En el puesto 75 del mercado municipal de San Fernando el pescado está vendido desde hace años. El repartidor no para ante su puerta, los clientes continúan caminando con paso atribulado cuando se acercan al ventanal de esta antigua pescadería, dirigiendo miradas curiosas pero sin pararse a pedir la vez.
El puesto 75 es un lugar de contrastes. Su mostrador metálico está yermo y frío, pero su interior está preñado de ideas. No hay ningún pescadero que lo regente, pero por sus puertas pasan comunicadores, diseñadores, periodistas, arquitectos y obreros. El puesto 75 no vende nada, pero es uno de los culpables de que el madrileño mercado de Lavapiés haya recuperado un esplendor que los años habían teñido de mate. Y es que el 75 no es un puesto cualquiera. Es un puesto en construcción.
PEC (puesto en construcción) es el nombre de un local y de un colectivo que intenta transformar la realidad. Bajo estas siglas se esconde un espacio compartido de trabajo y un centro de empoderamiento ciudadano; una agencia de comunicación y una central de diseño y edición -aún en desarrollo-; y un centro de arquitectura sostenible. PEC es muchas cosas, y todas se resumen en un espacio de 41 metros cuadrados que ocupa el puesto 75 en el mercado de San Fernando.
El local fue diseñado y construido por los integrantes de la asociación, con ayuda de amigos, utilizando materiales reciclados y bajo criterios de construcción sostenible. Su mesa era la puerta de la pescadería, las baldosas de su suelo eran el revestimiento de mármol de sus antiguas paredes, los azulejos de una obra en la que estaban trabajando.
Aquí todos los detalles revelan una nueva pata, una actividad en ciernes de un colectivo poliédrico e inquieto. Como la vieja imprenta que descansa en una esquina, o los restos de un taller de huertos verticales que se amontonan bajo el mostrador. Ni siquiera la localización es casual. «Podíamos haber estado en un cuarto piso mirando a los tejados de Madrid», comenta Manuel Cifuentes, infografista y miembro del PEC, «pero elegimos estar aquí con los inconvenientes y las limitaciones que puede tener, porque creíamos que aporta mucho más de lo que podía limitar. El germen que nos une es precisamente este, la defensa de los mercados de abastos».
Manuel Cifuentes habla despacio y bajito. Casi se diría que cada frase que emite sea un secreto confesado a desgana, en un susurro pedregoso y monocorde que flota en el aire denso del puesto 75. Es una tarde de jueves y el bullicio reposado del mercado, que se intuye tras los ventanales del PEC, contrasta con la tranquilidad que parece flotar dentro del local.
Cifuentes habla sobre colectividad y uso público, sobre identidad cultural y mercados. Junto a él se encuentran Laura Casanova, también arquitecta, y Mónica Cuende, comunicadora y periodista. Están ellos porque hoy han venido aquí a trabajar, pero podría haber sido cualquiera de los integrantes de PEC con los que se dio cita el periodista, sin especificar quién sería su interlocutor. Así funcionan las cosas en PEC, de una forma organizadamente caótica. Orgánica, como se dice ahora.
Cada historia tiene un principio y la del PEC se remonta al 2010, cuando se gestó el embrión de este lugar, fruto de la unión de un mercado, el de San Fernando, con un centro social, la Tabacalera. En esta época se sucedieron una serie de reuniones entre ambos entes, unos encuentros destinados a repensar la forma, mantener el mercado como plaza pública y a analizarlo desde un punto de vista antropológico y social. Corría el año 2010 y el modelo tradicional de mercado estaba en proceso de derribo.
El nuevo mercado de San Miguel empezaba entonces a dar unos primeros pasos propios de Usain Bolt y muchos otros (San Antón, Barceló, San Ildefonso) le siguieron. Sin embargo aquí no había una inversión mastodóntica, no había tampoco una intención de cambiar el público ni el uso del mercado. Había que pensar la manera de reinventarse y optaron por un modelo nuevo, que uniera tradición y modernidad sin renunciar a la esencia del mercado de barrio.
