«Se empieza con Mortadelo, se sigue con Verne,
Dumas o Scott y se termina con Kafka. Yo creo que la cosa va por ahí».
Francisco Ibáñez
Parte I. Su historia
Es probable que cuando Francisco Ibáñez llegó en 1958 a la Editorial Bruguera con sus ilustraciones bajo el brazo ya no tuviera pelo. El asunto de la calvicie siempre ha estado muy presente en la obra del maestro, tanto en sus personajes como en las recurrentes caricaturas de sí mismo con las que se parodia en algunas de sus historias. De modo que, desde siempre, así lo recuerdan (recordamos) sus seguidores: calvo como una pelota de playa. Contaba solo con 22 años cuando llamó a la puerta de la editorial, pero en el imaginario de sus fans, Ibáñez ya era entonces calvo. Sin duda.
Traía el dibujante un proyecto que consistía en tiras cómicas en blanco y negro de dos detectives bastante torpes. No tenía claro el nombre, así que Ibáñez le comentó al editor que barajaba tres posibilidades: ‘Mr. Cloro y Mr. Yesca, agencia detectivesca’; ‘Ocarino y Pernales, agentes especiales’ y ‘Lentejo y Fideíno, detectives finos’. Al editor le gustaron las historias en una proporción inversa a los nombres, así que decidió inventar unos nuevos: Mortadelo y Filemón, agencia de información.
Nacían así, sin demasiada fanfarria, dos personajes que ya son historia moderna de España. No es una exageración. O sí, pero no importa.
Las primeras andanzas de Mortadelo y Filemón, agencia de información fueron publicadas en la revista infantil Pulgarcito, de Editorial Bruguera. En concreto –dato para fans-, la primera aventura de la historia de Mortadelo y Filemón se publicó el 20 de enero de 1958, en el número 1.394 de Pulgarcito. Su éxito, desde ese momento, fue progresivo y durante los diez años que duró la publicación, las ventas de la revista no dejaron de aumentar.
En aquella década Mortadelo y Filemón eran dos detectives que se encargaban de casos bastante nimios. Para muchos, en esta primera época, la historieta era una parodia de Sherlock Holmes y el doctor Watson, cuyas aventuras estaban muy de moda por entonces. Mortadelo era el único empleado de la agencia, inocente e ingenuo, y Filemón era el jefe, sin sentido del humor y con fijación en reñir a Mortadelo.
Las historias siempre terminaban con una torpeza de manual de Mortadelo y el enfado de Filemón, que a veces se traducía en una persecución para agredirle. En realidad, Filemón lleva agrediendo a Mortadelo más de cincuenta años y pese a ello este último sigue aceptando este tipo de abusos sin quejarse.
En aquella época Mortadelo vestía traje negro con levita (levita que se mantiene hasta la actualidad), con un bombín en la cabeza y un paraguas del que, originariamente, sacaba los disfraces. Filemón –desde el minuto uno, el jefe– usaba un sombrero de fieltro, chaqueta roja y pipa. Estos portes son una de las primeras muestras de genialidad de Ibáñez, ya que nadie vestía así en la España de 1958. El universo particular y único de Mortadelo y Filemón acababa de nacer y ya era reconocible, sobre todo sus detalles de fondo que siguen vigentes hasta hoy: un perro fumando, una araña mareada o un ratón borracho. Cosas en las que ninguno de los personajes repara nunca, porque forma parte de la normalidad de su mundo.
Mortadelo se disfraza desde la segunda historieta, un recurso que se antojará fundamental en las cientos de historias posteriores de los personajes. Se cuenta –aunque nunca fue confirmado por el autor– que la idea de que Mortadelo se disfrazase fue de Manuel Vázquez Gallego, historietista contemporáneo de Ibáñez y amigo del autor. Los disfraces del personaje se van perfeccionando y ganando en complejidad y llegan a alcanzar su culmen cuando Mortadelo se disfraza de universo en El disfraz, cosa falaz (1995).
En realidad, ¿qué hay después del disfraz de universo? ¿Del disfraz de todo, de toda la materia y no materia? Es más, ¿dónde quedaba el universo real, la realidad material una vez Mortadelo se ha disfrazado de ella? ¿Es un universo-disfraz paralelo o abarca en sí mismo la realidad haciendo que sea una suerte de metadisfraz que contiene todo lo demás? Sea como sea, todo un logro por parte de Mortadelo.
