En los tiempos (económicamente) difíciles en los que estamos viviendo muchos ciudadanos nos vemos “atrapados” (entre comillas) entre dos conceptos distintos y radicalizados de la sociedad, dos formas conceptualmente divergentes de entender los recursos, el dinero y todo lo que ello conlleva. Por un lado, el capitalismo, que nos garantiza (supuestamente) ejercer con libertad creciente toda nuestra potencialidad económica pero parece abocarnos a la desigualdad más profunda. Por el otro, la economía comunista, que parece que elimina (o va, al menos, limando) esas diferencias, a costa de coartar libertades y, al mismo tiempo, generar menos capacidad productiva.
La mayoría de la gente se posiciona más o menos en uno de esos dos extremos mientras se pregunta: ¿No habrá una tercera vía? ¿Algo que combata los prejuicios y elimine esa duplicidad absoluta combinando ambos principios?
Para Christian Felber la respuesta se llama ‘economía del bien común’ y es una propuesta formal que cuenta con la bendición de Attac. La idea no es nada novedosa. Eso de crear una organización económica capaz de hacernos crecer integralmente como personas es casi tan vieja como el mismo dinero. Pero la forma de estructurarla sí parece ser un paso más para conseguir esa economía más humana con la que (casi) todos soñamos.
En concreto, la idea de Felber consiste en encontrar factores capaces de medir cómo una empresa ayuda a generar ‘bien común’. Es decir, poder puntuarla en función de su respeto hacia la sostenibilidad ambiental, la dignidad humana, la solidaridad, la justicia social, la participación democrática y la transparencia, en relación a toda su actividad económica y a todos sus grupos de contacto, empleados, suministradores, clientes y el entorno social. De esta forma nace lo que llama el ‘balance del bien común’, que se antepone, o superpone, al balance económico empresarial.
Una empresa puede tener de 0 a 1.000 puntos de bien común, lo que significa que un comprador, si conociese este dato, puede saber no solo lo que está comprando, sino cómo ese producto revierte valor en su entorno. Si la empresa tiene un buen balance significa que un ciudadano, con su compra, contribuye a generar algo más que riqueza monetaria. Si la empresa tiene un balance pobre, el comprador estaría invitado a pasarse a otro producto, porque, si no lo hace, estaría ayudando a que, socialmente, su compra reste en vez de sumar.
Pero la idea no se queda ahí. Lo que esta acción pretende es la implicación de los estados. Si éstos aceptan este modelo, u otro similar que pudiera surgir, la idea sería incentivar, con ayudas, esta vez sí, económicas, a las mejores empresas (pagar menos impuestos, menos tarifas aduaneras, obtener créditos a menor interés…), y de perjudicar a las que sean peores. De esta forma, los productos más éticos y justos acabarían siendo más baratos, y, por tanto, más competitivos, lo que significa justamente lo contrario de lo que ocurre actualmente. Chistian lo dice con claridad: discriminación entre empresas en función de cómo se comporten.
Parece una utopía, y, en cierta forma, lo es. Sin embargo, ya se está aplicando, y con un cierto éxito. Más de 300 empresas apoyan este proceso. De ellas, 120, en 4 países, implementan el balance del bien común como una parte de su actividad empresarial. Obviamente, de forma voluntaria, y de manera puramente incipiente. Pero es así como comienzan las cosas.
Felder explica aquí su idea con más detalle.