Mi hijo tiene 3 años y no tiene colegio. Solicité cuatro centros del barrio y ninguno lo ha aceptado. Hoy se abre el periodo de matriculación, y nosotros no tenemos dónde. Hay muchos niños más sin escuela en Madrid. Según CCOO, en esta ciudad, hay 16.000 solicitudes sin atender de menores de varias edades.
La pesadilla empezó en las jornadas de puertas abiertas de los colegios. Aquellas sesiones ya auguraban un final poco feliz viendo la cantidad de padres y madres que acudíamos para tan pocas plazas. Lo que vino después fue un periplo de lista en lista, de reclamaciones en el registro, de mails sin contestar, de teléfonos apagados y de asépticos SMS de la Comunidad de Madrid comunicando la mala noticia (de estos colecciono cuatro): NO ADMITIDO. Consulte Centro/Portal Escolar.
Nunca antes un mensaje había causado tanta angustia. Escribo esto en mi segunda visita al SAE. Para los que tengan la suerte de no saber lo que significan estas siglas, aclaro: es el Servicio de Ayuda a la Escolarización. En Madrid hay seis y cada uno de ellos agrupa varios distritos. Ellos escolarizan. En esta fase del proceso, en la que ya se han repartido las plazas que había, acudimos a él los excluidos del sistema educativo. Y aquí estamos. Esperando. Escolarizar es sinónimo de esperar. Al menos, en Madrid.
He llegado a las nueve de la mañana. Dos horas y media después, me pregunto qué coño hago aquí. Una tía borde trata de gestionar la frustración de todos, pero nadie levanta la voz, ni siquiera parecen enfadados. Yo tengo ganas de llorar todo el rato y no entiendo por qué el resto no llora conmigo. Que no tenemos colegio, oiga, que no tenemos. ¿Cómo nos resignamos así de rápido?
El sistema, el sistema, el sistema es así… Y lo aceptamos. Estar aquí me deprime porque conlleva unas dosis de aceptación muy grandes: el sistema no funciona, pero es así. Asúmelo. El sistema lo hacen y lo hacemos todos. Y si lo aceptamos así tal cual, agrandamos la dosis de mierda sobre la que remamos. Entre esa mierda flotan ahora los derechos de los niños a recibir una educación pública y gratuita.
El corrector escribe ‘desecho’ en lugar de ‘derecho’, es curioso. Hay un senegalés que le ha dado por regular espontáneamente a los que estamos esperando. El tío sonríe y todo. Me pregunta qué número tengo y le digo que el 65. Me dice que me ponga en la puerta, que me toca ya. Le digo que gracias pero que prefiero esperar sentada, que la máquina nos va diciendo cuándo pasar.
Él tiene el 81 y está ahí de pie sin moverse. Creo que hasta me da rabia que sonría. Esto es cansado. Para entretenerme cuento cuántos niños de tres años siguen sin plaza en los barrios que gestiona este SAE. Somos unos 258. Las listas me bailan. Tengo que poner la mano en la pared y volver a contar. Sí, esos, más o menos.
¿Cuántos más habrá en Madrid? Las listas de NO ADMITIDOS crecen en la pared. Luego vienen las de los niños de cuatro, de cinco. ¿Qué piensan hacer? ¿Hay un plan B preparado? ¿Y si recluimos de nuevo a las mujeres en casa? Podrían cuidar de sus hijos, el Estado no tendría que invertir en educación infantil y hasta se reduciría el paro porque los hombres sin empleo ocuparían los puestos de las madres trabajadoras. El sistema es así, qué se le va a hacer.
Tengo la sensación de que el banco en el que me siento después de hacer el recuento está flotando. Noto los pies mojados. Los muevo y chapoteo en la ciénaga del sistema educativo. Vamos hacia atrás, vamos hacia atrás, vamos hacia atrás. Y yo he perdido los remos.
Una mujer con el número 73, que se ha colocado al lado del senegalés, me ha gritado: «¡Señora, que le toca!». El senegalés ya no sonríe, tiene la mirada perdida hacia el fondo de la sala. Camino hacia la funcionaria a la que han dejado allí sola. Le sobra mostrador por todas partes. Me saca un mapa de mi barrio y empieza a hablar, y yo ya no escucho nada, nada, nada. Sólo oigo: vuelva Usted aquí el 1 de julio… Y pienso: no hemos avanzado nada.
Salgo de allí, cojo aire, y marco un número. «Hola, ¿les quedan plazas?». Empiezo a vislumbrar una salida. La escuela privada. Una fuga. Yo, aún, puedo escaparme. No sé si por mucho tiempo. Me trago mis principios. Y mientras los digiero en alguna parte del cerebro, pienso en el resto de padres que he dejado allí agarrados a su número.
La mayoría no pueden escaparse. Seguirán esperando. Al otro lado del teléfono, una mujer de voz modulada, me busca hueco en su agenda porque además de una entrevista con los padres, quiere hacer unas pruebas al niño. Indirectamente me pregunta a qué nos dedicamos.
Cruzo la calle y el agua me llega a las rodillas. De aquí a septiembre probablemente ya me haya ahogado. Y como yo, miles de padres que ahora chapoteamos, sin gritar, entre los detritus del sistema.