El Coleccionista miró pensativo su última adquisición del Coleccionado: Con lo que yo era. La obra consistía en una instalación compuesta de una enorme urna de metacrilato transparente que contenía el cadáver de un caballo zaino árabe llamado Forrester. El animal había competido en su día en eventos de la talla del Cheltenham Festival y el Epsom Derby.
El difunto équido, dispuesto como si se hubiera quedado congelado a mitad de carrera, pertrechado con su montura, sus protectores de patas y su dorsal número 3 (aunque sin el jockey), yacía sobre un lecho de miles de larvas de mosca que se estaban dando un festín con su carne en descomposición. La idea era que, durante las dos semanas que duraba la exposición, las larvas necrófagas descarnaran por completo al finado hasta convertirlo en una reluciente osamenta blanca, con su silla y su número 3 sobre fondo amarillo. Se suponía que la intención del artista era provocar una reflexión sobre cómo la muerte no perdona a nadie, tampoco a los poderosos ni a los exitosos, y todo ese blablablá.
El Coleccionista no pudo evitar un mohín de desagrado que esperó que ninguno de los asistentes a la exposición hubiera percibido. Era asqueroso, pero también hipnótico. Por lo menos, el pobre animal no había sido sacrificado para componer la obra: había fallecido de muerte natural, y el Coleccionado pudo conseguirlo a buen precio antes de que su antiguo dueño se deshiciera de él por algún procedimiento menos artístico.
Que la muerte no hubiera sido ex profeso para crear la obra no había evitado que, frente a la galería, se hubieran concentrado varios grupos de animalistas para protestar con pancartas y altavoces baratos. Mejor. Así la prensa se había hecho más eco de la exposición, es verdad que no tanto por su calidad, sino por la polémica. A él le daba igual lo que dijeran los periodistas, mientras dijeran algo. Si se hablaba de su Coleccionado y su nombre empezaba a resonar, sería beneficioso para el valor de su obra.
El Coleccionista había hecho su fortuna —que ahora invertía hábilmente en arte—, gracias al negocio de la comunicación y las relaciones públicas, y sabía muy bien que la obra en sí no era ni la mitad de importante que la historia que se contara de ella. Un caballo de carreras muerto devorado sin piedad por una legión de repugnantes gusanos era una buena historia; sin duda, el público londinense se acercaría a verlo, aunque solo fuera por el morbo y para luego poder comentarlo, y odiarlo, mientras cenaban en el Sessions Club o el George Inn.

En realidad, el Coleccionista había adquirido no solo Con lo que yo era, sino la totalidad de la exposición del Coleccionado. Veintisiete obras en total, no todas tan fúnebres ni tampoco tan notorias. El Coleccionado era un joven artista de Bath, recién graduado en Fine Arts por el Goldsmith College. Un tipo provocador y con talento. Al Coleccionista le gustaba, le parecía que podía componer un buen personaje para construir un relato interesante.
Su amiga y crítica de arte, Peggy Clemens, de Frieze Magazine, acababa de abandonar la nave del muelle donde se celebraba la exposición e iba directa a redactar un reportaje laudatorio con ese tipo de perlas que ella deslizaba tan bien: «El nuevo talento británico… triunfo de la provocación… enfant terrible… atentos a su trayectoria…», etc., etc.
Peggy sabía cómo activar el mercado, y él sabía cómo activar a Peggy. No era barato, pero compensaba. Además, ella tenía mano con el jurado del Turner, y una candidatura al premio sería esteroides para la cotización del Coleccionado. Se había gastado más de un millón de libras en financiar y adquirir toda la obra exhibida en Heat, que era el nombre de la exposición, pero si todo iba como debía eso no iba a ser más que calderilla.
