De la sombra del castillo a la luz del museo: el legado de los Cerralbo

«El camino del exceso lleva al palacio de la sabiduría». William Blake (1757-1827), poeta y pintor. En un país donde los palacios suelen hablar en voz baja, encerrados entre muros solemnes y estancias ceremoniosas, hay uno que aprendió a contar su historia desde el silencio de sus cuadros y la configuración de sus pasillos. Ese lugar es hoy el Museo Cerralbo, pero durante décadas fue hogar, laboratorio de ideas y refugio de una familia que entendió la arquitectura como una forma de vivir y de mostrarse al mundo. La exposición Del Château al Hôtel, que puede visitarse hasta el 20 de abril de 2025, desvela por primera vez esa historia con una precisión que conmueve: la de los marqueses de Cerralbo y Villa-Huerta y los espacios donde desarrollaron su proyecto vital. No se trata únicamente de redescubrir objetos antiguos, sino de reconstruir la compleja coreografía doméstica que los envolvía. Su vida quedó escenificada entre la aristocracia y el saber, entre la representación pública y la intimidad familiar. Un castillo en tierra soriana Antes de convertirse en figura pública, académico, político, arqueólogo y anfitrión de medio Madrid ilustrado, Enrique de Aguilera y Gamboa, marqués de Cerralbo, encontró un escenario inesperado para ensayar su particular forma de nobleza ilustrada: la localidad de Santa María de Huerta, en la provincia de Soria. Allí se empezó a construir lo que más tarde se conocería en la prensa de la época como «el castillo», aunque nunca fue tal en el sentido estricto de la palabra. Más bien se trató de un palacio camuflado en la campiña, con muros de adobe, torreones decorativos y jardines pensados para la contemplación y la teatralidad. Y, sin embargo, ese rincón alejado del bullicio capitalino se convirtió en centro de actividad durante las décadas de 1880 y 1890. Un château a la española, con aroma a merienda, rosario y tertulia. La finca, llamada La Granja de Nuestra Señora de la Blanca, llegó a manos de la familia a través del tío de su esposa Inocencia Serrano Cerver, Antonio Cerver, y se transformó paulatinamente en un espacio de encuentro donde el confort burgués se mezcló con el refinamiento clásico. El edificio principal, con planta en forma de L, fue objeto de ampliaciones sucesivas que sumaron cocherones, cuadras, una capilla, jardines y hasta un lago artificial habitado por gansos. Todo ello delimitado por una cerca, acequias de agua clara y una serie de torrecillas con nombres propios que cambiaron con el uso y el tiempo: el Torreón de los Aragoneses, el de la Cascada, el del Vía o el de los Señores Marqueses. El jardín como puesta en escena Si el palacio fue el escenario, el jardín fue sin duda la función principal. Con su lago, su gruta de estalactitas, su laberinto versallesco y sus esculturas de gusto italiano, se convirtió en una prolongación de los ideales de la familia: orden, belleza, juego y cultura. En él no faltaban ni el frontón para la práctica del Jai Alai, ni la pista de lawn tennis para los adeptos al estilo inglés, así como los bancos desde donde contemplar las puestas de sol. Los cronistas de sociedad lo describían como un espacio de fábula: «Cruzado por calles de más de un kilómetro de longitud, donde los árboles frutales forman tupida bóveda», relataba Mascarilla, uno de los periodistas más fieles a las veladas veraniegas en Huerta. De hecho, era tal el entusiasmo que provocaba esta residencia que cada mes de julio se organizaban visitas y estancias por quincenas, como si de un resort aristocrático se tratase. La culminación de este ritual llegaba con el evento de marcar a los potros de la yeguada, un espectáculo ecuestre que reunía a invitados, vecinos y autoridades. De la vida rural a la metrópoli ilustrada Pero no todo fue veraneo y protocolo. El marqués supo conjugar el retiro bucólico con una vida activa en la capital. Y fue en Madrid donde terminó de definir el carácter de su legado. Primero, desde la casa alquilada en la calle Pizarro 19, que funcionó como un ensayo general de su estilo de vida: allí comenzó a desplegar su colección, a establecer relaciones influyentes, a organizar cenas políticas y tertulias arqueológicas. Después, a partir de 1893, todo se trasladó al flamante palacio de la calle Ventura Rodríguez, diseñado al estilo de los hôtels particuliers franceses, donde todo estaba dispuesto para impresionar al visitante tanto como para acoger a la familia. Ese hotel urbano, con sus salones decorados al milímetro, su biblioteca monumental y su escalera ceremonial, recogía el alma de Huerta, pero la vestía de ciudad. Era un manifiesto viviente: la nobleza podía ser moderna, culta y funcional sin dejar de ser aristocrática. Lo doméstico podía ser también político, simbólico y representativo. Y lo privado, por qué no, un acto público de elegancia. Mujeres al timón del tiempo Una de las revelaciones más poderosas de la investigación que sustenta la exposición es el papel decisivo que jugaron Inocencia Serrano y su hija Amelia del Valle en la formación de ese mundo. No solo fueron damas anfitrionas o coleccionistas discretas, sino que participaron activamente en la administración de propiedades, reformas arquitectónicas y selección de obras de arte. Fueron ellas quienes garantizaron la continuidad del proyecto vital incluso tras la muerte de Antonio del Valle en 1900 y del marqués en 1922. Amelia, de hecho, fue quien acabó transformando Huerta en una fundación religioso-docente y quien contribuyó a la institucionalización del palacio como museo. Hoy, el Museo Cerralbo no es solo un museo de objetos, sino de atmósferas. En sus salas reverbera el eco de conversaciones que no oímos, pero intuimos. En cada busto, cada retrato y cada cortinaje de terciopelo se esconde una intención, una mirada, una historia. Y gracias a esta exposición —meticulosamente comisariada y rigurosamente documentada (el catálogo de la exposición, escrito por Carmen Jiménez, María Sanz y Alicia Suárez recopila la relación y el contraste entre ambos edificios y puede adquirirse en la taquilla del museo)— entendemos que esa historia comenzó mucho antes de que existiera el museo. Nació en un castillo de adobe y ladrillo, a la orilla de un río soriano, donde alguien pensó que el arte y la vida debían convivir bajo el mismo techo.