Las imágenes no mienten. Desde el espacio, los satélites han registrado la metamorfosis de la Tierra hacia un clima más gélido. El cambio climático está impulsando las capas de hielo más allá de sus márgenes tradicionales en las regiones polares. Ahora comprendemos por qué tantas ciudades despiertan entumecidas tras las persistentes olas de frío. No se trata simplemente de un poco de nieve acumulada en las calles. Es el presagio de una nueva Edad de Hielo, cuyas consecuencias amenazan con quebrar los cimientos de sociedades y ecosistemas de todo el mundo.
El párrafo que acaban de leer es, obviamente, ficticio. La Tierra, y los habitantes que medramos en ella, no se está congelando, sino todo lo contrario. Sin embargo, hace menos de un siglo, temer un futuro gélido no era una idea descabellada. Cojan algo de abrigo. Vamos a hacer un recorrido histórico para comprender por qué, durante la década de 1970, muchos titulares advirtieron sobre el advenimiento de una glaciación.
Nuestra primera parada tiene lugar durante el siglo XIX. A orillas del lago Neuchâtel, situado en Suiza, el naturalista alemán Karl Schimper reflexiona sobre la historia de aquella región alpina y, por extensión, del mundo. A lo largo de Europa, Norteamérica y Asia se esparcen diversas pistas, las cuales parecen indicar que, en el pasado, la Tierra estuvo sometida por glaciares, grandes extensiones de hielo y mucho frío.
No es el único que ha comenzado a unir las piezas; otros naturalistas, como Jean Charpentier o Louis Agassiz, comparten su idea. Pero es Schimper quien, en una oda de 22 estrofas e impresa el 15 de febrero de 1837, le da nombre: Die Eiszeit, la Edad de Hielo. Sin embargo, convencer al entorno académico de la época no será una tarea sencilla.
El argumento predominante sostenía que la Tierra experimentó un enfriamiento gradual desde su formación como un cuerpo celeste incandescente. Por ejemplo, Charles Lyell, el geólogo más respetado del momento, se opuso inicialmente a la hipótesis de las glaciaciones, la cual descalificó al referirse a ella como «la refrigeración del globo». Aunque, tras años de debates y acumulación de evidencias, durante la década de 1860 la idea acabó siendo aceptada, a la vez que el foco se trasladó hacia la siguiente cuestión. ¿Cómo se pone en marcha una glaciación?
Nos adentramos ahora en el siglo XX, hasta llegar al año 1930. El matemático serbio Milutin Milankovitch acaba de publicar un libro donde une matemáticas, climatología y astronomía para explicar el ir y venir de múltiples glaciaciones en el pasado. Su hipótesis recoge el testigo lanzado desde el siglo XIX por figuras como Joseph Adhemar y James Croll, quienes habían apuntado hacia las variaciones en la órbita de la Tierra como detonantes del inicio de una nueva Edad de Hielo.
Dichas variaciones afectan a la cantidad de radiación solar que llega a la superficie terrestre y dependen de tres ciclos: la excentricidad de la órbita del planeta (100.000 años), la inclinación del eje terrestre (41.000 años) y la precesión de los equinoccios (23.000 años). Sin embargo, Milankovitch necesitaba pruebas para sustentar su razonamiento y estas, desgraciadamente, lucían por su ausencia en aquellos momentos.
Además, tras aceptar la existencia de tiempos más fríos, entre la comunidad científica había emergido una suerte de canon que los geógrafos alemanes Albrecht Penck y Eduard Brückner resumieron en 1909 en Los Alpes en la Edad de Hielo. En esta obra argumentaban que durante el Pleistoceno tuvieron lugar cuatro períodos glaciales, mientras que Milankovitch proponía la ocurrencia de muchos más.
El recorrido para demostrar que Milankovitch tenía razón fue largo. Una travesía iniciada por el geólogo Cesare Emiliani, quien desgranó la paleoclimatología del Pleistoceno mediante el estudio de microfósiles presentes en los sedimentos oceánicos. En 1955 publicó los resultados de su trabajo, el cual le llevó a defender que existieron docenas de glaciaciones, correlacionadas con los cálculos de Milankovitch. Emiliani fue un paso más allá, ya que se propuso indagar sobre la posible fecha de caducidad del actual periodo interglaciar, llegando a asegurar en 1966 que «una nueva glaciación comenzará dentro de unos pocos miles de años».
