Culturas que viven sin números… o con demasiados

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Daniel Tammet es un genio de las matemáticas. Es capaz de memorizar cantidades ingentes de números, y dice que la explicación de esta capacidad está en su sinestesia. Cuando piensa en un número, distingue colores y siluetas. Eso hace que le resulte más fácil memorizarlos.

Tammet tiene otras capacidades sobresalientes, como la facilidad para aprender un idioma en una semana. Cuando se topó con el islandés, descubrió que esta lengua otorgaba a los números, al menos a los más bajos, un matiz muy parecido al que él veía en su cabeza. No es que todos los islandeses sean sinestésicos, claro. Pero sí consideran que los números del 1 al 4 pueden tener matices diferentes, como los colores.

En su libro La poesía de los números, Daniel Tammet explica que si preguntas a un islandés qué va después del tres, seguramente no sabrá qué responder. El motivo es que este pueblo no entiende el tres como algo abstracto, por lo que para ellos no es lo mismo tres vacas que tres mesas. En un manual de conversación, el número 4 aparece como fjórir. Pero cuatro ovejas son fjórar. Para ellos, el número abstracto situado al lado de la palabra que designa una cosa, como aparece en los manuales, no tendría mucho sentido.

Foto de pájaros en Islandia: Shutterstock

Tammet se enamoró de cómo contaban estos «vikingos» porque aplicaban una distinción extremadamente sutil a las cantidades más pequeñas. Cada cosa en islandés exige su propia palabra para ser contada. Ya sean teléfonos móviles, periódicos, niños o acontecimientos. Esto ocurre sólo hasta el número cuatro: después, sí que utilizan un sistema numérico parecido al que impera en el mundo occidental.

Cuando un islandés dice que un niño tiene tveggja años, está otorgando a la edad una dimensión palpable, sacándola del entorno abstracto.

Ocurre algo parecido a cuando otorgamos al número de un autobús una cualidad de sustantivo. «Me voy a coger el 3», que sustituye a «el autobús número 3». Esto hacen ellos continuamente, hacer que los números sean palpables y se incluyan en lo definido, lejos de limitarse a expresar su cantidad. La elección de distintos matices de palabras para expresar un número aporta una cualidad a esa palabra, del mismo modo que la aporta la elección de la palabra «carmesí» en lugar de «rojo». «Los islandeses aplican a los números más pequeños las gradaciones y matices que nosotros empleamos con el color», concluye Tammet.

Foto de Daniel Tammet: Red Maxwell

Sobre el hecho de que se detuvieran al llegar al número cinco, el matemático supone que se debe a que, según los psicólogos, el ser humano sólo es capaz de contar instintivamente hasta cuatro unidades. A partir de ahí, necesita un pensamiento consciente, la cantidad no se «forma» automáticamente en su cabeza.

La sofisticación numérica de los islandeses es comparable a la de otras culturas, como la china. En su caso, los ligeros matices se aplican a todos los números y no sólo a los más bajos.

Para no equivocarse con tantas variaciones, lo que hacen es agrupar las palabras según su forma o textura. Por ejemplo, utilizan unos números para objetos alargados y flexibles como pantalones o ríos; y otros para objetos planos como papeles o sábanas. Hay más variaciones según el dialecto, por lo que el sistema es extremadamente complejo.

Uno, dos, tres y ya

En el extremo opuesto a esta complejidad, existen culturas que sólo utilizan unos pocos números. Con eso les basta y les sobra.

Los vedda, una tribu indígena de Sri Lanka, sólo tienen palabras para denominar el uno y el dos. A partir de ahí, continúan añadiendo «y uno más». Algo parecido hacen los caquinte peruanos, que llaman al tres «otro más» y al cuatro «el que sigue». Los munduruku brasileños designan a cada número del uno al cuatro con una palabra que tiene tantas sílabas como describe el número designado: pug, xep xep, ebapug y edadipdip. Este sistema no puede seguir más allá por razones evidentes de inteligibilidad.

