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No lo llames memoria histórica, llámalo derechos humanos (que se entiende mejor)

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Cuando supo que la iban a fusilar aquel 8 de marzo de 1940, Vicenta Mena Mahiques, de 28 años, decidió como último gesto de orgullo ante sus asesinos ponerse sus mejores zapatos. Sabía que nadie recordaría su nombre, pero tenía la esperanza de que un día, muchos años después de su ejecución, alguien encontraría sus restos amontonados y confundidos con los de otros ajusticiados como ella, solo por pensar diferente de sus verdugos, y repararía en aquel par de zapatos con los que defendió la dignidad que le arrebataban con su asesinato.

Y no se equivocó. Ochenta años después, en Paterna (Valencia), donde se halló la fosa común de represaliados tras la Guerra Civil más numerosa, los zapatos fueron encontrados aún encajados en los metatarsos de su dueña y son la prueba más contundente del inmenso poder que a veces tienen los objetos para impactar en las conciencias. Son los mismos zapatos que ilustran la portada del ensayo El arte de invocar la memoria (Barlin Libros, 2024) escrito por la profesora de Historia, escritora, divulgadora cultural y activista Esther López Barceló.

El poder narrativo de los objetos

La muerte de Vicenta es solo un capítulo de esa parte de la historia, acabada la guerra, que se silenció durante tantísimos años. En esta tragedia hubo otros actores. Las familias de las personas fusiladas, por supuesto, pero también otros héroes anónimos como Leoncio Badía Navarro, más conocido como el enterrador de Paterna, cuya historia ha inspirado la obra teatral El enterrador, escrita por Gerard Vázquez e interpretada por Pepe Zapata.

Badía fue un republicano al que, para sobrevivir, le tocó trabajar como enterrador de los suyos al acabar la contienda. Podía haber cubierto aquellos cuerpos de tierra y cal y olvidarse, pero él hizo algo más: les devolvió la dignidad. Lavó sus cuerpos, los depositó con cuidado en la fosa, y anotó sus nombres en papeles que metía en botellitas de cristal y colocaba bajo la nuca de los cadáveres para que sus familiares, si alguna vez se les permitía exhumarlos, pudieran identificarlos.

Foto: David Ruano

Con el mismo objetivo, cortaba algún trozo de tela de sus camisas, de sus vestidos, de su ropa interior, incluso algún mechón de cabello, para entregárselo a las familias cuando acudiesen a él para preguntarle dónde habían sido enterrados sus padres, sus parejas, sus hijos, sus hermanos…

De nuevo, el poder de los objetos y de las acciones, que, como explica López Barceló, «tienen más capacidad de apelar al espectador que una narrativa cerrada, que requiere mucha más concentración, mucho más tiempo; necesitas de una voluntad de leer, de ver una película… Y aquí surge de forma mucho más espontánea. Tú no esperas leer algo en un objeto o en una pared, pero, sin embargo, aparece y te toca».

¿Qué es la memoria histórica?

Todos estos agravios, toda esa ira contra el vencido y los suyos, esa rabia que llevó a los ejecutores a querer, no solo destruirlos, sino hacerlos desaparecer como si jamás hubieran existido; todo ese dolor, que no fue bueno ni para unos ni para otros, en realidad, es lo que pretende reparar la memoria histórica.

Porque es verdad que el bando republicano también fusiló y arrojó a fosas comunes a sus prisioneros, pero Franco se encargó después de buscarlos, exhumarlos y devolverles la dignidad con una sepultura a la que los suyos pudieran ir a rezar y recordarlos. Es decir, puso en práctica lo mismo que ahora reclaman los allegados de quienes se amontonan en fosas comunes, y a quienes se les acusa de querer reabrir viejas heridas.

Lo cierto es que hablar de memoria histórica no siempre es fácil, tal es la carga ideológica con la que se pretende teñir a estas dos simples palabras. Por eso habría que empezar por definir qué es.

Foto: Eva Máñez

«Esa verdad que ha tenido que abrirse paso a partir de las memorias individuales, hilándose entre ellas y estando conectadas a una memoria colectiva, que ha tenido que dar una batalla cultural contra la versión de la historia que escribieron los vencedores», define López Barceló. «Para mí, la memoria es algo muy benjaminiano, porque parto de esa tradición de dar la voz a los vencidos, a los que no han tenido la oportunidad de escribir la historia».

Pepe Zapata se atreve a concretar un poco más. «Una cosa que me ha quedado clara desde el primer momento es que la memoria histórica tiene una duración de tres generaciones. Es decir, hay un deadline, a partir del cual ya es historia, no es memoria histórica».