Tres años después de su primera publicación, los personajes pierden los sombreros. El dibujo se estiliza y en 1966 adquieren, prácticamente, su aspecto actual. Filemón (del que se conoce el apellido: Filemón Pi) se despoja de su americana y su nariz disminuye. No así la de Mortadelo, que se mantiene poderosa y actúa como soporte a sus extrañas gafas: unas gafas con unas patillas de unos 15 centímetros hacia afuera, de modo que las lentes quedan notablemente separadas del rostro, algo absurdo, inútil, pero que Mortadelo nunca se detiene a pensar ni se plantea arreglar.
Cuenta con un dibujo detallado y un trazo cuidado que Ibáñez nunca volvería a usar con tanto esmero (si acaso en Valor y… ¡al toro!, en 1970, pero no al mismo nivel). En esta historia la existencia y realidad de Mortadelo y Filemón cambian: ya no son dos detectives en una agencia cutre, ahora son, por primera vez, agentes especiales de la T.I.A. (Agencia de Investigación Aeroterráquea), al servicio del superintendente Vicente (conocido como el Súper) y con el apoyo logístico del profesor Bacterio, un reputado y desastroso científico que dejó calvo crónico a Mortadelo con un crecepelo infalible.
La aventura narra la misión de los dos agentes en Tirania, una república militarizada que –se supone– está en Centroeuropa y cuyo dictador, el general Bruteztrausen, tiene como ambición nada menos que dominar el mundo. Para lograrlo, el general se sirve del sulfato atómico, un invento del profesor Bacterio que, se suponía, iba a servir para eliminar plagas de las cosechas, pero cuyo efecto verdadero (los inventos del profesor Bacterio siempre producen resultados inversos a los pretendidos) es el de agrandar a los insectos hasta el tamaño de un elefante. El Súper, indignado porque Bacterio se haya dejado robar el potingue, envía a Mortadelo y Filemón a recuperarlo. El final, claro, no se debe contar.
A El Sulfato atómico le van a seguir otros clásicos irrenunciables para fans, como Contra el gang del Chicharrón, Safari Callejero (ambas también de 1969); la mencionada Valor y… ¡al toro! y E’ (1970) o Chapeau el ‘esmirriau’, La caja de los diez cerrojos, Magín el mago y ¡A la caza del cuadro! en 1971. Casi todos ellos tienen una estructura similar, con una serie de capítulos cíclicos en los que van resolviendo la misión para al final dar al traste con todo, algo que desencadena la ira del Súper.
Llama la atención la descomunal envergadura de las misiones que les encargan a dos agentes evidentemente torpes (destronar a un dictador, enfrentarse a la mafia italiana, recorrer el mundo en busca de diez llaves escondidas….) y cómo estos se prestan a ejecutarlas sin ningún tipo de garantía para su integridad. Pero en esto ahondaremos enseguida.
En 1978 hace aparición otro clásico de la Transición: el Súper Humor, tomos de tapa dura en los que se editan dos o tres aventuras largas y que obligaban a pagar el alto peaje de leer a Zipi y Zape si se quería disfrutar de Mortadelo y Filemón.
Cuando arranca la década de los 80, los personajes de Ibáñez saborean la plenitud de su éxito. Incluso trascienden fronteras y se instalan en otros países europeos y latinoamericanos. Mort and Phil en Reino Unido, Paling and Ko en Holanda, Mortadelo e Salaminho en Brasil, Zriki Svargla & Sule Globus en Yugoslavia… y Clever & Smart en Alemania. El país germano fue el más receptivo de todos y el éxito de Mortadelo y Filemón allí fue –y es– casi tan grande como lo ha sido en España. De hecho, Ibáñez publicó en 1981 En Alemania, una aventura dedicada al país en la que los dos agentes recorren la geografía germana en una colección de parodias y estereotipos memorable: en Renania, Ibáñez retrata a los vecinos como unos austeros enfermizos.
El colmo es que Mortadelo y Filemón deben infiltrarse en el club del ahorro donde el tipo que les recibe les dice que solo lee las noches que hay relámpagos y moja el pan en la sombra del huevo frito. “Y solo soy conserje, oiga”. Los miembros del club se leen la mano porque no tienen libros, se sientan en el aire y al preguntarles a Mortadelo y Filemón si quieren tomar algo, se refieren a tomar el aire o tomar la tensión. Por cierto, en este álbum –aquel año– fueron censurados los chistes sobre el Muro de Berlín, al que Mortadelo y Filemón se acercaban por error y eran acribillados a balazos, bombas y granadas al grito de «¡Contraatacan los aliados desembarcados en Normandía!».
