Hace un tiempo quedé con un amigo en un día de lluvia. Lo que era una conversación acabó derivando, según mi parecer, en un soporífero monólogo: «Desbloqueo el teléfono, abro WhatsApp y ahí está. ¿Debería mandar ese mensaje? Claro, no es fácil, pues, en el fondo, llevamos sin hablar meses; va a pensar que si escribo ahora es por alguna intención, y no la hay… O sí. ¿Y si, en el fondo, todo esto es una estrategia de mi subconsciente para volver a hablar? Es que hasta que no pulse el botón de enviar no voy a saber si […]».
Tras 25 minutos de monólogo, decidí frenar aquella conversación. «No te rayes», le dije en un tono completamente imperturbable. ¿Un poco torpe? Rotundamente sí.
El autobús suele tardar bastante cuando llueve; no termino de encontrar la relación de causalidad entre ambos fenómenos. Ese retardo puede ser un auténtico martirio si acabas de cortar una conversación bastante encarnada con un «no te rayes» y tu conciencia empieza a dar señales de que existe. «Deberías no ser tan gilipollas». La voz de la cabeza muchas veces parece no tener una voz de la cabeza.
Siempre me he considerado una persona muy determinista, desde pequeño he buscado conocer la razón de ser de las cosas. Me atormentan los porqués irresueltos, por esta razón desde siempre he creído que todo tiene un sentido, pero no necesariamente un aprendizaje. En cierto modo me opongo al libre albedrío, nos ha hecho creer tener el control del mismo tiempo y precisamente el tiempo ha demostrado que no tenemos el control de nada. Pero eso es otro asunto.
Volviendo a la historia del sermón de mi amigo. En el momento en el que me subí al autobús, no le encontraba sentido ni a la demora con la que este llegaba los días de lluvia ni al irritante proceso mental de mi compañero. De hecho, este último es tan molesto que los relamidos anglosajones ya acuñaron un término para referirse a él: overthink (torpemente traducido al español sería: sobrepensar).
Desde hace mucho tiempo he estado analizando este fenómeno y no le he encontrado razón de ser, ¿qué clase de respuesta evolutiva genera malestar en un animal a raíz de su propio pensamiento? No me imagino a un delfín sobrepensando en torno a nada, ni a un primate o a un elefante. Tal vez sea la cara B del raciocinio. Puede que todo sea fruto de un exceso de conocimiento o de una pulsión inherente al ser humano de tratar de ver más allá. Quizás en ese intento por conocer verdades absolutas entremos en remolinos o bucles, como si de giros derviches se trataran.
Normalmente, cuando llego a este nivel de reflexión, comienzan a surgirme preguntas que escapan de mi control: «Puede que sea un absurdo pensar en que todo tiene una razón de ser, un uso o un mensaje. Pero si algo me parece enormemente ridículo es creer que tenemos la total capacidad de decisión sobre nuestro destino. ¿Acaso tengo yo el control de que mi autobús llegue tarde los días de lluvia? Si ni siquiera controlo eso, cómo voy a controlar nada», pensaba, mientras que la marcha del autobús se veía irritantemente interrumpida por los continuos atascos y semáforos en rojo.
Aquel día, tras escuchar el soporífero discurso de mi amigo, aguantar el retraso del autobús y la repentina aparición de la voz de mi conciencia, me sorprendí a mí mismo debatiéndome durante el infinito trayecto si enviarle un mensaje de disculpa a mi compañero. «Creo que debería haber respondido de otra forma, puede que deba escribirle… Tal vez él no le haya dado la misma importancia, pero y si sí, sería un amigo pésimo […]». Torpemente estaba siguiendo los mismos pasos que él, solo faltaba que el conductor me dijera «no te rayes» para que el ciclo continuase eternamente.
Pulsé el botón de enviar mientras salía del vehículo. «¿Cuántas ridículas decisiones habré sobrepensado más tiempo de lo que dura un trayecto de bus en un día lluvioso?». Con las manos en los bolsillos y la sensación de haber topado con la respuesta al mayor enigma jamás planteado, emprendí el camino a casa. Fue así como entendí el porqué de la tardanza de los autobuses los días lluviosos.