En este mundo que nos ha tocado vivir, la economía, la sociedad, la vida por tanto, es una sucesión de acontecimientos que ocurre entre burbuja y burbuja. Si usted sale a caminar por la calle, verá que la homogeneización, tanto estética como de contenido, es el vehículo en el que se imponen los gustos de masas. Una vez neutralizada la burbuja del vapeo, aún quedan algunas que deben pinchar para mantener al mundo en armonía.
La burbuja de la corrupción
No. Ya está bien. No se puede gobernar, no se puede legislar, no se puede trabajar cuando todo el mundo te tiene tanta manía que te imputan por cualquier cosilla. Estamos en un escenario tan políticamente correcto que no se permiten cosas que se habían hecho así toda la vida sin que pasara nada, asuntos que contribuyen a lubricar la sólida máquina de la democracia.
¿Qué importancia pueden tener estas fruslerías si las comparamos con asuntos tan graves como el Propinagate o el robo del siglo? La degeneración social es tan grande que está mal visto cobrar pequeñas comisiones por el trabajo bien hecho, no explicar cuál es el origen de tu fortuna, organizar cursos para los desempleados, pagar a los albañiles con los ahorros de toda una vida o reunirte libremente con quien quieras para obtener lo mejor para los intereses propios.
Esta escalada de imputaciones solo está consiguiendo dos cosas: la primera es que los partidos extremistas y radicales, esos que constantemente enarbolan el disparate para hacer política con argumentos tan anticuados como la transparencia, la declaración del capital oculto o unos servicios públicos de calidad, estén cosechando esperanzas antes solo reservadas para políticos limpios, con pelo corto y corbata, como Dios manda. La segunda, que están avergonzando a una señora mayor, que reclutó a grandes gestores como Francisco Granados, Juan José Güemes, Alberto López Viejo o Francisco Acedo y que ahora es traicionada una y otra vez.
Esta moda de imputar sin ton ni son pasará y la sociedad se dará cuenta de que EL SISTEMA, así con mayúsculas, ha dejado de funcionar y servir a la gente de bien. Y solo por unos casos aislados.
El cuñadismo
Aquí tenemos que entonar un sincero y lamentado mea culpa. Desde Yorokobu hemos estado durante meses alimentando a ese gran monstruo que es el cuñao español como ente abstracto.
Tratamos de otorgarle identidad y forma a través de un manifiesto, creamos contenidos específicos para esa tipología hispánica e incluso le hicimos la lista de la compra. ¿Cómo nos hemos dado cuenta de que ya era suficiente? Cuando hemos leído la siguiente noticia: Los indígenas yanomami del Amazonas forman bandas de cuñados para hacer la guerra.
No nos queda más que entregar las armas, pedir perdón a las víctimas y solicitar a nuestros compañeros de gremio que se adhieran a este movimiento y dejen al cuñao morir. Ya se ha sufrido bastante. Aquí, no volverá a ocurrir.
La burbuja del derecho al olvido
El desarrollo tecnológico y la explosión de conocimiento que ha supuesto internet han llenado los servidores de todo el mundo de una ingente cantidad de datos que crece exponencialmente cada día.
Ahora ha comenzado el camino inverso, el proceso mediante el cual los usuarios pueden solicitar a Google la eliminación de ciertos datos de su buscador y que da lugar a un proceso mediante el cual internet cabrá, en no mucho tiempo, en un DVD.
Además, el derecho al olvido nos proporcionará en el futuro noticias tan chanantes como esta que se ha producido hoy mismo: ETA se borra de internet gracias al derecho al olvido de Google.
A ver, queridos. Ya existe el derecho al olvido sin necesidad de buscadores. Se llama resaca. Es mágico. Hace que olvides todas las cosas de las que te avergüenzas y con las que has abochornado al prójimo la noche anterior. No hagáis que internet sea una gran resaca mundial.
Las fragancias de pega
Si piensan que la corrupción es un cáncer social es porque aún no hemos hablado de las perfumerías con fragancias de imitación. ¿Recuerdan que hablamos, hace unos meses, de la invasión de fruterías mutantes? No, ya lo sé. Pero el caso es que esas fruterías, con coloridos carteles y sandías cortadas en cuartos, están dejando paso a perfumerías. Mal. Sí. Pero peor aún cuando se observa la sucesión de contenedores de perfume, todos clónicos, gemelos, solo diferenciados por un código numérico y con un precio exactamente igual.
Todos esos botes se disponen en locales asépticos con paredes de colores imposibles. Hay varios rasgos que diferencian a estos lugares.
- Nunca hay nadie comprando.
- La dependienta, normalmente de género femenino, dedica las tardes a consultar Facebook.
- Hay un cartel que marca el precio refiriéndose al volumen despachado. Como es un número en una pared, no sabes si es mucho o poco. Así que para evitarte el lío, no entras.
- Nunca hay una de estas tiendas aislada. Si has detectado una de ellas, habrá otra franquicia de una matriz de la competencia a escasos metros.
La burbuja de los programas de cocina
Puedo asegurar que esto es algo que no me importaba. Hasta que el otro día fui a ponerle la cena a mi hija y me dijo que me metiese el huevo frito por donde me cupiese, que ella, si no venía esferificado, ni huevo ni hostias.
Yo antes tenía una casa hipotecada en la que había dos cazos, una sartén quemada, un escurridor de los chinos y un abrelatas de los que te rompe las uñas cada vez que abres la lata de fuagrás Pamplonica.
Ahora, la hipoteca la tengo sobre todos los utensilios de cocina que pueblan los armarios. He tenido que sacar a la niña a dormir al pasillo para meter los moldes de muffins, los sazonadores, las salseras, el oatmeal kit, el descorazonador de manzanas y el puto soplete de flambear.
Lo voy a expresar claramente: Alberto Chicote, me cago en toda tu estirpe. Carlos Top Chef, hidrógeno líquido, tus muertos.
La burbuja de llamar burbujas a las modas
Porque amigos, sí, soy gilipollas.