.
Porque al final, sea sencillo o sea complejo, sea legible o interpretable, objetivo o espurio, tangible, imaginario, real, ficticio, yuxtapuesto, sólido, continuo o nebuloso, el mundo existe y nos rodea. Y nosotros queremos, porque necesitamos, mapearlo. Como dice el profesor del MIT Robert Harbison:
«Poner una ciudad en un libro, poner el mundo en una hoja de papel. Los mapas son los espacios humanos más completamente condensados. Hacen que un paisaje quepa en una habitación, nos hacen dueños de lugares que no podemos ver y espacios que no podemos abarcar».
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