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La detestable estirpe de los periodistas poetas

Todos conocéis a estos truhanes del lenguaje, a esos obsesos del jogo bonito del periodismo que exprimen cada frase como si fuera el solitario limón de un gin-tonic en una terraza abrasada por el asfalto y el sol. Podemos hablar de Jabois, Eduardo Suárez, Pérez Colomé, de maestros veteranos y sin embargo hambrientos como Martín Caparrós o de viajeros y cazadores de sueños y pesadillas como Nacho Carretero, Xavier Aldekoa o Ander Izagirre. Todos ellos disimulan sus orígenes. Sus padres son los que dicen pero no sus abuelos. Hay que desenmascararlos.

Afirman, sugieren, mascullan o se dejan atribuir sin pudor (¡Mentira! ¡A la hoguera! ¡Contra la pared, pistoleros!) que bebieron y se quitaron el hambre y la sed con las fuentes de los grandes periodistas narrativos clásicos, los poetas de nuestro oficio, los escritores de periódicos y revistas. Desean asociar libremente sus plumas y labios con los muy elegantes labios y plumas de Gay Talese, Capote, Kapuściński, Rodolfo Walsh o las luminarias del New Yorker, Rolling Stone o Esquire en los sesenta, pero ocultan —oh taimados— los truculentos episodios anteriores. Llegó el momento de levantar la sábana de los polvorientos muebles viejos.

Y esa sábana esconde, principalmente, que uno de los grandes orígenes del periodismo que practican, de su estirpe, se produjo en un club donde sus socios se iniciaban bebiendo alcohol del cráneo de una afamada prostituta fallecida (¡Quién sabe si en acto de servicio!). Hablamos del Whitechapel Club de Chicago. Era un sitio aterrador y lo suficientemente misterioso como para que no sepamos exactamente cuándo se fundó. La fecha más probable, según expertos como Norman Sims, es 1887. No hay que aclarar que Sims —autor de True Stories: A Century of Literary Journalism, en el que está basado este artículo— es experto en periodismo narrativo y no en la apasionante y repulsiva historia de los locales de alterne. ¡Peor para él!

En aquel club se citaban unos reporteros que hablaban y escupían como los polis, los macarras y los chulos; que tenían que apartar a los vagabundos y los mendigos de las escaleras y portales de los miserables edificios donde vivían antes de salir de casa; y que, producto de algún tipo de reciclaje que transformaba la mierda en colonia, escribían con la prosa de los ángeles. Convertían, como el propio Rudyard Kipling tuvo la oportunidad de comprobar, los humos del infierno en las nubes de un cielo atormentado, eléctrico e impresionante. Casi todos morían jóvenes. Casi todos eran sentimentales. Todos absolutamente eran cínicos y bebían a destajo.

Ellos sí que eran ‘branded’ 

La decoración, el diseño y la propia marca del club —vamos a llamarlos así porque estamos en las civilizadas  páginas de Yorokobu— eran un ejercicio de invocación a la muerte. El nombre era una especie de homenaje-recordatorio de una serie de asesinatos que estaba cometiendo Jack el destripador en el distrito londinense de Whitechapel y el tabaco se servía en copas que eran pedazos de cráneos humanos fracturados, igual que las lámparas. Esto demuestra que, además de siniestros, eran horteras: hicieron que la luz se filtrase a través de las huesudas cuencas de los ojos de las calaveras, un claro precedente del estilazo de los casinos y hoteles de Las Vegas, Macao o, peor aún, de la mansión de Donald Trump en Nueva York.

George Ade

El bar tenía la forma sinuosa de un ataúd, había un clavo por cada socio y es de sospechar que las frecuentes peleas de borrachos adquirirían matices siniestros, ridículos y fatales, porque las rodeaba un ambiente saturado de reliquias de asesinatos y masacres. Allí estaban las balas que se habían utilizado para ejecutar a delincuentes, fragmentos de sogas de ahorcados con éxito o camisetas pintadas con la sangre reseca de unos indios, que habían pensado que los harían mágicamente inmunes a las balas de la caballería en la durísima represión de Wounded Knee.

Hay expertos que creen que esta invocación a la muerte era una forma de protegerse contra los horrores que tenían que cubrir —y que no siempre les dejaban publicar sus millonarios editores— en las páginas de los periódicos.

Cientos de miles de obreros vivían hacinados como bestias, los servicios públicos mínimos eran dramáticamente insuficientes (Chicago multiplicó por diez su población entre 1870 y 1920), la policía tenía licencia para abrir fuego contra los que protestaban en manifestaciones masivas y los juicios eran, muchas veces, farsas a favor de las corruptas fuerzas de seguridad. Upton Sinclair, más escritor que periodista, reflejó aquel horror de explotación laboral en las páginas de su gran novela: La jungla.

