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Mi pequeño esclavo virtual

Ha sido duro, pero ya ha terminado. El puñetero 21 de octubre de 2015 ya ha pasado. A nadie le importaba ese día hasta que todos tus amigos y amigas —suponiendo que hayan nacido entre, digamos, 1972 y 1982— decidieron que había que celebrar el día en el que Marty McFly, el protagonista de Regreso al Futuro, llega al ídem.
Que Regreso al Futuro es la mejor película de la historia es algo que no admite discusión. Que Marty McFly es el joven al que todos nos queríamos parecer es un hecho que carece de argumentos en contra. Pero que tus amigos y los míos son más brasas que Hermann Tertsch las madrugadas de los sábados en el Tony 2, lo sabe hasta el que asó la manteca.
El caso es que, y a esto es a lo que vamos, ya estamos en el futuro. ¿Y qué demonios esperaba uno del futuro? Primero, que la ciencia hubiera encontrado una cura para la resaca y, segundo, que no tuviéramos que trabajar más. El pasado domingo terminé con las reservas de ibuprofeno a este lado del río Manzanares y mañana madrugo como un pringado, así que algo estamos haciendo mal. Algo, pero no todo. Porque tenemos dispositivos móviles y tenemos apps. Y además de para tomar selfis y grabar relaciones sexuales, hemos conseguido que los smartphones nos ahorren trabajo y esfuerzo.
Si bien queda aún algo lejos eso de que el teléfono se ponga a encalar la fachada del apartamento de la costa, lo cierto es que se ha convertido en la herramienta para aliviar a los flojos de espíritu como el que suscribe.

Esta es la secuencia de los hechos transcurridos el pasado 19 de octubre. Andaba un servidor tumbado de medio lado en calzones en el sofá a la hora de la cena. Los calzones, agujereados. El estómago, también.  Por eso, decidí que era la hora de llamar a mi restaurante tailandés favorito. Por qué dicho restaurante no sirve comida a domicilio los lunes a pesar de estar abierto es algo que tendremos que debatir algún día. Sin embargo, para lo que estamos aquí es para conocer la revelación cósmica que sufrí en ese mismo instante.
Imagino que no fue una aparición del mismísimo Dios, porque yo no vi a Leo Messi por ningun lado, pero repasaba mi timeline de Facebook llorando del hambre, cuando se mostró ante mí un anuncio de una app móvil de la que no había oído hablar en mi vida: Glovo.
Glovo es una idea desarrollada en Barcelona que, básicamente, pone a un fulano a tu disposición para que te haga un recado, si no puedes o no quieres levantar el trasero de donde lo tienes posado. Y gracias a eso aún no he fenecido por inanición.
La historia continúa así. Instalé la app y solicité el servicio. Introduje mi pedido, el restaurante que preparaba la comida y mi dirección además del número de tarjeta de crédito. En menos de cinco minutos, el recadero asignado —que recibe el nombre de Glover—, me llamó para confirmarme que había llamado al restaurante para pedir la comida y que pasaría a por ella. En algo menos de 45 minutos, el Glover llamaba al portero automático, subía a casa y entregaba el pedido.
El cobro se realizaba a través de su smartphone, donde al precio de la mercancía que se había solicitado, se sumaron 5,50€ en concepto de gestión. En caso de que el pedido se entregase en más direcciones, se añadirían 2,75€ por destino adicional. La localización del Glover se puede seguir en todo momento a través de la aplicación.
La aplicación, que de momento es solo utilizable en Madrid y Barcelona, asemeja su filosofía a otras como Uber. Un particular asume el rol de recadero y mensajero autónomo, sin vinculación contractual con Glovo, y cobra por tarea realizada. Solo necesita disponer de coche, motocicleta o bici, un smartphone iPhone o Android y «una sonrisa de oreja a oreja», como reza la página web de la app.
Glovo afirma que sus Glovers pueden transportar objetos y mercancías «con tamaños y pesos que podría llevar un persona diariamente». Bolsas del supermercado, sí. Un carrito de la compra, también. O un ramo de flores, o el cargador del móvil que has olvidado en la oficina o las cenizas de tu perro Paco, antes de celebrar un responso por su alma perruna en la casa de campo. Si Paco está vivo, no pueden llevarlo. Nada de animales vivos. Nada de comprar droga en Las Barranquillas o hacer que te lleven a caballito en romería hasta el templo de Jesús de Medinaceli.
Glovo, al igual que otras plataformas como Etece o YoVoy, se ha convertido en una propuesta que trata de conectar a personas con necesidades complementarias. De eso trata todo esto: de segmentar a los usuarios según sus necesidades y de ponerlos en contacto con una fuerza laboral que pueda dedicar su tiempo a ello.
El éxito o el fracaso de Glovo dependerá de muchas cosas, pero, al menos, no han sido pioneros en ofrecer servicios colaborativos que ya ofertaban empresas y profesionales algo más tradicionales. Haber llegado después de, por ejemplo, Uber o de AirBnB les permitirá despachar con algo más de solvencia los quebraderos de cabeza que tuvieron esas otras empresas: pago de impuestos, competencia desleal o presiones por parte de lobbies establecidos.
Después de todas esas guerras quedará la más cruda: que los usuarios decidan usarla y que los Glovers decidan que los poco más de diez euros por hora que se pueden llegar a cobrar sean suficientes. Con un salario que no anda muy por encima de la precariedad, en Glovo deberían plantearse que sería una pena que por ese motivo se fuera a pique una idea que parece muy útil para los usuarios.

Por David García

David García es periodista y dedica su tiempo a escribir cosas, contar cosas y pensar en cosas para todos los proyectos de Brands and Roses (empresa de contenidos que edita Yorokobu y mil proyectos más).

Es redactor jefe en la revista de interiorismo C-Top que Brands and Roses hace para Cosentino, escribe en Yorokobu, Ling, trabajó en un videoclub en los 90, que es una cosa que curte mucho, y suele echar de menos el mar en las tardes de invierno.

También contó cosas en Antes de que Sea Tarde (Cadena SER); enseñó a las familias la única fe verdadera que existe (la del rock) en su cosa llamada Top of the Class y otro tipo de cosas que, podríamos decir, le convierten en cosista.

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