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«Las señoritas de hoy, igual de patricias y estupendas, vienen tatuadas, con tacones y abrigos vintage»

Considerado un foco cultural por sus fans y un templo hipster por sus detractores, el Patio del Liceo continúa brillando. Atrayendo a jóvenes emprendedores y a numerosos emprendedores gradualmente menos jóvenes, mutando de semillero de artistas a multishowroom. La vieja escuela sigue en auge y hemos pasado por allí a  averiguar por qué.
«Te informaron mal», es lo primero que me dice Herminda de la Galería Hache. «Las maestras del liceo eran muy estrictas, pero monjas no había por ningún lado». Tras casi ochenta años de enseñanza, el Liceo se convirtió brevemente en una galería comercial, pero acabó acosada por decenas de litigios y finalmente se reinventó como el Patio. «El dueño decidió hacer una apuesta diferente y alquilar los locales a creativos y artistas, gente que no es conflictiva».
Según la historia oficial, el palacete fue construido a finales del siglo XIX por una familia adinerada del conservador Barrio Norte de Buenos Aires. Pero muy pronto el edificio pasó a convertirse en el primer liceo de señoritas de la ciudad. Las señoritas de hoy, igual de patricias y estupendas, vienen tatuadas, con tacones y abrigos vintage.

Se diría que acuden a comprar ropa o accesorios, pero la mayoría pasa a visitar a los dueños de los locales, que son sus amigos; y vienen acompañadas a su vez de otros  amigos. Entretanto, aquellos que aún no conocen a nadie disfrutan de los eventos y el ambiente. Nuevas amistades asoman en el horizonte.
Desde el sinuoso patio, donde otrora corretearan las niñas de la sociedad, puede contemplarse el ecosistema laberíntico que es el Patio: sus tres plantas de locales en desniveles, escaleras, pasillos, recovecos y balcones. Pese a los muchísimos decibeles que producen los coches, taxis y autobuses de la avenida Santa Fe, el Patio es un oasis de silencio. Un refugio donde abundan las plantas autóctonas y flores, cortesía de ‘Varela’,  mítico fundador y jardinero aficionado.
En lo alto de la primera de las muchas escaleras se encuentra la librería Purr, especializada en material selecto: arte contemporáneo, fanzines, autoediciones.  Marina, la dueña, me estudia mucho más de lo que la estudio yo a ella. ¿Por qué sobrevive el Patio?  «La onda», responde lacónica mientras fuma. La conversación se desarrolla a los tropiezos, así que le pido su página web para enterarme de algo más. «No tengo», contesta. «Uso Facebook, acá usamos todos más Facebook».
Y es lógico porque el socio de Marina dirige una galería en la planta alta, la dueña del deli de comida sana es hermana de otra locataria, y la fotógrafa que presentará más tarde su libro trabajó en la tienda de música. Aquí todo funciona en formato red-nodo-red.
Fiebre es otro espacio de arte. Este mes ha presentado una instalación que consistía en un sofá con espectadores y un televisor sintonizado en la Copa del Mundo (si me preguntan a mí, más interesante que Bruce Nauman). Actualmente decorado à la cutre-glam, luce alfombras de peluche rosado y amarillo pato, cortinas de plástico violeta metalizado y un escaparate con frisos de papel aluminio; seguramente para la presentación del libro de fotografía antes mencionado. El gentío del chiringuito,  jocoso, perfumado y feromónico, me dificulta la entrada. Pero lo consigo y abro un ejemplar: salta a la vista una chica lánguida, de esas con los brazos caídos y un pie torcido hacia adentro. La estética es un camino arduo.

El crimen no paga, y a veces el arte tampoco. Muchos de los miembros de la comunidad del patio confiesan que no es fácil llegar a cubrir gastos. Lucy, de la Disquería Mercurio, ilustra: «Somos cinco socios, todos músicos con nuestros empleos. Pero queremos promocionar sellos nacionales, independientes. Lo que ganamos lo reinvertimos acá. Es nuestra forma de hacer un trabajo social». Entonces Lucy me señala el rincón. «También hacemos miniconciertos en esa silla de ahí».
Naturalmente también hay locales más tradicionales: ropa, decoración, incluso uno que vende accesorios de diseño para mascotas. También los hay más atrevidos: el que hace tarot, lectura de aura y registros akáshicos; uno que luce un solitario póster de tren en la pared y una mesa, y otro que aloja un plotter, una bici de piñón fijo y un montón de vacío. Toda una panoplia de estudios extraños y cuevas frikis que no estarían fuera de lugar en Londres o Berlín, donde la excentricidad se valora como la gran virtud que es.
Y por último están los comercios históricos que, como los demás, abren en días y horarios específicos: el sex shop especializado en porno gay en VHS, seguramente pionero en el país; y la carpintería, cuyos ebanistas observan desconcertados la fauna heterogénea que los invade hasta pasada la medianoche.

En Ryokan, una tienda decorada con pura madera lustrada y tejidos finos, me siento a hablar con Guadalupe y Cristian. Ella es la responsable de Namasté, la marca de tejidos. Él es uno de los dueños de Ryokan. «Lo nuestro es un multiespacio y siempre estamos ampliando la frontera. Hacemos muchas cosas: sets de VJ, diseño y este mes invitamos a Guadalupe». La diseñadora añade: «Es la manera de formar parte de un círculo donde se consume diseño. Igual todos participamos en por lo menos tres proyectos».
Puesto que hace varios años que esta suerte de anarcocapitalismo es el modelo de negocio dominante, le pido a Ana –doctora en Teoría del Arte y Estética— que me dilucide la cuestión. «Estos espacios funcionan como una plataforma de visibilidad tanto para las producciones de artistas como de diseñadores. Visibilidad que catapulta a unos y a otros hacia múltiples espacios. Y eso es lo que intentamos con nuestra galería, Rusia: conseguir que nuestros artistas tucumanos desarrollen sus carreras y se proyecten a otras geografías del arte argentino».
Acabo la recorrida, me siento en el último taburete libre del Baby Snakes y pido una Morante con miel. El chiringo está como un bote del Titanic. En el deli, cuatro solitarios mastican sus sándwiches de verdura. Quizá la vida sana tampoco paga.

Polo, el dueño del bar, tiene un segundo de calma. Aprovecho y le pregunto por qué el Patio tiene esa mística, ese laissez faire. «Supongo que porque se mezcla gente de todos lados. ¿Sabías que nos conocen más afuera que acá?». Luego me guiña un ojo: «Ché, mencioná el bar si podés».
Si redactáramos una de esas listas tipo ‘10 razones para visitar el Patio del Liceo’, las primeras tres serían el buen rollo, el eclecticismo y el ambiente. Las otras seis serían debatibles. Pero la décima, sin duda, sería que sirven la mejor cerveza de todo Baires.
 

 
Fotos: Carola Danza

Por Claudio Molinari

Claudio Molinari es escritor.

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