Pero además de muerte y horror, también había mucha diversión en el ambiente, al menos para los socios del Whitechapel. Como corresponde a unos periodistas callejeros que apenas habían probado el dulce y tedioso néctar de cubículo, el salario fijo y la secretaria, eran también unos caraduras con delirios de grandeza y sentido del humor. En 1891, se presentaron dos de sus miembros como candidatos a la alcaldía de Chicago.

Hay que recordar los precedentes para entender lo que vendría después. En Nueva York y en 1967, otros reporteros narrativos llamados Norman Mailer y Jimmy Breslin habían hecho lo mismo. En las chapitas promocionales de su candidatura lanzaban mensajes como «No más gilipolleces» o «La otra pareja de candidatos sí que es una broma».

Hunter S. Thompson, el autor de Miedo y asco en Las Vegas, intentó igualmente que lo eligieran sheriff de Aspen en 1970 y juró que cambiaría la denominación del lugar para que nadie volviera a aprovecharse de su buen nombre. Lo llamaría Ciudad Gorda. Uno de los símbolos que aparecían en sus carteles era un cactus peyote, a partir del que se obtiene la mescalina, un alucinógeno legendario que se volvió muy popular en los sesenta. Thompson era un drogadicto voraz que, en estricta coherencia, quería reducir las restricciones de los estupefacientes que él mismo consumía.

Volvamos a los aspirantes a políticos del Whitechapel. Una de las promesas electorales que hicieron fue prohibir la policía porque, decían, los agentes mataban a sus fuentes —hombres y mujeres sin tacha, por supuesto— y acosaban a los ciudadanos que, como ellos, no bebían agua y sólo la admitían como peces de hielo flotando, semi-ahogados, en whisky, ginebra o coñac. Se comprometieron también a suprimir el penoso alumbrado de las calles para preservar la intimidad de los que trabajaban y trapicheaban al amparo de la noche.

El éxito fue fabuloso en una ciudad de más de un millón: obtuvieron 350 votos. Seguro que lo celebraron por todo lo alto, porque Chicago era para ellos, a efectos de tabaco y alcohol peleón, una auténtica fiesta, el nirvana del coma etílico, un paraíso de cirróticos, diabéticos y esperpénticos en un delirio sin fin.

Nació el mito

Parece mentira —o, quizás, tenga demasiado sentido— que de este ambiente salaz, miserable y macarra emergiera la primera generación de periodistas narrativos conscientes de su calaña (anteriormente, habían aparecido grandes individualidades como Charles Dickens o Mark Twain), la primera que vería cómo algunos de ellos se encumbraban como auténticas estrellas literarias gracias a su trabajo periodístico y la primera que fue una respuesta franca, consistente y al asalto del periodismo que aspiraba a ser científico y objetivo y que acababa siendo, demasiadas veces, seco, aburrido, telegráfico y tan rehén como cualquier otro de los intereses de los dueños de las cabeceras.

Ese fue el ambiente que parió a dos de los reporteros narrativos más asombrosos y olvidados de todos los tiempos: George Ade y Finley Peter Dune.

Ellos ayudaron, apostando por el periodismo de interés humano, a desenmascarar la fachada lujosa de la Exposición Universal de Chicago (1893) —que escondía sus bolsas de miseria al mundo tras sus canales y lagunas artificiales al estilo del renacimiento italiano (¡Eran los precursores del Venetian de Sheldon Adelson!)—; utilizaron escenas y diálogos para introducir en sus noticias a unos personajes que se convertían en representaciones de distintos sectores de la sociedad; traicionaron a veces la confianza de sus lectores inventándose historias o embelleciéndolas con medias verdades; amaron, odiaron y chapotearon en sensacionalismo; y se hicieron, por fin, fuertes e independientes frente a los dueños de los medios en unas columnas que se sindicaron con periódicos de todo el país dándoles acceso a audiencias millonarias.

Finley Peter Dunne

Cuando pienso en su éxito y su fortuna al final de sus días, me resulta imposible no recordar las palabras con las que Michel Houellebecq definía a Damien Hirst: «Podías verlo brutal, cínico, al estilo de ‘me cago en vosotros desde las alturas de mi pasta’; también podías verlo como el artista rebelde (pero siempre rico) que trabaja en una obra angustiada sobre la muerte; por último, había en su rostro algo de sanguíneo y pesado, típicamente inglés, que le asemejaba a un hincha común del Arsenal». Eran broncos y sentimentales, románticos empedernidos y haters de cualquier romanticismo, justicieros, realistas, cínicos, buenos escritores y, casi por encima de todo, tramposos.

A los chicos del club les criticaron durante años que quedasen con los delincuentes en el corredor de la muerte, pocos días antes de que los ejecutasen. No sólo trababan con ellos una relación especial de la que se beneficiaban sus crónicas y lectores, sino que también aprovechaban para desplumarlos jugando al póker. Sabían que estarían pensando en otra cosa… y que nadie se lleva la cartera al infierno. No si muere en Chicago.

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