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Las palabras fabricadas del capitalismo

Días después de los atentados del 11M, cientos de mensajes se agolpaban en la entrada de la madrileña estación de Atocha. Mensajes anónimos garabateados sobre cartones y folios expresando rabia, impotencia o dolor. La afluencia de mensajes fue tal que, con el transcurrir de las semanas, el Ayuntamiento instaló un ordenador para que los transeúntes pudieran plasmar sus palabras de forma virtual y volcarlas después en un monumento en homenaje a las víctimas del atentado, una mole de cristal en la que se tallaron esos mensajes anónimos.
El ser humano tiene la necesidad de plasmar sus pensamientos sobre el hábitat que le rodea. La necesidad de comunicar más allá de la forma oral, de dejar un mensaje impreso para llegar a una audiencia mayor que un mero interlocutor, para trascender espacio y tiempo. Este fenómeno explica desde las primeras pinturas rupestres hasta la propagación de los grafitis. Explica el éxito de Twitter y la espontánea reacción de la ciudadanía madrileña tras los atentados de Madrid, en un fenómeno que se ha repetido a lo largo y ancho del globo cada vez que ha habido una gran tragedia.
Si el ser humano tiende a plasmar de forma física sus pensamientos, las ciudades deberían ofrecer un reflejo de esa realidad,. Pero no es así. Mientras que las paredes de los suburbios gritan, las fachadas de los centros urbanos hablan con una voz impostada y sexy. «Hazte con ello». Repiten mensajes estudiados por agencias de publicidad y aprobados por departamentos de marketing. «Compra». Son emplazamientos privados en espacios públicos, una pausa para consejos publicitarios en medio del prime time que es tu paseo por el centro. Manuel Alcántara Plá, profesor de Lingüística en la Universidad Autónoma de Madrid y autor del blog Inicios, ha dedicado días a pasear por las calles patrocinadas. Lo ha hecho para colaborar en el estudio Energías semióticas en el espacio urbano. Y la conclusión a la que ha llegado es descorazonadora.
Alcántara vive en Madrid, ciudad que sirvió de trabajo de campo para este estudio. Conocía bien sus calles y plazas; sin embargo, este lingüista se sorprendió al realizar el estudio por la gran cantidad de mensajes que inundan el centro de la ciudad. Este desconocimiento previo, según Alcántara, se debe al «efecto anestesiante» que provocan los mensajes cuando son percibidos en cantidades inabarcables. Vemos tantos que no vemos ninguno. Sin embargo, «no hay que confundir que no llamen nuestra atención con que no afecten a nuestra percepción del espacio y a nuestro modo de relacionarnos con él», advierte Alcántara. Los mensajes que coronan edificios y escaparates encuentran su reflejo en las bolsas de los peatones. Luces y colores dan forma a eslóganes cortos y estudiados, se repiten con simplista efectividad y se absorben por el peatón, que continúa su paso firme en un mar de asfalto. Sería muy inocente pensar que no le influyen.
«Lo público no compite con el anuncio, sino que ha sido borrado», asegura Alcántara. Las calles del centro urbano han sido cercenadas de la expresión ciudadana, limpiadas a base de manguerazos y ordenanzas urbanas. En el centro de nuestras ciudades no hay un atisbo de la palabra del pueblo. En la feroz batalla por llamar la atención del viandante, no hay sitio para mensajes de solidaridad o denuncia, no hay hueco para la expresión artística, para las declaraciones de amor adolescente o el «Pepe estuvo aquí». Aquí no estuvo nadie. Aquí solo está la empresa. La primavera social que supuso el 15M fue engullida por la primavera de El Corte Inglés. Sus restos fueron borrados, cercenados, ocultos tras una marquesina que anuncia bragas.
[pullquote class=»right»]Las calles del centro urbano han sido cercenadas de la expresión ciudadana, limpiadas a base de manguerazos y ordenanzas urbanas. En el centro de nuestras ciudades no hay un atisbo de la palabra del pueblo[/pullquote]
Las calles del centro se están desnaturalizando, explica Alcántara. «Si añadimos que el urbanismo elegido es también contrario a los intereses del público (no hay apenas bancos para sentarse, ni zonas verdes, ni aseos públicos, etc.), la sensación es similar a la de un centro comercial al aire libre. Parece una tienda, funciona como una tienda y los mensajes que recibimos allí son comerciales, pero todavía las llamamos plazas y calles», concluye. La aparición de medios para rentabilizar los locales a base de anuncios, como las enormes pantallas que se agarran a las fachadas como garrapatas, no hacen sino potenciar la conversión del espacio público en privado. El urbanismo a merced de la mercadotecnia.
El caso que analiza Alcántara es el de Madrid, pero es extrapolable a cualquier otra ciudad del mundo. Lo sabe bien Alejandra Pérez Núñez, coordinadora del estudio en el que participó el lingüista. Núñez circunscribe Energías semióticas en el espacio urbano en un marco mucho más amplio. Esta argentina afincada en Inglaterra ha realizado este mismo estudio en las calles de distintas ciudades a lo largo del mundo. Los resultados son siempre similares. Sin embargo, Núñez no tiene una visión tan crítica como Alcántara. «No puedo sacar ninguna conclusión», explica, «no quiero hacerlo. Me interesa exponer esta realidad, analizarla desde el punto de vista artístico». La idea de que un montón de palabras que ignoramos condicionan nuestro comportamiento puede ser poética, o al menos eso defiende Núñez. Esta artista analiza la influencia de lo invisible, desde las palabras hasta las frecuencias y las ondas hercianas. Como ella misma dice, «llevo años persiguiendo un fantasma».
El fantasma se encarna en la ciudad en forma de palabras. Una palabras prefabricadas y testadas que se extienden como un cáncer, matando a su paso el resto de mensajes. «El centro de Madrid ya no es un sitio de emociones y recuerdos, sino de productos y transacciones», resume Alcántara con preocupación. Decía el filósofo francés Michel Eyquem de Montaigne que la palabra es mitad de quien la pronuncia, mitad de quien la escucha. Quizá deberíamos preguntarnos qué palabras tenemos en custodia compartida y si queremos que sean las únicas que ocupen el espacio público.

Por Enrique Alpañés

Periodista. Redactor en Yorokobu y otros proyectos de Brands and Roses. Me formé en El País, seguí aprendiendo en Cadena SER, Onda Cero y Vanity Fair. Independientemente del medio y el formato, me gusta escuchar y contar historias. También me interesan la política, la lucha LGTBI, Stephen King, los dinosaurios, los videojuegos y los monos, no necesariamente por ese orden. Puedes insultarme o decirme cosas bonitas en Twitter.

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