Foto: David Ruano

Para el actor y promotor cultural, igual que para la profesora de Historia y divulgadora, se trata simple y llanamente de derechos humanos. Quizá si lo describiéramos así desde un principio, la población en general tendría mucho más clara su postura. Porque no deja de ser llamativo que nos escandalicemos y perturbemos ante el conocimiento de fosas comunes en Ucrania o en Gaza y los califiquemos como crímenes sin ambages, pero nos cueste decir lo mismo de lo que ocurrió en nuestro propio país unas décadas atrás.

«Lo más acuciante es llegar a toda esa masa de gente que no tiene muy claro qué es lo que pasó desde el golpe de Estado hasta que se instaura de nuevo la democracia. Precisamente es ahí donde tenemos que poner todos los esfuerzos», prioriza Esther López Barceló. Sobre esa base justifica ella su activismo, con el objetivo no solo de dar a conocer a quien quiera escuchar qué pasó con los vencidos de la Guerra Civil, qué se hizo con ellos y por qué se ha tratado de relegar al olvido lo que ocurrió después del conflicto; también es necesario eliminar esa carga ideológica impuesta por los vencedores que aún perdura en la democracia actual.

El relato impuesto no es el relato real

Ella opina que esto es así porque no ha habido una ruptura real con el régimen anterior. «Nuestra constitución en ningún momento habla ni siquiera de Segunda República como principal antecedente, y esto es anómalo en el Derecho Constitucional. Acaba una dictadura y no mencionamos que acaba. Y el porqué de todo esto es porque no hay ninguna ruptura. Nosotros no empezamos con ninguna otra base, lo que hacemos es reformar la legislación franquista para adaptarla al marco democrático», aclara la autora de El arte de invocar la memoria.

«La Ley de Memoria Histórica de 2007 utiliza un adjetivo que no es casual: ilegítimo. Toda la legislación franquista es ilegítima, y eso es una valoración moral, no legal. No se está diciendo que eso sea ilegal o alegal, está hablando de ilegítimo, nada de condenarlo. Todo esto no es casual. Todo esto ha logrado que se vea a quienes defendemos los derechos humanos como una cuestión de parte, y no. Lo crucial aquí es que en Alemania esto se convirtió en una cuestión de derechos humanos. Y en nuestro caso, la gran anomalía es que partimos de reformas, no hay una ruptura con el marco anterior», concluye.

Para reforzar ese relato, se ha impuesto el de que la República fue la que provocó el golpe de Estado, el de insistir en que en una guerra todos cometieron salvajadas, y que estas cosas es mejor no removerlas para no reabrir rencillas. Tampoco es casual, aclara López Barceló, que se confundan intencionadamente Guerra Civil con posguerra.

Cuadernos de claves de Manolita del Arco

Para la escritora, no hubo paz, hubo victoria, «y la victoria franquista solo se entiende en términos de venganza y de crimen. Franco consigue después de muerto que se siga manteniendo la posición de que la democracia no se puede quedar con ninguno de los dos bandos. La democracia tiene que estar en una especie de palco equidistante que no tome partido por nadie. Y esto es peligrosísimo, porque me estás diciendo que no tomas partido por la gente que defendió la democracia. Es una anomalía tan grande que por eso no se ha sentado a ningún criminal franquista en el banquillo de los acusados».

Y antes que ese relato, o quizá simultáneamente, se aplicó la ley del silencio con el único objetivo de imponer, aún más brutalmente, el olvido. Si no lo cuentas, no existe, no ha existido, no existió. Un silencio tan largo que aún hoy cuesta romperlo. «La memoria va muy próxima al concepto de olvido», opina Pepe Zapata.

«Hubo unos silencios sepulcrales durante décadas. La mayoría de testimonios que existen sobre el tema son sacados prácticamente a la fuerza. Si hablas con familiares, te explican eso. No se podía hablar del tema. Cuando nosotros entramos en contacto con la hija de Leoncio Badía Navarro, Maruja, ella decía que su padre no hablaba nunca del tema. Supongo que por el temor de que les pudiera afectar de alguna manera; era como poner una cortina e intentar olvidarlo».

El grito de los muros

Pero la verdad siempre encuentra el camino para salir a la luz. La memoria de los represaliados por la dictadura franquista grita desde las fosas reabiertas y exhumadas (a pesar de los intentos por frenar estas iniciativas), en los grafitis de las paredes y muros que albergaron, aunque se haya pretendido esconderlo, campos de concentración franquistas o cárceles donde se apiñaban como bestias aquellos rojos —lo fueran o no, bastaba simplemente con la acusación y la denuncia de algún vecino o de algún cacique— que había que destruir y doblegar por el bien de aquella España salvada de las garras del comunismo.

