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No hay que ser feminista para defender la dignidad de la mujer

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El feminismo es una de las vías posibles para identificar, resistir y atacar la idea de que las mujeres son menos valiosas o dignas que los hombres. No es la única y actuar como si lo fuera es contraproducente.

Primero, una obviedad que suele olvidársenos. Se puede defender la dignidad de la mujer sin ser feminista del mismo modo que se puede proteger el medio ambiente sin ser ecologista, valorar y preservar los beneficios del mercado y los derechos individuales sin ser liberal, celebrar y cuidar el estado del bienestar sin ser socialista y apreciar la belleza de la fe y promover la libertad de culto sin ser religioso.

También debe tenerse en cuenta que las transformaciones sociales en democracia, las que se mantienen y echan sólidas raíces, se producen gracias a amplios consensos que surgen con las ideas de una minoría que tiene la habilidad de convencer a un amplísimo espectro de la población.

No es algo fácil de percibir porque nos hemos acostumbrado a hablar en términos de grandes epopeyas bélicas y luchas de poder donde la luz se acaba imponiendo a la oscuridad. Ahí están para recordárnoslo las «conquistas sociales», las «revoluciones de los derechos civiles» o la utilización de la educación como «un arma de progreso». Así es como nos referimos erróneamente a la construcción de una narrativa inspiradora que seduce a amplios colectivos sociales, a proponer y negociar reformas altamente persuasivas, a la denuncia pública del abuso, a la movilización de los convencidos y, por fin, al cultivo intensivo de los escépticos y de aquellos que no se sienten directamente interpelados por el mensaje.

Por eso, la defensa renovada de la dignidad de la mujer, tan necesaria hoy, exige la suma de los esfuerzos de las feministas, de los y las que ponen en duda muchos de los principios del feminismo y de aquellos que ven esta defensa renovada con curiosidad pero con la íntima sensación de que, en el fondo, no va con ellos.

Para empezar, hay que explicar que el feminismo es un movimiento infinitamente más vibrante, heterogéneo y transversal de lo que muchos escépticos e indiferentes piensan. En consecuencia, abre espacios enormes para la participación y el debate, tanto para las mujeres como para los hombres. El fanatismo puro, excluyente, grosero y ramplón solo se corresponde con los miembros más toscos y menos sofisticados de este colectivo.

Podemos encontrar grandes feministas de izquierdas, que es lo más común, o de derechas, en este caso por la vía del liberalismo. Las primeras reclaman la intervención del estado y las segundas la restringen. Existe, igualmente, un debate interesantísimo sobre lo que significa realmente ser mujer, un concepto que no está ni mucho menos claro. Algunas firmas ilustres, como Judith Butler, han manifestado que el sexo femenino —igual que el masculino— es una ficción y otras aproximan la naturaleza de las mujeres a la de los ciborgs o a un tipo (muy peculiar) de nomadismo. Las partidarias de Lyotard han llegado a cuestionar que el feminismo pueda legitimarse como una lucha histórica y universal por la emancipación. Craig Owens resume aquí sus argumentos.

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Riqueza y diversidad

El feminismo contiene e integra en su seno un debate constante que pone en duda sus principales premisas e incluye muchísimos perfiles ideológicos y sensibilidades. Eso significa que existen múltiples maneras de ser feminista, que los escépticos necesitan aprender a apreciar esta riqueza y que algunos de ellos quizás descubran menos motivos de los que creen para no sumarse.

Por supuesto, también es necesario que algunos miembros del movimiento dejen de faltar al respeto a quienes, aceptando que se necesita un marco social que reconozca mejor la dignidad de la mujer, no les convencen las ideas feministas. Ni todos los hombres que discrepan lo hacen porque desprecien a las mujeres o con la idea de darles lecciones, ni todas las mujeres que se oponen son necias o están dormidas.

Tampoco es cierto que feminismo e igualdad sean lo mismo. Afirmar lo contrario es señalar a los disidentes como defensores de la discriminación y caer en la estúpida división social entre feministas y machistas. El feminismo, como todas las grandes filosofías políticas, no se puede reducir a la apelación de un solo principio, tampoco cuando ese principio es la igualdad. Es muchísimo más rico y complejo: opera sobre los seis fundamentos morales que ha identificado sobre todo el psicólogo evolucionista Jonathan Haidt en el ser humano.

Por eso, tiene mucho que decir sobre el imperativo de proteger y no hacer daño a las mujeres, sobre la equidad y la reciprocidad entre los sexos, sobre la relación y cooperación leal con las mujeres (primero, por parte de otras mujeres —llamada ahora «sororidad»— pero también por parte del resto de la sociedad), sobre la necesidad de una autoridad personal o institucional que no abuse de su poder (para discriminar o reclamar favores sexuales), sobre la oposición y denuncia de cualquier trato degradante y sobre la resistencia ante la opresión.

Por si eso fuera poco, identificar feminismo e igualdad genera otro problema. Como recuerda la filósofa Elizabeth Grosz, las feministas no solo reclaman que no discriminen a las mujeres por su sexo, sino también que no las fuercen a asumir el paradigma masculino. Quieren tener los mismos derechos que los hombres, pero también aspiran a un trato diferenciado y autónomo y a que nadie las obligue a ser iguales que ellos. Adicionalmente, merece la pena recordar que muchas feministas, que se apoyan en los interesantísimos estudios de Carol Gilligan, sostienen que el propio concepto de justicia es masculino y que en las mujeres debemos hablar más bien de compasión o ética del cuidado.

Las cuatro primeras claves para situar la dignidad de la mujer donde se merece estar son asumir que no es obligatorio ser feminista para defenderla y promoverla, que las reformas de prejuicios muy arraigados en democracia no se llevan a cabo con revoluciones sino con mucha seducción, negociación y amplios consensos, que los escépticos tienen que comprender que el feminismo posee una naturaleza diversa, vibrante y flexible a la que pueden sumarse y que algunos miembros del movimiento feminista, si esperan convencer y atraer nuevos colaboradores, deberían esforzarse más a la hora de tratar con respeto a los discrepantes.

La quinta clave es más un llamamiento urgente y casi desesperado. Podemos ser escépticos, conservadores e incluso hostiles al feminismo, pero lo que es intolerable es que seamos indiferentes al trato degradante que sufren muchas mujeres y que algunas aceptan o porque no conocen otra cosa o porque les han demolido la autoestima durante años.

Es nuestra responsabilidad empezar a prestar más atención en nuestro día a día, denunciar públicamente y con más energía la discriminación y la violencia física y verbal contra la mujer, apoyar a la víctima en sus terribles contradicciones y hacerlo no solo de palabra y entre amigos, sino también de obra y dentro de nuestros hogares, dentro de nuestros lugares de trabajo, dentro de nuestras redes sociales y grupos de WhatsApp y dentro de nuestros bloques de viviendas. A veces serán cuestiones aparentemente pequeñas y nos afectarán a nosotros mismos, pero debemos estar preparados para identificarlas y corregirlas igualmente. Demostremos que, más allá de hombres o mujeres, seguimos siendo profundamente humanos.

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