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El miedo es libre, pero no liberador

Papá no creía en Dios. O eso decía. No iba a misa. No era amigo de curas. No practicaba. Y sin embargo, cuando enfermó tan gravemente que su cuerpo quedó hemipléjico y veía próxima su muerte, estando tumbado en la cama del hospital, se volvió hacia mí y me dijo: «Hija, ¿cómo era la Salve?» Después de muchos, muchísimos años, mi padre volvió a rezar. Y los dos sentimos lo mismo, en el mismo instante y con la misma intensidad: miedo.
El miedo a morir hizo que mi padre volviera los ojos hacia el Dios que tantas veces había rechazado. El miedo a que muriera y no poder evitarlo me sumergió a mí entre mis recuerdos de colegio de monjas para recuperar los versos, vacíos de tanto ser recitados sin corazón y sin razón, de una oración a la Virgen: «Dios te salve, Reina y Madre de misericordia. Vida, dulzura y esperanza nuestra. Dios te salve…». Pero no sirvió de nada. Él se fue en silencio. Yo he vuelto a olvidar cómo se rezaba la Salve. Y el miedo se escondió de nuevo detrás de un manido «la vida continúa».
El miedo, dice el diccionario, es la «perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario» o el «recelo o aprensión que alguien tiene de que le suceda algo contrario a lo que desea».
Imaginario es el Coco que nos atemorizada siendo niños. O el hombre del saco. O Drácula y su legión de vampiros. ¡Qué entrañables miedos! Nos hacen sonreír cuando nos recordamos angustiados en la cama, entre la oscuridad que venía del pasillo, creyendo oír su malévola respiración debajo de nuestra cama. La edad nos hace superarlos. Pero queda en nosotros tan profundo su arañazo que se los transmitimos a nuestros hijos, amenazándoles con su presencia si se portan mal. Recurrimos a esas quimeras conscientes del inmenso poder aterrador del Coco y del Hombre del saco y de Drácula y su legión de vampiros. Y así, por tradición, aprendemos también a inculcar temor.
El miedo, dice la Biología, es un mecanismo de supervivencia y de defensa para permitirnos seguir vivos en un mundo amenazador, en un mundo peligroso. Y cuando se hace extremo, al miedo se le llama terror.
No sé si es extremo o no, pero jamás sentí tanto miedo como cuando miraba a mi hija desde la cristalera que me separaba de ella en un pasillo de la sección de Neonatos del hospital. No saber si se moría, no saber qué le pasaba. Y sentir el terror mordiéndome en las tripas ante la mínima posibilidad de que ella, siendo apenas un bebé de días, pudiera sentir miedo al frío fuera de mi vientre, a no oír mi voz, a no notar mi piel, y no estar allí para calmarla. Terror a su miedo. Otra vez la oscuridad como único espacio. La negrura del ‘no saber’ rodeándome de nuevo en una habitación, como hiciera la penumbra de mi cuarto cuando era niña. Perturbación angustiosa de mi ánimo.
El miedo puede ser algo emocionante, algo estimulante también. Vivir sin miedo tampoco te hace feliz. Eso parecía sentir el Juan Sin Miedo del cuento, siempre buscando el susto, siempre vagando en busca de lo que le hiciera sentir temor. Porque el miedo debe ser eso: el contraste de la vida, lo que te recuerda continuamente que sigues existiendo.
Quizá por eso gustan las películas de ese género. Pasar angustia sentado en una butaca sabiéndote a salvo, al fin y al cabo. La seguridad de que todo es fantasía y que cuando acabe la película el Coco se habrá ido. Ya no estará a nuestro lado, ya no sentiremos su pestilente aliento en el cuello. Las luces se encenderán y todo habrá acabado. Sonreiremos. Porque hemos aguantado sin pestañear la visión de la pesadilla de otros.
¡Qué ingenuos somos! La amenaza de vivir asustados sigue ahí fuera. Te habla desde la tele, desde el periódico, desde las colas del paro. Somos víctimas del miedo. Y vivimos atados de pies y manos ante esa amenaza continua que nos dibujan desde fuera. Miedo a perder el trabajo. Miedo a perder tu casa. Miedo al desorden social. Miedo a los que amenazan con llegar , miedo a los que vienen de fuera, miedo a emigrar, miedo a perder, miedo a enfermar, miedo a no saber curar, miedo…
No, no es divertido el miedo. Es irracional, no tiene lógica. ¿Por qué temer a los perros, si jamás te han atacado? ¿O a las arañas, si basta un manotazo para aplastarlas? No hay explicación. Se tiene y punto. Nos ayuda a sobrevivir. Nos mantiene alerta. Nos inmoviliza también.
El miedo es libre, nos gusta decir. Sí, quizá sea así. Pero no nos libera.
 

Por Mariángeles García

Mariángeles García se licenció en Filología Hispánica hace una pila de años, pero jamás osaría llamarse filóloga. Ahora se dedica a escribir cosillas en Yorokobu, Ling y otros proyectos de Yorokobu Plus porque, como el sueldo no le da para un lifting, la única manera de rejuvenecer es sentir curiosidad por el mundo que nos rodea. Por supuesto, tampoco se atreve a llamarse periodista.

Y no se le está dando muy mal porque en 2018 obtuvo el Premio Nacional de Periodismo Miguel Delibes, otorgado por la Asociación de Prensa de Valladolid, por su serie Relatos ortográficos, que se publica mensualmente en la edición impresa y online de Yorokobu.

A sus dos criaturas con piernas, se ha unido otra con forma de libro: Relatos ortográficos. Cómo echarle cuento a la norma lingüística, publicada por Pie de Página y que ha presentado en Los muchos libros (Cadena Ser) y Un idioma sin fronteras (RNE), entre otras muchas emisoras locales y diarios, para orgullo de su mamá.

Además de los Relatos, es autora de Conversaciones ortográficas, Y tú más, El origen de los dichos y Palabras con mucho cuento, todas ellas series publicadas en la edición online de Yorokobu. Su última turra en esta santa casa es Traductor simultáneo, un diccionario de palabros y expresiones de la generación Z para boomers como ella.

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