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La obsesión con la felicidad y cómo te puede amargar la existencia

La felicidad puede ser amarga. Más allá de un oxímoron, la frase encierra una verdad cada día más patente. Hemos pasado de buscar discretamente la felicidad a proclamarla a los cuatro vientos en las redes sociales. La publicidad la ha mercantilizado y las empresas la han convertido en una herramienta para conseguir más productividad. La tiranía de lo cuqui y positivo se ha colado en nuestras tazas, en nuestra ropa y en nuestra vida. Hay una presión social por ser feliz, o por aparentarlo, que antes no existía. Y eso no hace que seamos más felices. Más bien todo lo contrario.

La venta de antidepresivos se ha triplicado en España en los últimos diez años, un aumento total del 200%, según la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS). Este dato, por sí solo, no dice nada sobre la felicidad de nuestra sociedad. Tendría que ponerse en contexto, analizar el efecto de la crisis, la tendencia creciente de los psiquiatras a recetar medicamentos y muchas otras variables. Pero ciertamente no da a entender que vivamos en una sociedad más feliz que la que tuvieron nuestros padres.

Mirando a nuestro alrededor nadie lo diría. En el ensayo The Happiness Industry, William Davies apunta como principal motivo el hecho de que «en nuestra época, el concepto de felicidad se ha trasladado de la esfera privada a la pública». La hierba del vecino siempre ha parecido más verde que la propia, pero hasta ahora no teníamos al vecino enseñándonos fotos de su jardín pasadas por el Photoshop, haciéndolo parecer un auténtico vergel.

No cuantificábamos su número de admiradores ni teníamos una forma objetiva de compararlos con los nuestros. Ahora sí. Lo cierto es que nadie se abre una cuenta en Facebook para sentirse solo y miserable, pero según varios estudios, eso es exactamente lo que acaba pasando.

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Davies va más allá y en su ensayo no sólo menciona las redes sociales, también destaca el papel que juegan las empresas. Por un lado las marcas, ya sean de bebida, de comida rápida o de ropa, asocian sus productos a la felicidad. Y esto, según Davies, tiene como consecuencia que este sentimiento, «que era un fin en sí mismo, se haya convertido en una forma de mostrar poder, salud y estatus». Como decía el filósofo Zygmunt Bauman, «todas las ideas de felicidad siempre acaban en una tienda».

La publicidad y la sociedad de consumo han mercantilizado el bienestar y lo han convertido en euforia, pero este no es el único rol que juegan las empresas en este tema. El Foro de Davos reúne anualmente a la élite política y empresarial del mundo en Suiza. Entre charlas y conferencias se discuten los retos económicos y empresariales del mundo.

En 2008 había un invitado bastante peculiar, que paulatinamente se ha acabado convirtiendo en un asiduo a la cita. Matthieu Ricard es biólogo molecular y monje budista. Sin embargo, el título que le ha dado fama es el de hombre más feliz del mundo. Podría parecer que Davos no era su lugar, que los dirigentes empresariales más poderosos del mundo no mostrarían interés en su charla. Pero estuvo tan llena que le pidieron que repitiera al año siguiente.

Según diversos estudios, un trabajador feliz puede llegar a ser un 12% más productivo que uno que no lo es. La felicidad, desde el punto de vista del empresario, es un negocio redondo. Es lo que lleva años predicando Tony Hsieh, director de Zappos, una empresa de venta de calzado online vendida en 2009 a Amazon por 1.000 millones de dólares.

Hsieh asegura que el secreto de su éxito ha sido centrarse en el bienestar del trabajador. No es el único que lo ha hecho. Los toboganes que tiene Google en sus oficinas de Zurich; los castillos de poliespan y las réplicas de barcos piratas que pueblan las oficinas de Inventionland; las oficinas londinenses de Expedia, que recrean el ambiente de una discoteca, con sus barras y su zona chill out… todos estos movimientos, por muy interesantes, loables e innovadores que parezcan, tienen la misma finalidad de siempre: conseguir más productividad.

Los gobiernos también se han dado cuenta del potencial de este sentimiento. Hace años que Butan, un pequeño y remoto país de Asia, es conocido mundialmente por medir su desarrollo no por el PIB, sino por la felicidad interior bruta. Francia, Inglaterra y Bruselas ya han anunciado su interés en realizar unas mediciones similares. Podrían tomar como referencia la clasificación que realiza desde 2012 la ONU. El informe sobre la felicidad mundial clasifica los países más felices del mundo y con un rápido vistazo podemos constatar la relación entre riqueza y felicidad.

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Según la psicóloga Silvia Cabezas, «la felicidad es una construcción social y cultural relativa en el tiempo y en el espacio, pues cada civilización la interpreta de forma distinta». En nuestra era se ha convertido en un ideal difuso, una nueva religión a la que rendir culto. Nuestros jefes y nuestros gobernantes quieren que seamos felices. La televisión y las redes sociales nos bombardean con mensajes positivos y nos hacen ver que todo el mundo a nuestro alrededor lo es. Pero, ¿qué tiene esto de malo?

El problema no es que busquemos ser felices, sino que al hacer pública esa búsqueda —el sector público, el privado y nosotros mismos— estemos inculcando los mensajes equivocados. En un artículo de la revista académica Harvard Business Review se analizaba la creciente frustración de la generación milenial.

Basándose en datos sociológicos, su autor acababa concluyendo que la enorme diferencia entre las expectativas y la realidad acaba degenerando en frustración. Por poner un ejemplo, «follow your passion» (sigue tu pasión) es una frase pegadiza con un mensaje nocivo. Según Google Ngram Viewer, esta expresión comenzó a tomar fuerza en los noventa y despegó definitivamente en el nuevo milenio. Por contra, búsquedas como «una carrera segura» han pasado de moda.

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Hay otros mensajes aparentemente positivos que pueden producir el efecto contrario. Las etiquetas aspiracionales relacionadas con el deporte, los #NoHayExcusas, #NoPainNoGain #JustDoIt y demás frases hechas, pueden leerse como una forma de animar al público a conseguir un físico espectacular. Pero también son una manera de culpabilizar al que no lo hace, de declirle al gordito que no hay excusa válida para estar así. Pueden convertirse en una forma sutil pero efectiva de body shaming.

Pero los mensajes más perversos de todos son aquellos que se propagan como un virus en las redes sociales. Aquellos que nos animan a sonreír, a buscar la felicidad, a vivir cada día como si fuera el último. Según Iris Mauss, psicóloga de la Universidad de California, esta búsqueda desesperada de la felicidad puede llevar a conseguir todo lo contrario. En una entrevista a la web Livescience, la autora explicaba que «centrarse explícitamente en conseguir la felicidad acaba generando un sentimiento autodestructivo».

Los estudios, declaraciones y ensayos sobre el tema han ido aumentando en los últimos años. Sin embargo, uno de los más acertados no lo encontramos en ningún autor contemporáneo. En el libro La expresión de emociones en el hombre y los animales, Charles Darwin señalaba que las emociones existen para ayudarnos a sobrevivir. La tristeza sirve para afrontar cambios, el miedo para buscar refugio. Para Darwin las emociones estaban ligadas a la supervivencia, y esta se consigue no sólo a base de sonrisas y frases aspiracionales. Así que la próxima vez que veas uno de estos mensajes piénsalo dos veces antes de compartirlo y haz caso a Darwin: estás más vivo cuando no eres simplemente feliz.

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