Por su parte, la paleoclimatología continuó reuniendo pruebas para avalar la idea de Milankovitch. Se analizaron el hielo acumulado en Groenlandia o la Antártida, restos de arrecifes de coral y los sedimentos depositados en las profundidades oceánicas, entre otros registros. De esta forma, durante la década de 1970 la susodicha hipótesis acabó siendo aceptada. Este conocimiento científico permitía comprender el clima del pasado, pero también, tal y como había apuntado Emiliani, el futuro. Por ejemplo, en 1976 un artículo publicado en Science indicaba lo siguiente:
«Un modelo del clima futuro basado en las relaciones orbitales-climáticas observadas, pero ignorando los efectos antropogénicos, predice que la tendencia a largo plazo durante los próximos miles de años es hacia una extensa glaciación en el hemisferio norte».
Regresemos a la década de 1960 para conocer el segundo punto importante de esta historia. En esa época ya se sospechaba que la tendencia al calentamiento, observada antes de los años cuarenta, se debía a las emisiones humanas de CO2, aunque ante las narices de la comunidad científica se estaba materializando un nuevo misterio. Diversos estudios, entre los que destacan los llevados a cabo por el meteorólogo estadounidense J. Murray Mitchell Jr., apuntaban a un enfriamiento de la Tierra.
¿Qué estaba pasando? Una posible explicación podría esconderse tras las erupciones volcánicas que, al liberar partículas o aerosoles, provocan el descenso de las temperaturas. Dicha idea llevaba tiempo siendo barajada. Por ejemplo, en el siglo XVIII, Benjamin Franklin propuso que la erupción en 1783 del volcán Laki, localizado en Islandia, supuso un verano fresco en gran parte de Europa. Pero ni dicha hipótesis, ni otras como la variación de la actividad solar, eran capaces de ofrecer una explicación al no hallarse correlación alguna.
Sería otro meteorólogo quien daría la respuesta. Durante un vuelo en avión sobre la India, Reid Bryson observó grandes nubes de polvo que le impedían ver la superficie terrestre. Las nubes en cuestión provenían de las actividades agrícolas y ganaderas. ¿Acaso la contaminación por aerosoles podría enfriar el planeta? En 1968 Bryson demostró que, en efecto, la actividad humana enturbiaba la atmósfera, siendo posible nuestra influencia sobre el clima de forma similar a los volcanes.
Tras aceptar que la humanidad puede afectar al clima, la ciencia se hallaba ante una bifurcación. En el famoso libro La explosión demográfica, que Paul R. Ehrlich y Anne H. Ehrlich publicaron en 1968, encontramos un buen resumen sobre la incertidumbre emergida al confrontar los dos impactos antagónicos:
«Por el momento, no podemos predecir cuáles serán los resultados climáticos globales de nuestro uso de la atmósfera como vertedero. Sí sabemos que cambios muy pequeños en cualquier dirección de la temperatura media de la Tierra podrían ser muy graves. Con unos pocos grados de enfriamiento, podríamos asistir a una nueva era glacial, con efectos rápidos y drásticos sobre la productividad agrícola de las regiones templadas. Con unos pocos grados de calentamiento, los casquetes glaciares de Groenlandia y la Antártida se derretirán, lo que podría elevar el nivel de los océanos 76 metros ¿Alguien quiere subir en góndola al Empire State Building?».
Así llegamos, nuevamente, a la década de 1970, donde confluyen ambos asuntos: la confirmación de la hipótesis de Milankovitch y la equiparación de la acción humana con los volcanes. Estas ideas, principalmente la segunda, rondaron los pasillos de la ciencia en confrontación con el cada vez más evidente calentamiento derivado de la liberación de CO2 y otros gases de efecto invernadero.
Por ejemplo, en 1971 los dos posibles caminos fueron esbozados en un artículo publicado en Science, donde los autores aplicaban los conocimientos adquiridos sobre los climas de los planetas Marte y Venus. Sus resultados, que posteriormente se demostrarían erróneos, alertaban de los siguiente:
«Un aumento de 4 veces la concentración de polvo en equilibrio en la atmósfera mundial, que no se puede descartar que se produzca en el próximo siglo, podría disminuir la temperatura media de la superficie hasta en 3,5 ºC. Si se mantuviera durante varios años, esta disminución de la temperatura ¡podría ser suficiente para desencadenar una edad de hielo!».
En realidad, este debate científico tuvo un recorrido muy corto. Las evidencias inclinaron la balanza a favor del calentamiento global. Sin embargo, la posibilidad de una nueva Edad de Hielo logró congelar la imaginación del gran público, gracias a los medios de comunicación y a un puñado de académicos.
