La sofisticación de la guerra llegó a un punto en el que los drones se quedaron con buena parte del trabajo sucio. La sangre de los enemigos ya no tendría que salpicar el uniforme de las tropas. Pero si la buena vista es requisito imprescindible para cualquier piloto, no ocurre lo mismo con aquellos artilugios teledirigidos. Desde la altura desde la que operan apenas se divisa la figura humana. Aquello que se ve ahí abajo puede ser una persona, aunque más bien parece un insecto. Por eso, en la jerga militar se suele emplear la expresión bug splats para referirse a los muertos tras el ataque de un dron.
«Preferimos no concretar el nombre del pueblo para proteger a los lugareños», se disculpa Akash Goel a Yorokobu, médico de profesión y miembro del colectivo que abandera el proyecto.
Ahora, los operadores de estos pequeños aviones no tripulados ya no ven pequeñas y anónimas motas en sus monitores, sino la cara de un niño. La pieza se dejó allí por un tiempo, hasta que las gentes de la zona decidieron utilizar la tela para otros fines útiles, como la fabricación de techos. Pero Goel y el resto del equipo siguen guardando la foto de aquel niño. Soñamos con que llegue la paz a esta hermosa región y estamos dispuestos a desplegar más vinilos en otros lugares de la zona.
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