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Parques urbanos: oasis de frescor en la isla de calor de las ciudades

El cambio climático no perdona. Ese futuro que muchos científicos ya advertían hace décadas, y que ciertos sectores califican como poco menos que catastrofista, ya ha llegado. Según un reciente informe del Imperial College de Londres, en lo que llevamos de año 2025 han sucedido más de 2300 muertes por calor en ciudades europeas, de las cuales, más de 1500 directamente atribuibles al cambio climático. Barcelona, con 286 fallecidos, y Madrid, con 108, encabezan la lista en España.

Que la mayoría de estas muertes suceda en grandes ciudades no es casualidad. Podría pensarse que la causa es que viven muchas más personas en ellas, pero esa explicación sería insuficiente. La proporción de víctimas en grandes urbes es mayor que en las pequeñas, y en estas, mayor que en zonas rurales, incluso normalizando el dato en función del número de habitantes y de la latitud. Y se debe a un efecto por el cual las zonas urbanas acumulan mucho más calor que el entorno que las circunda —efecto que es mayor cuanto más extensión tiene—. Este fenómeno, que actúa en sinergia con el calentamiento global causado por el cambio climático, es conocido como isla de calor urbana.

El asfixiante fenómeno urbano

Si observamos una ciudad como una entidad integrada en el entorno natural, funciona como una isla en muchos sentidos. Un ambiente drásticamente distinto al terreno circundante. La cobertura de asfalto de las ciudades es un excelente aislamiento para el agua, una superficie que impide que la lluvia se infiltre en el suelo, y a cambio, favorece su escorrentía —que normalmente es canalizada por el sistema de alcantarillado—. De ahí que el suelo de la ciudad tiende a ser estéril. Solo se logra cierto nivel de infiltración de agua en las zonas donde se permite deliberadamente el crecimiento de plantas, como parques, jardines, parterres o
alcorques, o en las pequeñas grietas en las que la vegetación consigue arraigar contra todo pronóstico —y también, contra toda intención de los responsables de las infraestructuras—.

Pero el asfalto, el hormigón y los adoquinados no solo aíslan el suelo del agua que hay debajo. Son además superficies que retienen fácilmente el calor procedente de la radiación solar —hasta el 95 %, en algunos casos— y lo liberan gradualmente. Dicha liberación puede suceder a lo largo de varias horas, por lo que el suelo de una ciudad puede seguir emitiendo calor durante la noche, cuando la ausencia de luz solar permite que baje la temperatura del aire.

Si el calor retenido es el suficiente, no lo habrá liberado todo antes de que vuelva a amanecer, y el nuevo día solo aumentará el efecto. Es decir, la ciudad retiene mucho más calor que el entorno rural circundante. Ese es el principal motivo por el que, en general, después de un buen chaparrón la temperatura baja significativamente: el agua que cae al suelo se evapora rápidamente por efecto del calor del asfalto, y en el proceso, reduce la energía térmica acumulada.

 

El efecto de isla de calor urbana tiene su causa principal en esta acumulación masiva de calor. Sin embargo, hay otros factores que pueden acrecentarlo. La ciudad genera su propio calor, que se suma al ambiental. Actividades humanas como el transporte, la industria o los sistemas de climatización de los edificios añaden calor residual a la ecuación. Hay que tener en cuenta que, según las leyes de la termodinámica, un aparato de aire acondicionado —o cualquier otra máquina térmica— tiene siempre un balance térmico positivo; no “crean frío”, sino que extraen calor de un lugar y lo inyectan en otro y, en el proceso, se genera más calor.

El efecto de isla de calor urbana en las ciudades españolas más grandes, como Madrid, Barcelona, Sevilla o Zaragoza, puede aumentar la temperatura hasta 5 o 6 ºC, aunque en otras partes del mundo se han reportado efectos de hasta 12 ºC.

La vegetación: aliada contra el calor

Si el asfalto, el hormigón y el adoquín a pleno sol tienden a retener el calor radiante, parece lógico pensar que una superficie de asfalto, hormigón o adoquín a la sombra retendrá mucho menos calor. Por supuesto. Y pocas sombras hay más reconfortantes que la proyectada por un árbol. Nuestra cultura popular ya lo reflejaba en el conocido refrán: quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija. Pero el árbol, como reza el dicho, debe ser bueno, no cualquier árbol vale. Bien sabido es que, en palabras del escritor vallisoletano Miguel Delibes, la sombra del ciprés es alargada, y por lo tanto, difícil de
aprovechar.

