A la edad de tres años, Bruno López fabricaba bicicletas con pinzas de tender la ropa. Manipulaba las tablitas de madera y organizaba “carreras de bicicleros”, como llamaba entonces a los ciclistas, apuntando, a edad temprana, un oficio que encontraría décadas más tarde. Hoy Bruno hace bicicletas de verdad. Recoge las más viejas, destartaladas, más óxido que piñones y las transforma, como explica él mismo, en “obras de arte en movimiento”.
El taller de Bruno se llama La Recicleta y está en Valencia, en una antigua casa de labranza de una de las zonas de huerta que rodean raquíticamente la ciudad. Bruno tiene 47 años y ha sufrido la crisis como muchos paisanos. Antes de empezar con La Recicleta, gestionaba un estudio de publicidad. “Hace 4 años la empresa fue decreciendo”, explica, “la mayoría de mis clientes eran consellerías, ayuntamientos e instituciones que tardan meses y a veces años en pagar. Las empresas privadas que formaban parte de mi cartera cerraron o redujeron muchísimo su presupuesto”. Bruno echó el cierre en diciembre y empezó a darle vueltas a la idea de La Recicleta. Para él, las dos ruedas son casi una extensión de su cuerpo, una forma habitual de moverse por Valencia y ahora también su oficio.
Hace apenas un par de meses que comenzó. Diseñó un cartel para la puerta del taller y abrió una cuenta en Facebook para promocionarse. Además de arreglar piezas dañadas y cambiar algunas por otras nuevas, Bruno idea el diseño de cada bicicleta. “Reciclamos revistas, comics, atlas, periódicos, partituras o cualquier papel que tenga cierta gracia y que de otra forma iría a parar a la basura”, cuenta; “cada bici es exclusiva y personalizada al gusto de su dueño”. Las cartas perfumadas de tu novia del campamento de verano en el manillar: ese es el concepto.
Una de las primeras, recuerda el artesano, fue una BH de los años 70 a la que añadió un cajón para ir de picnic en el hueco del cuadro. Hay sitio para varias latas, una botella de vino y vasos, tarteras, cubiertos, una tortilla… Lo bueno es que apenas sobresale y viene acompañada, sobre la rueda trasera, de un par de alforjas de piel rescatadas también de décadas pasadas. Otra que le gusta mucho es una GAC de barra alta que empapeló con cómics de Moebius y decoró con manubrios marrones, a juego con las llantas y el portamaletas. Son vehículos gourmet, la envidia de los carriles bici, la chica interesante de la fiesta: un alegato contra la uniformidad que imponen las bicicletas de alquiler que dominan últimamente la calzada urbana.
“Desde que tengo uso de razón”, dice Bruno, “mi triciclo ha rulado por todos los pasillos y rincones de mi casa, mis bicicletas por todas las calles de mi barrio y desde que tengo 40 años, tanto mis bicis como mi monociclo son la principal forma de transporte que tengo para moverme por las calles de Valencia”.
Así es la cosa en la España de la crisis: un hombre de 47 años cierra su empresa de publicidad y abre un taller para restaurar bicicletas. Por el barrio, va en monociclo o bicicleta. Parece feliz. “No parezco, soy feliz”, zanja.