Nadie sabe que está destinado a revitalizar un pueblo con unas galletas hasta que le ocurren estas cosas. Ni Xosé Lois, ni Óscar, ni Carlos Lamazares podían imaginarlo. Ninguno de estos tres hermanos.
Lo andaban buscando, desde luego. Vivían en la Pontevedra meridional, porque ahí trabajaban, pero siempre miraban hacia los adentros de la provincia, ahí donde nacieron, Rodeiro. Querían volver y vivir y trabajar allí. Querían girar el rumbo que ha llevado a muchas zonas rurales casi al coma y levantar allá una vida de nuevo.
Exploraban. Pensaban. Discurrían. ¿A qué timón agarrarse para volver a sus tierras altas gallegas? Por más vueltas que le daban, no había forma de hallar pista. Porque resultó estar a un océano de distancia: en Argentina. Allí residía su hermano, el panadero. Allí, en una visita, descubrieron que hacía unas galletas que ni eran postre ni eran pan. Eran saladas, e igual que le extendían un paté encima, le echaban mermelada en lo alto. Eran crujientes y por eso resistían bien los días: ni se ponían duras ni blandengues.
—No conocíamos un pan así —cuenta Xosé Lois Lamazares—. En ese viaje a Buenos Aires descubrimos el potencial que podía tener en el mercado europeo.
De las Américas volvieron, al fin, con un proyecto; lo que andaban buscando hacía tiempo. Creían que traían una fórmula inédita de galleta. Aunque, en realidad, solo estaba olvidada. Ilusionados, empezaron a documentarse. Trabajaban en el plan de negocio, en los estudios de mercado y, de pronto, surgió el hallazgo: este tipo de galleta de trigo no procedía de América Latina; la inventaron en España.
Ya las comían en el siglo XV. En aquel tiempo había que pensar muy bien qué víveres echar al barco que llevaría a los marineros de un lado al otro del Atlántico. La ciencia estaba aún muy lejos del frigorífico y se las tenía que apañar con un puñado de especias, mucho azúcar y deshidratados.
—En aquella época descubrieron que secando el pan les duraba muchos meses. Les venía muy bien para echarlo en las embarcaciones. Por eso las llamaron galletas marineras o pan de barco —explica Lamazares—. En América se quedaron como un producto más. Allí son «las marineras» o «bolachas de agua». Aquí, en cambio, se fueron perdiendo. Ya no se fabricaban en España ni en Portugal. Tan solo en algún lugar de las Baleares mantenían la tradición.
Los tres hermanos rescataron la idea: un pan seco, salado y duradero. Pero dejaron la receta original y su parquedad para la antigüedad y utilizaron aceite virgen extra, mantequilla, harinas bio… «Nos apoyamos en el concepto más que en la fórmula», explica este hombre de gafas finas y barba blanca.
Dedicaron también horas y horas a aprender los gustos y las filosofías alimenticias actuales.
—Nunca habíamos trabajado en la industria de la panadería. Tuvimos que asesorarnos mucho y también nos ayudó nuestro hermano panadero desde Buenos Aires.
Del otoño de 2005 a la primavera de 2006 se ocuparon en la receta de las Mariñeiras. En mayo de ese año tenían las primeras galletas. Las habían producido los primeros cinco empleados, con Xosé Lois Lamazares en la Administración, y en junio ya las vendían en las primeras tiendas.
LA ECONMIENDA DEL PAN DE BARCO
Ninguna galleta puede imaginar que tiene una misión más allá de llenar la panza hasta que ocurren estas cosas. Los tres hombres que fabrican las Mariñeiras nunca se han guiado por la filosofía de que cada palo aguante su vela. Los mueven otros vientos:
—Estábamos involucrados en la actividad social, cultural, incluso política de la zona. Por eso, detrás de este proyecto, estaba nuestra inquietud de contribuir al desarrollo del lugar.
Esto marcó el rumbo. En vez de una sociedad limitada, crearon una sociedad laboral, llamada Daveiga. «Nuestro objetivo era integrar a los trabajadores en el proyecto y en la compañía», indica el coordinador gerente.
Empezaron con un crecimiento lento, siguiendo la curva que habían trazado en su plan de negocio. Sin prisas, sin pausas y sin pelotazos. Pero en 2009 llegó un temporal: la crisis dio palos a diestro y siniestro por todo el país y las Mariñeiras replegaron velas. No crecieron, pero resistieron. Y de repente, en 2013, la marcha aceleró de un modo inesperado: «En 2014, las ventas aumentaron un 70% y desde entonces crecen una media anual de un 30%».
Estas cifras llevaron a Daveiga al listado que cada año elabora el Financial Times para mostrar las empresas que más crecen en Europa. Ahí han estado las Mariñeiras en 2018 y 2019. Prosperan, desde luego. Pero lo que enorgullece a Lamazares de entrar en esta lista es que la sociedad laboral llegó ahí también por «la influencia de la compañía en su zona y por su potencial de futuro».
En la fórmula de las Mariñeiras no está hacer dinero por hacer dinero ni vender galletas a cualquier precio. El envase muestra otra de sus ambiciones: que no se pierda la lengua gallega. «Nuestro idioma oficial es el gallego porque el producto está hecho en Galicia. Pero también empleamos otras lenguas: español, inglés… No es una actitud excluyente; es inclusiva».
Los tres hermanos no quieren que desaparezca esta lengua con notas celtas ni tampoco que se pierda «lo rural». Para que el desempleo no expulse a estas gentes de los campos de Galicia, Daveiga ha creado un programa educativo que enseña qué es la economía social y sostenible. Quieren que esta forma de entender el desarrollo, en la que tanto importan los dineros como la vida comunitaria, pueda arraigar en la zona rural.
Decidieron explicar estos modelos económicos después de ver que nadie pensaba en fórmulas como la cooperativa o la sociedad laboral para montar una empresa. Ni siquiera las conocían; ni en las calles ni en los centros educativos. Entonces lo convirtieron en su reto actual: animar a que nazcan muchos proyectos como las Mariñeiras para revitalizar lo rural.