«Este mercado estaba con un 50 % de desocupación», comenta Mónica Cuende señalando alrededor. Había que hacer algo o sus puertas acabarían cerrando. Fue entonces cuando idearon una manera de darse a conocer, de llamar la atención del barrio y llenar el mercado de iniciativas. Se hizo con gestos simples, en lugar de inversores e inyecciones de capital. Y funcionó. Fue entonces, también, cuando se empezaron a poner las primeras piedras del PEC. No fueron los únicos que decidieron mudarse al mercado. Libros al peso, cooperativas hortofrutícolas, bares de cerveza artesana… La oferta fue creciendo en cantidad y diversidad. «La mayoría es gente del barrio, cada uno desarrolló su propio modelo de negocio desde asociaciones hasta cooperativas de economía solidaria», destaca Cuende.
Max Weber y Jürgen Habermas aseguraban que las ciudades europeas están estructuradas en torno a la plaza del mercado. Dando esta afirmación por válida el mercado parece un buen punto de partida para cambiar un barrio. Lavapiés ha cambiado mucho en los últimos años. Sigue siendo un crisol de culturas que aúna a los inmigrantes de las nacionalidades más variopintas, sigue siendo un barrio relativamente humilde, donde las grandes cadenas de moda y restauración no abren franquicias. Ha cambiado pero sigue siendo igual. Más seguro, más limpio pero sin restaurantes de hamburguesas gourmet ni bares especializados en gin-tonics.
Aquí no ha habido un grupo empresarial que impusiera su visión del barrio (como sucedió en el triángulo de Ballesta con Triball) ni un colectivo concreto que homogeneizara la oferta (como el homosexual en Chueca). Lavapiés mantiene su esencia quizá porque el cambio no viene de fuera, sino del propio barrio. Un cambio que empezó en el mercado y se extendió como un virus a otros rincones.
La conversación se dirige por estos derroteros cuando una palabra comienza a flotar en el denso aire del puesto 75, una palabra que hace años se puso de moda y hoy día ha adquirido matices peyorativos. «Puede que hayamos cambiado el barrio pero nuestra meta no es la gentrificación», reconoce Laura Casanova. Lavapiés es un barrio céntrico, situado entre el eje de los museos y la espalda de la puerta del Sol, una localización envidiable de alquileres asequibles, un oasis inmobiliario que ha llamado la atención de empresas privadas y públicas. Hace años, cuando se hablaba de gentrificación, se resumía con una simpleza rayana en lo naif. Los alquileres bajos atraían a artistas y profesionales liberales, que cambiaban el barrio transformándolo en un lugar más seguro y atractivo, donde pasaban cosas. Pero el principal efecto colateral de esta acción, aparentemente inocua, era el alza de los alquileres, desplazando a la población originaria del barrio primero y a aquellos que lo cambiaron después. Las inmobiliarias y los intereses especulativos pronto pasaron a formar parte de la ecuación gentrificadora, con casos tan paradigmáticos como el de San Francisco.
«Nos van a trasladar a nosotros y a otra gente que está aquí», vaticina Casanova. «Y no es una buena forma de hacer urbanismo, yo creo que esta es una zona buenísima en la que conviven bien los diferentes grupos». «Este es un barrio con mucha presión exterior, con muchas ganas de que cambie», concede Cifuentes. «Pero nosotros trabajamos por el barrio y para el barrio, por eso intentamos tener una parte de servicio público, nos apuntamos a temas de activismo y de urbanismo social». También utilizan su sede como punto de encuentro de distintos movimientos, como el grupo de defensa medioambiental, Madrid No Fracking. Sus puertas están abiertas y su labor no se limita al espacio del mercado. Colaboran con otros espacios del barrio, como como ‘Esta es una plaza’, un descampado que se ha convertido en parque con la ayuda de los vecinos, o como el centro social La Tabacalera, donde se conocieron algunos miembros del PEC.
Esta es la fina línea en la que se mueven los integrantes del PEC, cambiar el barrio sin gentrificarlo, cambiar el mercado sin que pierda su esencia de abastos y servicios al barrio, mejorar Lavapiés sin forzar a sus habitantes a abandonarlo. De momento la cosa parece estar saliendo bien. Cuando se les reconoce este mérito, Cifuentes tuerce el gesto y recuerda el porqué de su nombre, Puesto en Construcción. «Entendemos las cosas como procesos vivos, que no se acaban de terminar del todo». Aún hay mucho barrio por construir; al fin y al cabo, no está todo el pescado vendido.
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