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Paolo Veronese: cuando la pintura construye más que la piedra

«Puedo creer lo imposible pero no lo improbable».
Gilbert Keith Chesterton (1874-1936)

Hay artistas que pintan con luz. Otros con emoción. Paolo Veronese lo hizo con columnas,
mármoles y arcadas. Fue arquitecto honorario de un mundo que solo existe en el lienzo y su
pincel convirtió la perspectiva en herramienta narrativa, el orden clásico en decorado
emocional y el mármol imaginado en protagonista. Veronese no construyó edificios de piedra,
pero su arquitectura pintada ha demostrado ser más resistente que muchos cimientos
venecianos. Se llamaba Paolo Caliari, aunque todo el mundo lo conoce por el lugar que lo vio
nacer: Verona. A pesar de todo, fue en Venecia donde lo suyo se convirtió en leyenda. Y donde
la arquitectura dejó de ser solo piedra y pasó a ser también pincel.

Bienvenido al teatro de la arquitectura ficticia

Paolo Veronese no pintaba cuadros. Escenificaba mundos. Y esos mundos necesitaban una
arquitectura a la altura del drama, el dogma o la diplomacia de la escena. Porque en sus
pinturas nada es casual: ni las columnas corintias, ni los pavimentos geométricos donde Cristo
cena o un noble veneciano posa con la elegancia de quien sabe que ha pagado lo suficiente
para merecer una gloria eterna de pigmento.

Al contrario de lo que uno pudiera pensar, Veronese no se conformaba con replicar decorados.
Más bien diseñaba espacios que desafiaban la física y la historia. Lugares donde coexisten el
Renacimiento, Roma, la Biblia y la Serenísima, como si fueran habitaciones conectadas por
puertas secretas. No importa si pintaba un banquete evangélico o una escena mitológica: el
envoltorio arquitectónico era tan protagónico como los personajes que lo habitaban. A veces,
incluso, más.

La cena en casa de Simón Paolo Veronese Óleo sobre lienzo, 315 × 451 cm h. 1556-60 Turín, Musei Reali di Torino, Galleria Sabauda / The Feast in the House of Simon Paolo Veronese Oil on canvas, 315 × 451 cm c. 1556–60 Turin, Musei Reali di Torino, Galleria Sabauda

Pintar piedra como quien escribe poesía

Inspirado por la obra de arquitectos reales como Andrea Palladio, Jacopo Sansovino o Michele Sanmicheli, Veronese creó arquitecturas que nunca existieron, pero que todos sentimos haber visitado alguna vez. Techos imposibles con escorzos que rozan lo tridimensional, escalinatas donde se cruzan reyes magos, apóstoles y comerciantes en un mismo plano, arcadas que abren ventanas al cielo o a paisajes que no están ahí, pero que jurarías haber visto.

Este uso dramatúrgico del espacio no fue gratuito. En una época donde las palabras no llegaban a todos, el arte —y sobre todo la arquitectura pintada— cumplía una función de propaganda y poder. Veronese construyó en sus lienzos una Venecia idealizada: próspera, opulenta, inquebrantable. Justo lo contrario a lo que empezaba a ocurrir extramuros. Porque mientras la ciudad enfrentaba pestes, conflictos religiosos y una clara decadencia comercial, sus cuadros sostenían un mito mucho más apetecible: el del paraíso ordenado que solo un buen decorado podía mantener en pie.

No es casual que a Veronese se le haya llamado escenógrafo más que pintor. Sus obras tienen
mucho de teatro. En cada una hay un escenario, un reparto coral y una luz que nunca viene del sol sino de la composición. ¿Y qué sería de una buena escena sin su fondo? La arquitectura, en
su universo visual, no es solo fondo: es relato.

Los peregrinos de Emaús Paolo Veronese Óleo sobre lienzo, 242 × 416 cm 1555 París, Musée du Louvre, Département des Peintures / The Pilgrims of Emmaus Paolo Veronese Oil on canvas, 242 × 416 cm 1555 Paris, Musée du Louvre, Département des Peintures.

Si Tiziano es el alma y Tintoretto es la furia, Veronese es el orden. Un orden construido a base
de columnas corintias, frontones clásicos y perspectivas tan limpias que harían llorar de
felicidad a Vitruvio. Pero no es solo su precisión lo que deslumbra. Es la manera en que articula
espacios complejos y los hace legibles al ojo. Como si el espectador también entrara en escena,
invitado a recorrer pasillos visuales que no llevan a ninguna parte salvo al placer estético.
Todo en su sitio, incluso lo que sobra

De hecho, en 1573, Veronese fue citado por el Santo Oficio por una de sus arquitecturas. Más concretamente, por lo que ocurría dentro de ella. Había pintado una Última Cena que parecía más un capítulo de «Venecia Shore» que una escena sacra: bufones, enanos y soldados alemanes, todos reunidos en una composición palaciega monumental. ¿Cuál era el problema?

Que no eran «adecuados» para una representación religiosa. ¿Y cuál fue la defensa del pintor?
Cambiarle el nombre a la obra, para que la pintura no fuese censurada. Fin del problema. Y
triunfo de la arquitectura pintada como contenedor neutral (pero cargado) de contenido
político, religioso y social.

Cuando los edificios hablan más que los personajes

A menudo se dice que los interiores domésticos de los cuadros neerlandeses reflejan la vida
privada de sus personajes. Veronese hace lo contrario: sus espacios no son hogares, son
escenarios públicos para la gloria de una clase social o un mensaje político. Cada entablamento
y balaustrada está puesto con la intención de elevar al personaje y de envolverlo en una
atmósfera de poder y permanencia. Como si al retratar una arquitectura ideal se pudiera
también conservar un mundo que se desmoronaba.

Marte y Venus unidos por Amor Paolo Veronese Óleo sobre lienzo, 205,7 × 161 cm década de 1570 Nueva York, The Metropolitan Museum of Art, John Stewart Kennedy Fund, 1910 (10.189) / Mars and Venus united by Love Paolo Veronese Oil on canvas, 205.7 × 161 cm 1570s New York, The Metropolitan Museum of Art, John Stewart Kennedy Fund, 1910 (10.189

 

Y aquí es donde está la clave: la arquitectura veronesiana no es solo fondo; es una forma de
eternizar el poder. Una estrategia visual para consolidar el mito de Venecia, cuando la realidad
política, económica y sanitaria comenzaba a hacer aguas. Cada pintura es un manifiesto. Cada
columna, un símbolo. Y cada palacio pintado, una promesa.

Veronese no fue arquitecto según los cánones del Renacimiento. No construyó iglesias ni
palacios. Pero en su pintura hay más pensamiento espacial, más entendimiento de la luz y el
volumen, más juego escénico que en muchas plantas de mármol. Su arquitectura es irreal, sí,
pero verosímil. Imposible, pero lógica. Ficticia, pero emocionalmente verdadera.

Y como todo buen arquitecto, pensó en la experiencia del usuario. Pensó en nosotros. Para
que al mirar uno de sus cuadros no solo lo observemos, también nos colemos dentro de él. Y,
por un instante, vivamos en un mundo donde el mármol no pesa, la luz siempre cae perfecta y
la arquitectura no es un edificio, es una idea.

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