Dos años más tarde el Coleccionista había adquirido casi la mitad de la producción del Coleccionado. Además de otras instalaciones —del pobre Forrester solo quedaba un conjunto de huesos que seguían corriendo para la eternidad—, su colección se componía de óleos monumentales, esculturas y otros objetos intervenidos como una colección de pezuñas de cerdo bañadas en oro y revestidas de piedras preciosas y una serie compuesta por 24 penes de machos de diferentes especies animales, conservados en frascos con formol y expuestos en una vitrina victoriana procedente del Museo Booth de Ciencias.
En total, había invertido seis millones de libras en la obra de su protegido, y otro millón más en promocionarlo: reportajes, invitaciones a ferias, premios, influencers, organización de manifestaciones en su contra, a su favor… lo que hiciera falta. Consideró que el mercado ya estaba preparado y que ya había llegado el momento.
El Coleccionado estaba trabajando en una nueva escultura imponente, de tres metros de altura, que había bautizado como El cíclope de los mil ojos. La pieza integraba basura tecnológica con minerales y restos óseos de criaturas de todo tipo. La mole antropomórfica combinaba un Macintosh del 84 y un Datapoint 2200 con móviles y táblets de última generación; y con huesos de vacas, un cuerno de búfalo, pieles de serpientes, conchas marinas y cráneos de gatos. También incorporaba mármol de Carrara —un guiño a Miguel Ángel y a Bernini— y detalles en bronce o terracota china.
La escultura tenía una gran pantalla en la frente y estaba recorrida por infinidad de pantallitas por todo el cuerpo, en las que aparecerían alternándose vídeos de ojos humanos mirando en todas direcciones. Los estaba filmando Phil Mayo, un realizador de videoclips que había trabajado con Wolf Alice.
El Coleccionista —si evitaba hacerse preguntas sobre el origen de los cráneos de gato— podía admitir que el conjunto tenía cierta armonía, aunque no estaba seguro de lo que hubiese pensado el florentino de aquella masa heterogénea de materiales. Probablemente habría opinado que era una montaña de basura, aunque lo cierto es que a él le importaba poco lo que pensara Miguel Ángel: lo que contaba era lo que dijera Peggy Clemens.
—¿Qué te parece? —le preguntó el Coleccionado.
—Bien, bien, interesante.
—¿Bien? ¿Interesante? Es una puta genialidad. YO SOY UN PUTO GENIO. ¿O es que no lees a Peggy Clemens?
—Peggy, sí, sí. Eres un genio.
—… puto.
—… puto genio, sí. Pero vamos a elevar la apuesta. Tres metros es poco, quiero que hagas que la escultura tenga seis metros.
—¿¿Seis metros??
—Y la llamarás solamente El Cíclope. Lo de los mil ojos es una obviedad… demasiado descriptivo. Un cíclope solo tiene un ojo; cuando la gente lo vea, quiero que se confunda con la contradicción de ver cientos de ojos mirando a todas partes. Al público le gusta que le confundan, le apasiona no entender, porque no entender nada les da la oportunidad de interpretar: en eso consiste el arte moderno.

Seis meses después El Cíclope era el lote número 25 de la Contemporary Art Night Auction en Sothebys, y su precio estimado era de setecientas mil libras, el más alto hasta ese momento para una obra del Coleccionado. En la sala de Bond Street había mucha expectación, porque, además de El Cíclope, se subastaban un Ai WeiWei, un Banksy y un Koons temprano.
El Coleccionista había tenido que mover muchos hilos para hacerle un hueco a su protegido en la subasta. No había sido fácil ni barato, pero allí estaba. En la sala reconocía muchos rostros: inversores habituales, representantes, algunos galeristas —incluido el director de Gagosian en Londres— y también algún postor que otro de importantes museos europeos. En la tercera fila estaba Lewis Norton, uno de los inversores más poderosos del mercado británico.
Le saludo con una inclinación de cabeza casi imperceptible, que él le devolvió cortésmente. En la sexta, estaba lady Phillis Fitzhalan-Fraser, célebre por sus cuantiosas inversiones en arte y en casi cualquier otra cosa, siempre que fuera inútil. El Coleccionista le saludó con otra inclinación de cabeza, igual de imperceptible, que ella también le devolvió.
