Puede sonar a a broma, pero las flatulencias del ganado son peligrosas. Un ejemplo directo: 90 vacas hicieron explotar un establo alemán en 2014. La concentración del gas metano liberado en su proceso digestivo, combinada con una chispa de electricidad estática, voló el edificio y un animal tuvo que ser atendido por quemaduras graves. Pero, por llamativa que resulte esta noticia, lo más peligroso de ella es lo que implica desde un punto de vista ecológico.
Las bacterias en el estómago de vacas, cabras y ovejas les ayudan a descomponer los alimentos en su complejo sistema digestivo. Su dieta, alta en fibra, es de difícil digestión y estos microorganismos son fundamentales. Pero, en el proceso, las reacciones químicas producen metano. Un gas inoloro pero con un potencial contaminante cinco veces superior al CO2. Una vaca expulsa de media entre 90 y 100 kilos al año, que más o menos contamina lo mismo que un coche que circula 1.000 kilómetros.
En países donde el ganado es una fuente de riqueza, las vacas y demás animales de granja son una de las grandes fuentes de contaminación. En Nueva Zelanda, los pedos bovinos representan un 40% del total de sus emisiones, y en Uruguay, que tiene más ganado que personas, suponen casi el 80%. Argentina, con más gente pero también con 55 millones de vacas, cifra en un 30% la contribución de las flatulencias al calentamiento global. En Francia son casi la mitad. Una contribución importante.
Con este panorama, los científicos tratan de dar con una solución. Mientras muchos sociólogos creen que la mejor forma es lograr que se consuma menos carne, los veterinarios tienen una aproximación más pragmática al problema: cambiar la dieta de las vacas, como si de una operación bikini se tratase.
El colombiano Juan Carulla, de la Facultad de Medicina Veterinaria y Zootécnica de la Universidad Nacional, expuso sus descubrimientos en el periódico de la institución. Su propuesta son pastos más jóvenes, meter ciertos aceites en la dieta que ayuden a la digestión e introducir arbustos en vez de tanto pasto. Con esto además se daría descanso a los degradados suelos, que podrían recomponerse.
Las propuestas de Carulla coinciden con las del argentino Diego Morgavi, director de la Unité des Recherche sur les Herbivores del Instituto Nacional de Investigación Agronómica de Francia. En un proyecto experimental, lograron bajar un tercio la producción del flatulento gas en las vacas añadiendo aceites vegetales. Estudios con vacas lecheras francesas en su granja experimental vieron que, si introducían en la dieta un 6% de lípidos procedentes de las semillas de lino, las emisiones de metano disminuían entre un 27% y un 37%.
Otra aproximación es hacer que el gas juegue a favor del planeta. Ya son varias las ganaderías que usan el metano de sus vacas, altamente inflamable, para producir energía. La granja La Estrella, en el Estado mexicano de Guanajuato, emplea desde 2005 el estiércol de sus vacas para producir electricidad.
Con 700 cabezas de ganado, las 25 toneladas diarias de desechos las introducen en un biodigestador, donde tras un proceso de 45 días la parte del león se convierte en biogás y el resto pasa a ser un fertilizante. Con esto alimentan los generadores, logrando que la explotación funcione, en la práctica, de manera autónoma.
El asunto apesta, cierto, pero tiene muy buena pinta.
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