Árboles de copa amplia y, mejor aún, de hojas anchas y ramas frondosas, como el tilo o el plátano de sombra, son siempre más eficientes a la hora de arrojar buenas sombras que reduzcan la temperatura del aire y el suelo que tienen debajo. Algunos de estos árboles llegan a reducir hasta en un 90 % la radiación solar que llega al suelo. Solo por efecto de la sombra, una superficie densamente arbolada ya sería un gran alivio para mitigar el exceso de calor de las ciudades.Los árboles aún cumplen otra función que los convierte en los aliados perfectos: la evapotranspiración. Las plantas absorben agua del suelo por de las raíces, y asciende por los haces vasculares hasta llegar a las hojas. Allí, liberan el vapor de agua —a través de unas válvulas biológicas denominadas estomas— consumiendo energía térmica ambiental en el proceso.

En determinadas condiciones, este efecto de la evapotranspiración puede reducir la temperatura hasta 5,6 ºC. El efecto global de la vegetación arbórea en la isla de calor es, por lo tanto, muy valioso. Por ejemplo, se ha comprobado que los parques y jardines urbanos de Taipei (Taiwan) pueden reducir el efecto de isla de calor hasta en 4 ºC, siempre que se supere un umbral de cobertura vegetal del 30 %. Además, también es importante cómo se distribuya el arbolado en la ciudad.

Si en las zonas urbanas donde existen vientos dominantes se plantan árboles, el efecto de la evapotranspiración se incrementa, refrigerando la brisa y amplificando el enfriamiento general de la ciudad hasta 3 ºC adicionales, como se ha observado en algunas ciudades, como Atlanta.

Refugios climáticos: cómo los parques salvan vidas

La vegetación urbana es mucho más que un mero elemento ornamental. En el escenario del siglo XXI, en el que las ciudades se encuentran embebidas, los árboles se convierten en parte integrante de toda una infraestructura clave en la supervivencia de los ciudadanos. Algunas ciudades ya lo han asumido, y han institucionalizado un sistema de refugios climáticos, lugares que pueden servir como espacio seguro contra ciertas inclemencias del tiempo que se vean acentuadas por el cambio climático. Un concepto clave en el abordaje urbano del cambio climático.

En este contexto destaca Barcelona, con su red de 227 espacios designados a tal fin, como bibliotecas, centros cívicos y, por supuesto, parques y jardines. Entornos con sombras espesas y que
incluyen estanques y otras masas de agua, como el Parque de la Ciutadella y el Jardín Botánico,
no solo adquieren ese papel sino que son identificados oficialmente como refugios climáticos
en el mapa municipal.

Bilbao también ha mostrado una gran iniciativa en este sentido: entre los 130 refugios que presenta hasta la fecha se incluyen 66 espacios exteriores como parques y plazas arboladas. Y en la red de refugios climáticos de Valladolid se incluyen hasta 30 parques, entre los que destaca el emblemático Campo Grande.

En Vitoria/Gasteiz se han identificado un gran número de infraestructuras, parques incluídos, como refugios climáticos en una red que ya está siendo implantada. Y aunque Valencia y Zaragoza no presentan parques ni jardines en sus redes oficiales de refugios climáticos, el Jardín del Turia en el primer caso o el
Parque Grande José Antonio Labordeta en el segundo, funcionan como tales de facto.

En Madrid, probablemente el parque con mayor potencial de refugio climático sea el Retiro. Este icono madrileño de 125 hectáreas de extensión presenta hasta 20 000 árboles, muchos extensamente frondosos, que sumados a los 1400 metros cuadrados de superficie acuática, mitigan significativamente el efecto de isla de calor del que adolece la capital española. Sin embargo, desde el consistorio madrileño insisten en cerrar el parque —y muchos otros de la villa— cuando las temperaturas son elevadas, sobre todo si se esperan rachas de viento.

La idea de esta medida es prevenir accidentes por la caída de ramas o de árboles, sucesos que ya han
causado víctimas en el pasado. Aunque lo cierto es que, con uno de los mayores índices de muerte por altas temperaturas de España, quizá debería reevaluarse la relación riesgo beneficio de cerrar esos parques durante las olas de calor, o plantearse la opción de mejorar el mantenimiento del arbolado. Por ese motivo, es cada vez mayor la presión popular por rectificar esos protocolos.

Sea como sea, el Retiro, el Turia, el Campo Grande o la Ciutadella prueban que los parques actúan como un sistema inmunitario urbano frente a un clima cada vez más hostil. Mejorar su estado de conservación —incluyendo, por ejemplo, más especies autóctonas y flujos de agua no estancada—, facilitar su accesibilidad y destinar recursos a su buen mantenimiento minimizando los riesgos puede representar, para las ciudades en que se enmarcan, la diferencia entre la resiliencia y el colapso. Plantar hoy un tilo de hoja ancha, un haya o un roble en la ciudad, y conservarlo en buen estado,significa para mañana vivir mejor e, incluso, salvar vidas.

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