La noche no estaba muy animada, quizá debido a la incertidumbre que provocaba en los inversores la creciente tensión internacional. Había que tener cuidado a la hora de invertir en arte como refugio. Pero todo cambió cuando el subastador ofreció a la sala el lote 25, El Cíclope, del Coleccionado. En segundos alcanzó el millón de libras, que era mucho más de lo que el martillero Mike Datson hubiera esperado.
—Un millón a la una… ¿Alguien da un millón cien?… Un millón a las dos…
Lady Phillis levantó su paleta.
—¿Un millón doscientos?
Lewis Norton levantó la suya.
—Un millón trescientos… un millón seiscientos… dos millones… ¿Alguien da más? Dos millones y medio, tres, cuatro, cinco… Phillis, Norton, Phillis, Norton, Phillis…
Cuando la puja alcanzó los diez millones de libras, Lewis Norton pareció titubear.
—Diez millones a la una… a las dos… a las tres. Adjudicado a lady Phillis Fitzhalan-Fraser en diez millones de libras. Siguiente lote, número 26…
Lady Phillis miró al Coleccionista y le dedicó una leve inclinación de cabeza. Lewis Norton hizo lo mismo. El Coleccionista se limitó a sonreír satisfecho. Ahora debía transferirle a lady Phillis los diez millones, más la prima, para que ella, a su vez, se los pagara puntualmente a Sotheby’s. A continuación, Sotheby’s le pagaría a él como propietario de la obra los diez millones, menos la comisión del vendedor.
Había maneras de camuflar la operación; cuando tienes múltiples inversiones y muchos amigos siempre hay forma. Y ya estaba hecho. Bum. En un instante —el mismo en el que el martillo golpeó la mesa—, toda la obra del Coleccionado en propiedad del Coleccionista multiplicó su valor en la proporción de esta última venta bendecida por Sotheby’s. El Coleccionista y su sonrisa satisfecha abandonaron la sala cuando el subastador anunciaba a la sala el lote 27, y mientras recorría el pasillo iba pensando:
—¿Quién es el puto genio ahora?

En los dos años siguientes el Coleccionista vendió casi toda la obra del Coleccionado por quince veces lo que había pagado. Cuando Peggy Clemens le preguntó por su repentino desinterés por su antiguo artista fetiche, se limitó a responder que él era un inversor, y que su negocio consistía en comprar y vender, para volver a comprar otras cosas.
El Coleccionado era un gran artista, y su cotización seguía al alza, pero ahora tocaba pasar página. De hecho, ya estaba empezando a invertir en la obra de una joven rebelde de origen anglotanzano, que —estaba convencido— iba a deslumbrar al mundo. Tenía que presentarle a su nueva Coleccionada, estaba seguro de que le iba a encantar.
El Coleccionado se bajó de su Aston Martin rosa tachonado de brillantes en la puerta de la casa del Coleccionista, en Kensington, y llamó al timbre.
—Me has utilizado.
—Te he hecho famoso y millonario.
—Soy un artista, un genio; no te necesitaba para nada. Lo habría conseguido sin ti.
—Eres un genio porque Peggy Clemens dice que eres un genio, y yo le digo a Peggy Clemens lo que tiene que decir. Los dos nos hemos utilizado el uno al otro y ha salido bien, dejémoslo ahí. ¿Te apetece un scotch?
El Coleccionado se dio la vuelta, subió de nuevo a su Aston Martin rosa y se largó derrapando y hecho una furia. El Coleccionista se encogió de hombros y se tomó el scotch solo, pensando que mejor así que mal acompañado. Y nunca más se volvieron a hablar. El arte tiene estas cosas, que nadie sabe quién colecciona qué, ni quién colecciona a quién.
Carlos Sanz de Andino es presidente creativo de Darwin & Verne.