La idílica carrera de Ibáñez tropezó en 1985 cuando, tras un enfrentamiento con la Editorial Bruguera, pierde los derechos de sus personajes. El juicio duraría tres años durante los cuales Bruguera encargaría a otros dibujantes seguir realizando aventuras mortadelianas. Así, durante esa época, aparecen historias apócrifas, como A la caza del Chotta o La médium Paquita.
Sin saber exactamente lo que estaba pasando, somos muchos los niños de aquella época a los que algo nos olía mal, muy mal, en aquellas historias de trazo raro y humor desviado. El maestro regresó con sus derechos en 1988 y firmó un nuevo contrato con Ediciones B, del Grupo Zeta, con quien sigue ligado en la actualidad.
En los 90 el estilo de trazo cambia, desaparecen las revistas y ya no existen historias que no estén pegadas a la actualidad. ¡Llegó el euro!, E’ o El carné al punto son la última hornada de historias que perdieron, en opinión de algunos, cierta parte de la esencia que caracterizaba a Mortadelo y Filemón. ¿En qué consiste o consistía esa esencia? Hablemos de ellos. Hablemos del universo paralelo en el que viven Mortadelo y Filemón.
Parte II. Su universo
Lo primero que hay que preguntarse es por qué Mortadelo y Filemón se prestan a llevar la vida que llevan. Dedican su vida a ser agentes encargados de realizar misiones de altísimo riesgo, en la mayoría de ellas se juegan la vida y atraviesan situaciones límite: reciben balazos, granadas, palizas, son atropellados, perseguidos, apresados y torturados. A cambio, reciben un miserable sueldo. Mortadelo y Filemón son pobres. Pobres de solemnidad. Visten siempre igual, compran camisas de quince pesetas y llevan agujeros en los calcetines. No tienen coche. Tampoco tienen casa: viven en una pensión. No siempre comen tres veces al día.
Con todo y con eso, se juegan la vida con encargos inhumanos propios de un boina verde. Por si fuera poco no tienen preparación: no saben pelear, no saben idiomas ni tienen ninguna habilidad especial más allá de la picaresca callejera que enseguida pasaremos a analizar. Y con eso y con todo se les exige lo máximo. Pero se les exige a golpes. Su jefe, el superintendente Vicente, les trata con despotismo. Él es millonario, tiene deportivos de lujo, casa de campo, fuma habanos y colecciona arte moderno. Y los trata a patadas. Les obliga a llevar a cabo sus misiones a la fuerza, apuntándoles con una escopeta o sometiéndoles a torturas (frotar su vientre con un erizo o hacerles ver varias horas seguidas El precio justo).
Además, si la misión sale mal, el Súper intenta darles una paliza. Todo es esquizofrénico. En ningún momento Mortadelo o Filemón se paran y se plantean lo absurdo de su existencia. No tienen por qué aguantar golpes, miseria y sufrimiento a cambio de nada. Pero lo hacen. Ese es su universo. Su genial, hilarante y tremebundo universo.
La relación entre Mortadelo y Filemón también es asombrosa. Para empezar, se tratan de usted. Llevan décadas trabajando juntos, pero se tratan de usted. Hasta cuando se insultan: «Es usted un pollino» o se amenazan: «Le voy a agujerear el colodrillo». Nunca pierden las formas. En realidad, todo el mundo se trata de usted en el universo mortadeliano. Aunque se eleve la voz y el enfado, el usted se mantiene: «Oiga, eso usted a mí no me lo dice en la calle». Lo del trato de usted es de las pocas cosas que podemos contar de la vida privada de Mortadelo y Filemón.
Aunque en 1998 Ibáñez publicó Su vida privada, un álbum en el que se desvelan algunos detalles desconocidos hasta ese momento, la vida personal de ambos personajes es borrosa, a pesar de conocerlos desde hace más de cincuenta años. Sabemos que la familia de Mortadelo es de pueblo y la de Filemón urbanita. De hecho, en otro giro inexplicable, Filemón tiene relación con la alta sociedad: conoce a condes, duques y burgueses y sabe comportarse en sociedad. Eso, a pesar de que vive de una forma miserable sin que nadie de su entorno le eche un capote.