La expresión de los números viene determinada en gran parte por las necesidades sociales. En los modos de vida tradicionales no necesitan manejar grandes cantidades. «Todo número que exceda la cantidad de dedos de la mano es superfluo en su modo de vida tradicional», dice Tammet hablando de lugares donde no hay calendarios, fechas ni abogados.

En concreto, pone el ejemplo de una tribu de la jungla amazónica que no sabe nada en absoluto de números: no hace planes de más de un día de duración y reparte la comida aleatoriamente hasta que se agota, poniendo la norma de que si alguien se ha quedado sin ella, los demás tienen que compartirla. Su única forma de referirse a la cantidad de algo es mostrar la palma de la mano paralela al suelo, expresando el montón que formaría dicha cantidad si se colocara ahí. Sí que entienden el concepto de pequeño o grande: para ellos, un pájaro es una bandada pequeña; una bandada es un pájaro grande.

Las curiosidades numéricas de esta tribu se originan en su imposibilidad de concebir la unidad como algo abstracto. Esta incapacidad de abstracción les dificulta también entender dibujos o fotografías o contar historias: sólo hablan del presente inmediato.

Esto no está relacionado, insiste Tammet, con carencias intelectuales, sino con las necesidades sociales. De hecho, los miembros de la tribu australiana de los Queensland, tan parcos en números como las recientemente citadas, son capaces sin embargo de expresar la ubicación geográfica exacta de algo gracias a su lenguaje. El uso de números es muy reciente en el ser humano, que ha tenido que adaptar a ello las neuronas que utilizaba para otros asuntos. Es lógico que en culturas donde los números no sean necesarios haya dificultades para comprenderlos: nadie nace con una capacidad innata para reconocerlos.

Otro ejemplo del efecto de la cultura sobre la manera de contar se encuentra en la tribu de los kpelle de Liberia: sólo cuentan hasta cincuenta, y se refieren a cualquier cantidad más elevada como «cien». «Los kpelle creen que los números dominan a las personas y los animales y que conviene intercambiarlos sólo en contadas ocasiones y siempre con respeto», cuenta Daniel Tammet. Los ancianos guardan celosamente las soluciones de las sumas y se considera que trae mala suerte contar gente. En este caso, la simplicidad de las palabras usadas para contar no es sólo una cuestión lingüística, sino también ética. No son pocas las culturas en las que hay supersticiones relacionadas con los números, o las que les atribuyen distintos significados positivos o negativos.

Cuando los romanos crearon su sistema numérico, no tenían la necesidad de contar nada inferior a la unidad ni muy superior a unos cuantos miles. Por eso la numeración romana sería muy ineficaz para expresar cantidades muy elevadas o fracciones.

Sin embargo, en la época de la información en la que nos encontramos, es necesario tener recursos para expresar cantidades gigantes, aunque sea casi imposible reproducirlas en nuestra cabeza. El ser humano, de hecho, es bastante malo a la hora de estimar cantidades. De ahí que tengan éxito juegos en los que hay que acertar el número de caramelos que hay en una urna, por ejemplo. O que muchas personas no se hagan la idea del número de habitantes de una localidad o de la extensión de un país. Padecemos una especie de «anumeralia», si existiera un trastorno así. Quizá sea porque, en realidad, no necesitamos contar hasta tan lejos.

Foto de portada de la tribu munduruku: Greenpeace Brasil

Isabel Garzo

Isabel Garzo es periodista, escritora y asesora de comunicación. Es autora de las novelas, 'La habitación de Dafne' (Demipage, 2022), 'Los seres infrecuentes' (Editorial Pie de Página, 2016) y 'Las reglas del olvido' (Editorial LoQueNoExiste, 2013) y del libro de relatos 'Cuenta hasta diez' (Incógnita Editores, 2010). @IsabelGarzo

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