Un capítulo entero (“Epitafios de urgencia”) dedica Esther López Barceló en su ensayo a los grafitis. A veces, simples nombres y una fecha, como testimonio de que quien los escribió estuvo allí, fue real. Otras veces, son la invocación desesperada de quien sabe que va a morir allí a sus seres más queridos, un «mamá, papá», que sobrecogen a pesar de haber transcurrido más de 90 años de su desaparición. Y muy a menudo, son epitafios grabados toscamente con una navaja sobre la pared del cementerio donde los asesinaron

«Hay que mirar los muros porque nos están gritando historias silenciadas o de las que no tenemos apenas documentación», invita López Barceló. ¡Qué importantes los grafitis para dar fe de vida! A mí eso me fascina, la potencia que tiene la palabra para dar consuelo, para reparar de alguna forma una espera angustiosa, un espacio de reclusión donde no tienes nada más a lo que asirte, y de repente una palabra es prácticamente la representación humana de alguien».

El lenguaje secreto de las presas políticas

Y junto a los grafitis, las ingeniosas maneras de comunicarse que inventaron los presos políticos, tanto entre ellos como con el exterior. Esther López Barceló destaca especialmente las de ellas, las mujeres que sufrieron las represalias de la dictadura tanto o más que los hombres y que nunca aparecen como protagonistas de la historia. De hecho, que aparezca el verbo invocar en el título de su ensayo no es casual.

«Quería utilizarlo jugando con eso de las brujas, porque para mí, todo esto tiene mucha perspectiva de género. Quienes estamos ahora rompiendo los últimos silencios que quedaban sepultados somos una generación de mujeres, y sobre todo las nietas y las bisnietas. Yo lo llamé la generación de la conjura para mantener esa genealogía con las brujas que nos precedieron. Y, a partir de ahí, lanzo mi propio descubrimiento, que es el de los cuadernos de las presas políticas, que para mí es fundamental en el libro».

Libreta de Manolita del Arco

La divulgadora de memoria histórica se refiere a los cuadernos en clave bajo la apariencia de libros de instrucciones para hacer calceta (tejer con 4 o 5 agujas) que usaban las reclusas en las cárceles franquistas. Y muy en especial a los de la presa política que más años estuvo encarcelada (19 en total), Manolita del Arco. «Eso me permitió demostrar, con algo tangible, cómo las experiencias femeninas han sido menospreciadas históricamente, y, por tanto, ese patriarcado, además, atraviesa también la izquierda política de este país».

Manolita y sus compañeras idearon un lenguaje secreto imposible de descifrar —y que ella se niega a rebelar incluso hoy en día— para comunicarse entre ellas y con el exterior, planear sabotajes dentro de la prisión y animar a la resistencia. «Es una prueba tangible de cómo las mujeres eran sujetos políticos de primer orden y, además de eso, tenían una serie de conocimientos artesanales y artísticos que se sumaban a esa capacidad política.

Es decir, que la subordinación y la infravaloración de las mujeres no solo durante esta época, sino durante los primeros y siguientes años de democracia es todavía más terrible. ¡Cuánto conocimiento, cuánta experiencia hemos dejado pasar por el camino, a raíz de descubrir estos cuadernos!», se lamenta la escritora.

El valor del arte para contar qué ocurrió

Junto a grafitis y cuadernos de claves, el arte es otra forma de contar lo ocurrido o de, al menos, poner frente al lector o al espectador unos acontecimientos sobre los que debe reflexionar y que quizá no conocía.

«Un canal no habitual, que no tiene la intención de informar, sino simplemente de emocionar, como pueden ser las artes escénicas o el teatro: cómo eres capaz de enfrentar a quien te está viendo ante una realidad que pasó, y que incluso le lleve a provocar un cierto posicionamiento al respecto. Qué pasa no solamente con las víctimas, sino con sus familiares, qué pasa con la reparación, qué pasa con una necesidad absolutamente obvia que es la dignidad humana, en general… Cómo se formulan todos esos criterios a partir del visionado de un espectáculo», destaca el actor Pepe Zapata, refiriéndose, muy especialmente, a El enterrador.

Foto: David Ruano

«El arte no tiene que ser objetivo, lo que tiene que hacer es mostrar una verdad. Y hay muchas verdades en un mismo hecho. Si desprende verdad, esa obra artística tendrá valor, y si no, pasará desapercibida», opina Esther López Barceló. Pero una cosa es que no necesite ser objetivo y otra, que sea panfletario. De esto último, asegura Zapata, trataron de huir él y su compañía a la hora de crear su espectáculo.

