La navidad de 1844 estaba al caer y los Hoffman todavía no tenían regalo para su hijo. En realidad, eran dos sus vástagos, pero lo que el doctor Heinrich Hoffman andaba buscando era un libro ilustrado que sirviese para educar a un niño de casi cuatro años. La diferente relación entre un niño y un libro (leer y destrozar) o un bebé y un libro (destrozar sin más) hace descartar al bebé.
Hoffman salió de casa en busca de un libro ilustrado que mostrase a su pequeño lo que era la vida. Los dibujos no estaban mal, de hecho le gustaban bastante, pero a aquellas historias les faltaba algo. Recorrió las librerías de Franckfurt sin éxito. El colmo fue topar con una lámina en la que aparecían animales, mesas y utensilios de cocina con una leyenda que aclaraba la escala de cada uno. «¿Qué se espera de un niño al que se le reproduce así una mesa o una silla?», pensó espantado.
Cuando el doctor llegó a casa, fue su esposa la que no entendió nada. Abrió el cuaderno que le entregó su marido. Pasó una hoja. Y otra, otra, otra. Todas estaban en blanco. «¡Pero si es solo un cuaderno vacío!», exclamó ella. A lo que él, en actitud triunfante, aclaró: «¡Así es! Yo mismo le haré al niño su propio libro ilustrado».
Entonces el doctor Hoffman empezó a pensar. Las palabras son simples, vacías para un niño, se decía. ¿De qué sirve una orden si el niño no ve las consecuencias de desobedecerla?, debió de pensar. Las imágenes: nada es tan potente. Niños harapientos, llamas, sangre y tijeras que cortan dedos comenzaron a desfilar por su imaginación. Esos eran los dibujos que haría en sus ratos libres hasta que llegase la navidad.
Ni siquiera era tan descabellado, al fin y al cabo, no iba a dibujar más que algunas escenas que él había vivido de pequeño o que alguna madre ya había descrito con todo detalle en alusión a su profesión: «¡Si comes demasiado, vendrá el doctor y te dará medicinas amargas o te aplicará sanguijuelas!». Los médicos, para los niños que escuchaban estas amenazas, estaban a la altura del deshollinador.
Con la tinta que siempre utilizaba, Hoffman iba trazando los dibujos y escribiendo las historias que se había propuesto narrar en verso. Pero colorear fue algo catastrófico: los colores y la tinta se convertían en uno y adiós dibujo. Trabajó en el libro sin descanso, hasta dar con la solución, temiendo no llegar a tiempo. Pero lo hizo.
Cuando solo quedaba una página el blanco, se quedó sin ideas. Dibujó ahí a Pedro Melenas, que no era más que la ilustración que cerraba el libro. Pedro aparecía como un niño guarro y dejado que había adoptado un aspecto leonino y manos infinitas:
Por no cortarse las uñas
le crecieron diez pezuñas,
y hace más de un año entero
que no ha visto al peluquero.
¡Qué vergüenza! ¡Qué horroroso!
¡Qué niño más cochambroso!
El libro fue un gran triunfo que cumplió con su función: al niño le encantó. A los mayores también. Todo su entorno empujaba a Hoffman a publicarlo, algo que él declinaba porque no imaginaba que mereciera cosa semejante. Hasta que una de esas personas, Löning, con el que coincidía en las reuniones de un extraño y variado círculo que Hoffman solía frecuentar, resultó ser un librero recién convertido en editor que quería publicarlo.
[pullquote author=»Heinrich Hoffman»]Los libros infantiles, les dije, deben parecer sólidos, pero no serlo. No son solo para contemplarlos y leerlos. Están destinados también a que los niños los rompan y los desgarren. Entra dentro del proceso de desarrollo del niño y ahí reside la ventaja de su producción.[/pullquote]
Fue así como la última página pasó a ser la primera y como, el regalo del hijo se convirtió en el libro infantil más popular en Alemania y también el más controvertido: lo que aspiraba a ser un manual de buenas maneras resultó una paradoja que advertía de las consecuencias de hacer lo que no se debía hacer, haciendo, precisamente, lo que no se debía hacer. Obediencia y desobediencia de la mano.
Casi medio siglo después de su publicación, todavía se vendían treinta mil ejemplares de Struwwelpeter al año.
El niño se hizo mayor y, por cuestiones laborales, no dejaba de viajar. Viajaba tanto que, en casa, su familia celebraba su cumpleaños aunque no estuviese. La fiebre amarilla, que se expandía por Perú, tocó su puerta el día que cumplió veintisiete años. Solo cuatro semanas después de su muerte, su familia supo que aquella costumbre de celebrar su cumpleaños sin él sería para siempre.
El libro ahora cumple 170 años. Con motivo de su aniversario, Impedimenta acaba de editar Pedro Melenas y compañía, un cuidado homenaje a Heinrich Hoffmann y su Struwwelpeter, «uno de los libros más crueles jamás escritos» que, si bien no es el mejor regalo para los niños, hará las delicias de los mayores.
La crueldad de las ilustraciones de Pedro Melenas chocan con los paradigmas de la educación actual. Aunque es un libro destinado a un público infantil, a (casi) ningún padre se le ocurriría hoy regalarlo a su hijo. Más bien lo compraría para sí mismo.
«La satisfacción que experimentamos cuando el malvado Federico recibe una cucharada de su propia medicina, la risa provocada por las inmensas tijeras del sastre que amputan el pulgar al chupadedos o el sarcasmo que apreciamos en la escena donde la sopera corona la funesta tumba de Gaspar Sopas adquieren otra dimensión, amenazadora y problemática, si contemplamos al niño como espectador de de semejantes atrocidades», escribe Gustavo Puerta Leisse en el prólogo.
La nueva edición de Impedimenta, coordinada por Gustavo Puerta Leisse, además, incluye historias de diez ilustradores que amplían el cuento tradicional partiendo de sus ideas subversivas y crueles.
Eleonora Arroyo, Emilio Urberuaga, Nicolai Troshinski, Amaia Arrazola, Marco Chamorro, Fernando Vilela, Ana Belén Franco, Elena Odriozola, Iban Barrenetxea y Aitana Carrasco son los artistas que, combinando sus distintos estilos, han creado las historias de otros niños traviesos que acompañan a Pedro Melenas en las peligrosas aventuras que revive en esta preciosa edición.
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