En 1972, en la Universidad de Brown (Providence), tuvo lugar una reunión científica para tratar de dilucidar cómo y cuándo tendría lugar el final del presente periodo interglaciar. Al margen de causas artificiales o naturales, los asistentes estaban convencidos de la inminente puesta en marcha de una Edad de Hielo. Por este motivo, en diciembre de ese mismo año, sus preocupaciones acabaron cristalizando en una carta remitida al presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon. En la carta, firmada por los geólogos George Kukla y Robley Matthews, advertían de lo siguiente:
«La principal conclusión de la reunión fue que un deterioro global del clima [debido al inicio de una glaciación], en un orden de magnitud mayor que cualquier otro experimentado hasta ahora por la humanidad civilizada, es una posibilidad muy real y, de hecho, puede ocurrir muy pronto».
Por este motivo, Kukla y Matthews pedían a Nixon que pusiera en marcha las medidas necesarias, impulsando así la acción de otras naciones, ya que «el cambio climático global constituye un peligro ambiental de primer orden».
Desconocemos si Nixon llegó a leer dicha carta, pero aquellas líneas no fueron en vano. Un año después el gobierno creó el Panel on the Present Interglacial para evaluar el tema, aunque este comité concluyó que las emisiones humanas de gases de efecto invernadero retrasarían la llegada de una glaciación.
Los pasos de Kukla bien merecen un par de párrafos. A principios de los cincuenta, se especializó en geología en la Universidad Carolina (Praga), ejerciendo así como científico dentro de la órbita de la Unión Soviética, lo cual le llevó a estudiar depósitos de arcilla para fabricar porcelana en la Cuba de Fidel Castro. Pero la investigación que marcaría su camino estaba relacionada con el escrutinio de los loess, depósitos de limos formados por la acción del viento, en Checoslovaquia.
Dicho registro paleoclimático le permitió presentar evidencias a favor de la hipótesis de Milankovitch. En 1971 se trasladó a Estados Unidos para trabajar en la Universidad de Columbia, donde se convirtió en uno de los principales paladines que defendían una venidera nueva Edad de Hielo.
Sus declaraciones aparecen, por ejemplo, en artículos como «The Cooling World» (publicado en la revista Newsweek en 1975), «Another Ice Age?» (en la revista Times en 1974) o en el programa de televisión The Weather Machine, emitido por la BBC en 1974, donde Kukla advertía sobre el susodicho futuro helador:
«Lamento decir que el periodo cálido que estamos viviendo ahora acaba de pasar su cumpleaños 10 000. Esto significa que la Edad de Hielo tendrá lugar en cualquier momento».
En las décadas posteriores, a pesar de que la hipótesis del enfriamiento global quedó descartada, Kukla siguió defendiendo su idea. Continuó desgranando la paleoclimatología, centrando su obsesión en conocer cuánto duraron los períodos interglaciares para así determinar cuándo podría comenzar una nueva glaciación. En el año 2000, tras un simposio celebrado en Nueva York, publicó un artículo en Science donde incidía sobre esto:
«La reconstrucción de los procesos que hicieron que la Tierra interglaciar pasara de un periodo parecido al actual a uno glaciar puede enseñarnos mucho sobre cómo puede cambiar el clima en el futuro».
Atrincherado en esta posición, regalando indirectamente munición a los negacionistas climáticos, Kukla mantuvo que el calentamiento actual, cuyas causas naturales consideraba más importantes que las artificiales, era la antesala de una Edad de Hielo. Fechó el inicio de la próxima glaciación para dentro de 5000 años. Quiero pensar que, cuando lleguemos a ese punto, habremos resuelto la cuestión del calentamiento.
A pesar de los titulares, la Nueva Edad de Hielo nunca se puso en marcha, ni por causas naturales ni artificiales. De hecho, a finales de los setenta la contaminación por aerosoles, como el dióxido de azufre, descendió de forma brusca gracias a una serie de leyes que regularon sus emisiones; evitando así cualquier enfriamiento global de origen humano.
Por contra, en aquellos años la comunidad científica ya estaba centrada en el verdadero desafío climático. Por ejemplo, en 1975 la revista Science publicó un artículo donde el geoquímico Wallace Broecker recopilaba varias pruebas a favor del calentamiento global.
Entre ellas podemos mencionar los resultados de los modelos climáticos, que cada vez eran más finos en sus predicciones, desarrollados por científicos como James Hansen o Syukuro Manabe (galardonado con el Premio Nobel en 2021). O el registro del incremento de CO2 atmosférico, llevado a cabo por Charles Keeling en Mauna Loa, cuya correlación con el aumento de las temperaturas mundiales comenzaba a ser muy evidente.
El problema de la humanidad no sería un mundo donde los glaciares se apoderen de la Tierra, sino un mundo donde esos mismos glaciares sean el fantasma de una oportunidad perdida.