«En ficción es muy difícil ser objetivo. Para nosotros, desde el principio, una de las premisas es: hagamos lo que hagamos, que no sea maniqueo, que no sea panfletario». Porque, como incide la profesora de Historia, «una cosa es hacer algo panfletario y otra hacer algo que realmente tenga brillantez; en el arte se deposita algún tipo de verdad que sea capaz de trasladarse».

Es el arte el que nos acerca a esos personajes como Leoncio Badía Navarro, a quien Zapata se refiere como «nuestro Primo Levi». «No estamos hablando de malos y buenos, en todo caso estamos hablando de malos y peores, porque aquella, en el fondo, era una situación en la que nadie podía salir beneficiado».

«A veces, cuando me han hecho alguna entrevista sobre el espectáculo, igual es un poco pretencioso, pero me gusta relacionar la figura de estos personajes anónimos, como este enterrador de Paterna, con Primo Levi. Es un tío que luchaba por la dignidad. Inocente de él, pensaba que eso acabaría pronto y que los familiares podrían volver al cementerio, sacarlos de las fosas y darles una sepultura decente. Pues nada más lejos de la realidad, han pasado 90 años y estamos igual. Y cadáveres y cadáveres y cadáveres en las cunetas y en las fosas sin una reparación para ellos», concluye el actor.

Conocer lo que ocurrió para que no se repita jamás

Lo que sí tienen claro tanto Esther López Barceló como Pepe Zapata es que hay mucha gente que quiere saber qué ocurrió, que quiere conocer esa parte de la historia silenciada; muy especialmente, y aunque pueda sorprender a más de uno, los más jóvenes. Así lo percibe, al menos, Zapata, cuando representa El enterrador en institutos.

«No se imaginaban que lo que están viendo en internet o en los informativos sobre Ucrania o sobre Gaza pasó aquí. O peor casi, porque se hicieron muchas experiencias de aniquilación del ser humano. Y se quedan alucinados». Y resume: «Lo que recibimos es necesidad de catarsis y de reconocimiento. En el fondo, es reclamar un derecho humano de poder cerrar círculos».

Al final, todo se reduce a un único objetivo: denunciar lo que ocurrió para que no vuelva a repetirse nunca más. Es, al menos, lo que pretenden en su mayoría las familias de las víctimas que aún buscan a los suyos en fosas comunes y en cunetas. Lamentablemente, avisa Esther López Barceló, ya vamos tarde. A medida que mueren los hijos de los represaliados, se hace más complicada la identificación de los cadáveres porque los nietos, los bisnietos, ya no son primera generación. «En la Comunidad Valenciana se habían recuperado 1.900 cuerpos; solo se habían podido identificar 200. Y esto es así porque llegamos increíblemente tarde», se lamenta.

«Y ahora nos hablan de concordia, que no es otra cosa más que querer volver a los formularios de la Transición —denuncia López Barceló—. Esas fórmulas aquí ya no caben porque hemos visto el crimen y lo hemos naturalizado. Y al hacerlo, no hay posibilidad de revisionismo. En nuestro caso, de negacionismo, de justificación del crimen (y ahora, cada vez más, sin vergüenza ninguna al exponerlo). Pero no puede haber negacionistas porque los arqueólogos han sido los responsables de que en este país sepamos y hayamos visto y constatado que aquí hubo un crimen contra la humanidad».

Mariángeles García

Mariángeles García se licenció en Filología Hispánica hace una pila de años, pero jamás osaría llamarse filóloga. Ahora se dedica a escribir cosillas en Yorokobu, Ling y otros proyectos de Yorokobu Plus porque, como el sueldo no le da para un lifting, la única manera de rejuvenecer es sentir curiosidad por el mundo que nos rodea. Por supuesto, tampoco se atreve a llamarse periodista. Y no se le está dando muy mal porque en 2018 obtuvo el Premio Nacional de Periodismo Miguel Delibes, otorgado por la Asociación de Prensa de Valladolid, por su serie Relatos ortográficos, que se publica mensualmente en la edición impresa y online de Yorokobu. A sus dos criaturas con piernas, se ha unido otra con forma de libro: Relatos ortográficos. Cómo echarle cuento a la norma lingüística, publicada por Pie de Página y que ha presentado en Los muchos libros (Cadena Ser) y Un idioma sin fronteras (RNE), entre otras muchas emisoras locales y diarios, para orgullo de su mamá. Además de los Relatos, es autora de Conversaciones ortográficas, Y tú más, El origen de los dichos y Palabras con mucho cuento, todas ellas series publicadas en la edición online de Yorokobu. Su última turra en esta santa casa es Traductor simultáneo, un diccionario de palabros y expresiones de la generación Z para boomers como ella.

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