No hace mucho “Space Invaders”, el juego que marcó a una generación de aficionados al joystick, cumplió 30 años. Mis antecedentes proceden del madrileño y, por aquel entonces, muy conflictivo barrio de Moratalaz. Elvira Lindo y Alejandro Sanz puede que también recuerden los “Billares de Correos”, en cuya planta de calle estaban las máquinas arcade, y abajo los billares, por lo que mi excitación de adolescente se debatía entre dos mundos que parecían irreconciliables: los bits y las chicas.
La verdadera aventura consistía en bajar al sótano, donde unos golfos con mucho menos encanto que Paul Newman, exhibían a sus princesas escotadas y minifalderas, mientras le daban al taco con desigual pericia.
Aunque una mirada más larga de la cuenta podía costarte un bofetón y las carcajadas del resto de chulos, yo no renunciaba a intentar descubrir un retazo de ropa interior o el premio inesperado de un muslo que comienza a perder su nombre. Se podía fumar, no había límite de edad, y la visibilidad era de apenas un par de metros, tal era la nube de humo que flotaba sobre los tapetes. Cuando ya escocían los ojos convenía subir las escaleras, y entrar en la atmósfera de los juegos arcade.
Varios títulos vienen a mi memoria… El inmediato sucesor de “Space Invaders” fue “Galaxians”… Todavía se me acelera el pulso si escucho los sonidos que emitía la máquina tras ingerir la moneda, pulsar el botón de “1 Player” y sentir el destino del Universo en mis manos.
En “Defender”, mi favorita de aquellos años, la nave recorría un horizonte minimalista, eliminando otros aparatos y rescatando mineros en apuros, en un planeta hostil. El nivel de abstracción que se exigía al jugador alcanzaba cotas épicas, dada la pobreza de los gráficos, la abundancia de botones y lo parco de las instrucciones… También recuerdo “Xevious” con su estética líquida, precursora de Bob Esponja, y su bombardeo parabólico. O la elegancia de “Asteroids” y sus rocas diminutas hechas de luz…
Un buen día las princesas del sótano, donde estaban las mesas de billar, comenzaron a pasar más tiempo arriba. El primer responsable fue un juego bastante bobo llamado “Paper Boy”, pero la verdadera revolución que llenó de minifaldas la planta de los arcade fue “Tetris”. La irrupción de “Pac-Man” también atrajo más nenas… y supuso el principio del fin de los shoot-them-up (dispáralos a todos).
Años después, y tras el éxito del primer “Street Fighter”, las máquinas de marcianos comenzaron a declinar, cediendo terreno a las de meter hostias y a las de disparar a zombies o a terroristas, con sofisticadas armas que pesaban lo suyo. Eso, sumado a mi inexorable camino hacia la madurez, me alejó de los billares. Las cabinas de los sex-shops, de las que ya he hablado aquí, vinieron a llenar ese vacío durante algún tiempo…
En aquella época se estrenó “Tron” (Steven Lisberger, 1982), y ya pueden imaginar el impacto que supuso para todos nosotros. Hace poco fui a ver la hipertrofiada secuela “Tron Legacy 3D” (Joseph Kosinski, 2011), y no sentí ni una milésima parte de la emoción de entonces.
La práctica totalidad de las salas de máquinas recreativas de Madrid desaparecieron o se reconvirtieron en casinos electrónicos. Las tragaperras fueron reemplazando de manera inevitable a las pantallas VGA. Generaban mucho más negocio para sus propietarios que una vieja máquina arcade, en la que una sola partida podía durar cuarenta minutos, si eras bueno. Y yo lo era.
Todavía hoy, si me concentro y cierro los ojos, siento fluir la adrenalina cuando batía un nuevo récord en “Defender”para después escribir mis iniciales en la cumbre del marcador. Y también puedo oler el perfume barato y excitante de aquellas princesas rotas, a quienes dedico este artículo, de todo corazón.
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