España es un país construido y mantenido por curritos, por gente honrada, por perdedores; un país esquilmado y saboteado por reyes, políticos y potentados. La Historia ofrece numerosos ejemplos y El Ministerio del Tiempo se encarga de recordarlo capítulo tras capítulo. Solo por esto, la serie creada por Javier y Pablo Olivares debería ser considerada patrimonio nacional (con el beneplácito de las autoridades competentes).
El Ministerio del Tiempo prueba que «los artistas mienten para decir la verdad», según el Guy Fawkes de V de Vendetta, otro perdedor.
Las mentiras son los túneles para viajar por el tiempo, los encuentros con personajes históricos e incluso legendarios; la verdad son los hechos históricos —a veces, injustos— que Amelia Folch enseña a sus compañeros (y recuerda al público).
Por El Ministerio del Tiempo han pasado figuras históricas acusadas injustamente por reyes y gobernantes y humilladas por el pueblo al que debían salvar. La serie nos recuerda así la extraña costumbre española de abrazar libremente a sus tiranos y de despreciar a sus héroes.
El primer capítulo de El Ministerio del Tiempo es una declaración de intenciones. Recordemos que la primera secuencia de una película o serie contiene a menudo la ideología o el concepto de la propuesta.
En la primera secuencia de escenas de la serie, Alonso Entrerríos sigue órdenes —como cualquier currito— y entra en batalla con sus hombres contra un ejército más numeroso y preparado. El superior de Entrerríos que dio la orden acusa a nuestro héroe de ordenar la entrada en batalla y lo condena a la horca. La secuencia nos remite a nuestra realidad: en España, los que mandan —políticos, banqueros, empresarios— NUNCA cometen errores. (Así ha calado, por ejemplo, la mentira de que la crisis es culpa de los curritos, los de abajo).
La secuencia de escenas de Alonso Entrerríos que comprende la batalla, la acusación y el encarcelamiento injusto es la tesis de El Ministerio del Tiempo: España es un país construido y mantenido por perdedores con ética y valor.
Ocurre en el capítulo en el que la patrulla del tiempo salva de la muerte a Juan Martín Díez, el Empecinado, para que continúe la guerra de guerrillas contra los franceses. Cuando la misión concluye, Alonso Entrerríos dice refiriéndose al Empecinado que «echó a los franceses, su rey estará orgulloso de él». Amelia replica que «su rey lo mandó ejecutar; a él y a otros que lucharon por España». Entonces, Entrerríos recuerda el Cantar del Mío Cid: «Dios, qué buen vasallo si hubiera buen señor».
La frase que recuerda Entrerríos es antigua, pero el concepto permanece y podría reinterpretarse a nuestros tiempos: «qué buen ciudadano si hubiera buen gobernante». Aquí está, la segunda parte de la tesis de El Ministerio del Tiempo: los españolitos hemos tenido y tenemos gobernantes indeseables (corruptos, mediocres, crueles).
Justo el Cid abre el primer capítulo de la segunda temporada. Poco importa a la Historia que El Ministerio del Tiempo cambie a un Cid por otro: los hechos históricos permanecen inalterables. Aquí lo que importa es la idea que transmite: el sentido del deber, del sacrificio y el compañerismo. Para ello, la ficción reúne al semilegendario Cid, el histórico Ambrosio Spínola y el ficticio Alonso Entrerríos. Tres guerreros, tres hombres más atentos a los suyos que a sí mismos, tres perdedores. Los tres, humillados por sus reyes. El Cid, desterrado dos veces por Alfonso VI. Spínola, arruinado por pagar a sus soldados mientras Felipe IV se desentiendía y el conde-duque de Olivares colocaba a familia, amigos y conocidos en puestos en la administración. Ayer, como hoy.
El deber y el sacrificio también están en el momento en el que Julián toma el petate y desaparece por una de las puertas del Ministerio. Aunque quiere partir de cero, podría, como otros, refugiarse en sí mismo; sin embargo, se ofrece a los demás. Y sabemos que irá a un lugar donde las cosas no son fáciles.
Del episodio de El Cid sacamos como conclusión que realmente no luchamos (cada uno en lo suyo) por la gloria ni por el dinero ni para mantener en sus puestos a los políticos y los potentados. Luchamos por la gente que conocemos y amamos: por la pareja, los hijos, los padres, los hermanos, los amigos… Incluso luchamos por personas desconocidas. (Solidaridad, lo llaman). Si perdemos, queremos tener la conciencia tranquila.