En 1971 Ibáñez había publicado La historia de Mortadelo y Filemón, pero de nuevo el retrato no es suficiente como para descubrir nada especial. Ese es parte de su encanto: que no está muy claro de dónde salen ni a dónde van estos personajes.
Su lugar de trabajo también es absurdo. ¿Qué es la TIA? ¿Una organización dependiente de qué? Sus agentes son torpes y miserablemente remunerados, pero en cambio la TIA recibe encargos directos del gobierno que les hacen tratar directamente con políticos extranjeros, mercenarios, ejércitos, mafias y supervisar eventos deportivos de primer orden. También les encargan misiones de escolta y hasta de sicarios. Más aún: existen organizaciones enemigas como la ABUELA o la SOBRINA, agencias con sede, perfecta organización y economía que viven –se supone– al margen de la ley. ¿De dónde salen estos entramados? ¿Cómo se financian?
Son respuestas que nunca obtendremos y son preguntas que los personajes jamás se plantean.
Se dan puñetazos, se arrojan cosas, se tiran por la ventana y se dan todo tipo de golpes espantosos sin que haya absolutamente ningún tipo de rencor, enfado o recordatorio posterior. Golpearse forma parte de su comunicación no verbal normal.
La corrección política no existe: Ibáñez hace chistes con gays, obesas, negros, terroristas árabes, usureros judíos… nadie se libra. Ofelia, la secretaria de la TIA, es una mujer gorda, obsesionada con su imagen, pero esclava de su glotonería y que busca desesperadamente un novio. Un candidato recurrente es Mortadelo, por el que siente un amor-odio polarizado al límite. Mortadelo siempre la humilla. En una ocasión le ofrece un regalo. «Señorita Ofelia, le traigo un pajarito que es su viva imagen». Ofelia desconfía: «Um, ahí llega ese mendrugo calvo», pero enseguida cae rendida. «¿Sí?». «¿Una linda palomita blanca? ¿Un ave del paraíso?», pregunta emocionada. «No, una cotorra mollejuda del Afganistán». Y entonces Ofelia, ofendida, le lanza una plancha.
El universo al que pertenecen Mortadelo y Filemón es la España cañí llevada al extremo. La España todavía vigente de trampas, engaños, ignorancia, golferío y corrupción. Los deportistas españoles siempre ofrecen torrentes de excusas; en las fiestas de alta alcurnia, los invitados de la burguesía devoran caviar a dos manos y rajan sin piedad unos de otros. En El transformador metabólico (1979), la condesa se tropieza accidentalmente y acaba con el plato de caviar en la boca mientras cae con violencia hacia adelante. Dos señores de chaqué que contemplan la escena comentan: «Sí que trae hambre, la andoba».
La calidad de los productos nacionales es nefasta: las camisas son de trapo, el tabaco es Celtas sin filtro, los coches se estropean… Hay robos de gasolina, atracos, mecheros de contrabando de Andorra, inseguridad alarmante en las calles, cacos de manual y quinquis de toda la vida.
Los políticos, claro, no se libran. Son representados como torpes, vagos y extremadamente corruptos. Siempre llegan tarde a las cumbres mundiales, se quedan dormidos o meten la pata, como cuando el ministro debe anunciar que Barcelona es la sede elegida para los Juegos Olímpicos de 1992, pero se le traspapelan los documentos mientras se le caen las gafas y grita «¡Valdepera!».
En esta España de caricatura también se utiliza lo nacional para parodiar el atraso que vivía (y al fin y al cabo vive) España con respecto a otros países de su entorno. De ahí algunos importantes asuntos políticos que giran en el eje Washington-Berlín-Cuenca o reputados periódicos que lee el Súper como puede ser el Lugo Herald Tribune. Este atraso alcanza su culmen cuando Ibáñez traslada a sus agentes a un pueblo. Los pueblos de la España profunda son un escenario recurrente en las aventuras de Mortadelo y Filemón y en ellos la bruticie se muestra en plenitud. De hecho, el nombre de estas villas ya define a sus vecinos.
En Villacascajo de los Bestiajos, por ejemplo, los vecinos son una suerte de trogloditas que comparten cama con un caballo o agitan la vaca antes de ordeñarla para obtener mantequilla. La mejor caricatura al subdesarrollo rural aparece en Lo que el viento se dejó (1981), donde nada más entrar en el pueblo, Mortadelo y Filemón ven a un vecino haciendo grava a cabezazos contra las rocas.
