Llegó corriendo. Literalmente corriendo. Como si quisiera que su carrera fuera más rápida que el tiempo. “¿Llego tarde?”, pregunta. “No. Son las 5. Justo la hora acordada”. Respira. Miki Guadamur no puede saber la hora porque no lleva reloj. No le interesan las máquinas. Tampoco los vehículos de motor. Cerró la puerta de casa una hora antes y echó a correr por Ciudad de México, sin descanso, hasta llegar puntual a la entrevista. Lo hace siempre. El siglo XXI está saturado de tubos de escape. “Las ciudades están diseñadas para los coches. Solo les falta tener un sistema nervioso propio”, se queja. “En un mundo diseñado para carros no importan los sentimientos”.
A este ilustrador, músico y escritor no le gusta el presente del mundo. En sus dibujos, sus canciones y sus novelas explica el porqué. La sociedad de consumo ha engullido todo. Ha convertido cualquier forma de expresión, e incluso cualquier contracultura, en soldados de su ejército.
“El capitalismo no es sino una sofisticación humana derivada o degenerada a partir de la ley de la selva, común a todos los seres vivos terrestres”, escribe en su libro Jumentud en éxtasis. Es la “imposición del más fuerte” y esa fuerza constituye “la piedra angular de las diferentes modalidades de organización económica adoptadas por sociedades de todos los lugares y tiempos”.
El humano es, para Guadamur, “un ser destructivo y no podía sino haber seleccionado una administración idéntica para sus sociedades”. La democracia es “esa reluciente y dorada corona, esa fina pieza ornamental del sistema capitalista, parte toral de las mentiras de raigambre humanística y cristiana, producto, en el fondo, de ese mismo instinto destructivo”.
El presente es ese lugar que echó la magia a los tiburones. “Todo es comercial”, dice el mexicano. “De ahí vienen las depresiones y el aburrimiento. Esa es la lucha. Salir de ahí. Yo lo hago dibujando muñecos”.
Guadamur entiende el mundo como un espacio partido en dos, donde una zanja aleja, irreconciliablemente, la fantasía de la realidad. Este último paraje es una imposición, una especie de escenario obligatorio pringado de mugre emocional, que no le interesa en absoluto. Lo que busca en el dibujo es esa vida paralela que nada tiene que ver con lo que le rodea. Ha pasado mucho tiempo desde la civilización griega y desde aquel tiempo en el que “los cánones establecían que lo más bello era lo que mejor copiaba la realidad”. Pero eso no aporta nada, dice. “Para ver el mundo real, me asomo a la ventana”.
El mundo que le importa está dibujado en caricatura. Ese que mostraban los cómics de trazo humano. “Antes, las limitaciones técnicas hacían surgir cosas memorables. Ahora puedes ver hasta el último detalle en las representaciones gráficas”, se lamenta. “Hoy presumen de que hay pantallas que dejan ver con más nitidez y detalle que la vida misma. Nos fijamos tanto en la calidad de la imagen que olvidamos la historia. ¿Dónde está la diversión de eso? Retratar las cosas como son es muy aburrido. La vida cotidiana es mortalmente tediosa. La realidad así es muy fea. No quiero realismo en las aventuras de superhéroes. Yo quiero evadirme. Ya sufro la realidad tangible. ¿Por qué voy a buscar una repetición?”.
Dibujar es su punto de fuga. “Cualquier artista gráfico sabe que al pintar estás accediendo a otra parte de la realidad: la realidad sutil”, dice Guadamur, “y creo percibir que está llena de personajes de Looney Tunes”. Las religiones se inventaron, milenios atrás, para hablar de ese lugar sutil. Esa especie de esperanza y salvación que alivia la aspereza de la tierra. Pero ya no lo hacen y, por eso, la industria del entretenimiento está llenando esos vacíos abismales que las iglesias ya no saben llenar. “Es el mismo fin que perseguimos los que nos dedicamos al arte”, indica. “La función del artista es igual que la del chamán”.
El mexicano se siente asfixiado por la cultura consumista y busca alivio ridiculizando a “ciertos personajes y actitudes que promueven la mentalidad de consumir constantemente”. Guadamur se pregunta “adónde van los dueños del mundo” y le ponen los pelos de punta los “orfebres del dibujo que perpetúan sus valores”. Algo así como un amo despiadado y su milicia de lápiz y Photoshop.
Este orden del mundo rechina los dientes del artista y dice: “No me basta con poner un espejo para que se vean. Tengo que subrayar ciertas cosas”. Entonces dibuja entidades que aterrorizarían a cualquier personaje salido de la meca del entretenimiento planetario. “La cuestión fantástica está erradicada”, apunta. “Pixar es ultrapuritana. En todas sus historias siempre se tienen que ayudar unos a otros y todo es demasiado evangelizador. Quieren reblandecer a los chavos. En los videojuegos, si te matan, no pasa nada. Tienes vidas infinitas. La realidad no es así. Y en todos sus productos hasta el malo no es tan malo. ¿Para qué? Para hacerte un blando y un débil. Antes no era así. En 1939 Batman sí mataba. Mataron a sus padres y él se dedicó a matar a sus enemigos”.
Guadamur repite a menudo que tiene miedo. Temor a un mundo de pensamiento único. Pavor a la domesticación del arte. “Me asusta que todas las películas tengan la misma lógica. Ya no hay un contrapeso de Hollywood. Los films indies replican sus modelos. Quieren repetir lo que ven en los medios. Están bien adoctrinados. Ese es el verdadero comunismo. El Politburó ha ganado”.
En medio de lo que él siente como una dictadura ideológica hay un túnel de salida. Está en aquello que hace cada uno y carga, a su espalda, una bombona de responsabilidad. “Los artistas somos alquimistas y nuestro trabajo influye en la vida de otros”, afirma. “Mucha gente va a ver lo que pintamos y eso le va a afectar. Tenemos en nuestras manos la responsabilidad de modelar el mundo”.
Guadamur lo dice con solemnidad y con los modales templados de los que tanto se asombra un español. No ha blasfemado una sola vez en cuatro horas de conversación. Un ‘español de bien’, para contar lo mismo, hubiese hecho arder la habitación con la dinamita vituperante de sus palabras. Una maldición que arrastra esta cultura en su lenguaje desde largo tiempo atrás y que Luis Buñuel describió así en Mi último suspiro (1982):
“El idioma español es, ciertamente, el más blasfematorio del mundo. A diferencia de otros idiomas, en los que juramentos y blasfemias son, por regla general breves y separados, la blasfemia española asume fácilmente la forma de un largo discurso en el que tremendas obscenidades, relacionadas principalmente con Dios, Cristo, el Espíritu Santo, la Virgen y los Santos Apóstoles, sin olvidar al Papa, pueden encadenarse y formar frases escatológicas e impresionantes. La blasfemia es un arte español. En México, por ejemplo, donde, sin embargo, la cultura española se halla presente desde hace cuatro siglos, nunca he oído blasfemar convenientemente. En España, una buena blasfemia puede ocupar dos o tres líneas. Cuando las circunstancias lo exigen, puede, incluso, convertirse en una letanía al revés”.
El artista mexicano cumple al dictado con lo que escribió Buñuel. No hay rastro de execración en sus palabras. Sin embargo, cuando quiere ser incendiario, en su estilo, también lo es. Miki Guadamur suelta la llamarada en su libro Jumentud en éxtasis, para malestar de la moral tontolina de Hollywood:
“Yo, como la Iglesia católica, no estoy aquí para salvarlos. Estoy aquí para hacerlos sentir culpables”.