El lenguaje también es único. Mortadelo, Filemón y todo el elenco de personajes que les rodean usan palabras que muchos de los lectores (muchos de nosotros) no habíamos oído antes ni en realidad hemos vuelto a escuchar. «Andoba, merluzo, rayos y centellas. Sapristi, corcho, sopla». La lista de vocablos que solo se usan en el universo mortadeliano es amplísima y su influencia en toda una generación, innegable.
Lo mismo pasa con los apodos de los villanos, ya sea Mike ‘El Trinchabueyes’ o Johny ‘Aplastayunques’, y los apellidos. Los apellidos mortadelianos son claves en la obra. Todos tienen que ver con la vida del que lo posee, aunque esta se haya definido con posterioridad, Así, el director de una importante compañía de tabacos se apellida Nicotínez, el inspector de Hacienda es Buítrez y dueño de la tienda de cactus se llama Agujeto Pinchúdez. Los agentes también responden a sus características a partir del apellido. El señor Numeríllez es el contable, Remúlez es el agente más fuerte y el agente Carbúrez es el encargado de mecánica. A veces se usa con ironía: Patricio Ardíllez es un agente anciano que no se sostiene en pie sin bastón.
Además de las palabras, las expresiones de Ibáñez vuelven a recurrir a la España profunda. Son constantes y los personajes no dejan de hacer alusiones a ese escenario de la España caricaturizada. A Mortadelo y Filemón les está succionando una turbina mientras tratan de huir y Mortadelo se queja: «¡Rayos! Esto chupa más que Hacienda!». Hay ejemplos a patadas: «Aquí dice que fumar da más disgusto que el RCD Espanyol», «es más débil que la cartera de un pensionista»… Nadie se libra.
Todas estas características van envueltas en un humor propio de Ibáñez y perfectamente identificable: el humor del tremendismo y la exageración. El humor de las caídas y golpes espantosos, de la torre de control diciendo al avión que no se puede aterrizar a ochocientos kilómetros por hora. En síntesis, el humor del llamado ‘fenómeno de la siguiente imagen’. Esto es, el personaje dice algo que prevé o cree que puede ocurrir y la siguiente imagen le muestra en la situación contraria llevada al extremo más bestia. «Saldré a dar una vuelta, que hace sol», dice Filemón sonriente en El huerto siniestro (1988). Y la siguiente viñeta muestra a Filemón bajo una inaudita tormenta de rayos y granizo.
La ‘siguiente imagen’ es un humor creado en España por Ibáñez y que ha influido mucho, muchísimo, en humoristas posteriores de todo ámbito. El señor que sale a la ventana a dar de comer a las palomas «porque es algo que me relaja, la tranquilidad de las palomas, su susurro, y viene muy bien para mi enfermedad grave de corazón». Y acto seguido un buitre loco sobre el que se aferra Filemón cae graznando desesperado sobre su ventana. Ibáñez siempre juega con las palabras y la exageración llevada al límite. Si un personaje busca un rato de silencio, le pasará un avión por encima. Si quiere cazar mariposas, será embestido por un rinoceronte.
Francisco Ibáñez siempre ha repetido que Mortadelo y Filemón no tienen mensaje. Que nada se esconde detrás de sus aventuras y que la intención única de sus historietas es hacer reír y olvidarse de todo lo demás.
La realidad es que, sea la intención del autor o no, las aventuras de Mortadelo y Filemón suponen uno de los retratos más esquizofrénicos e irreverentes que se ha hecho de la España postransición, evidentemente exagerado, pero que encierra una gran dosis de verdad.
Detrás de la caricatura llevada al límite, de las condiciones esclavistas de trabajo, de los políticos torpes y corruptos, los trapicheos de calle y el cutrerío generalizado, detrás de todo eso se encuentra un espejo en el que España refleja sus miserias y que todos reconocemos: reformas laborales, escándalos de corrupción, mafias y delincuentes asentados en España y un muy mejorable funcionamiento de las Administraciones. Una imagen de la que Ibáñez elige reírse. Tal vez sea ese el secreto de Mortadelo y Filemón: una forma de reírnos de nosotros mismos. Algo que, como todos sabemos, es infalible en el humor.