El naufragio de la Piscina Club Stella

«Aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo». George Santayana (1863-1952), filósofo y escritor español Imagina un trasatlántico encallado en las orillas de la M‑30. No, no es una metáfora ilusoria: la Piscina‑Club Stella nació con la silueta de un crucero racionalista y es uno de los lugares con más personalidad de la historia reciente de Madrid. Un hallazgo arquitectónico, social y cultural que marcó generaciones y todavía hoy sobrevive de puro milagro gracias a la protección reglamentaria de una joya tardía. Corría el año 1947 cuando Manuel Pérez‑Vizcaíno Pérez‑Stella —un empresario con orígenes en los trámites de la Ciudad Lineal— decidió que aquella parcela en Arturo Soria, 231 debía convertirse en un club social con piscina. El proyecto, encargado al arquitecto Fermín Moscoso del Prado Torre, se inspiró en la estética de los clubes náuticos costeros, tan de moda tras la Segunda República. La Piscina Stella se concibió como una estructura blanca, sobria y evocadora, que daba forma a la metáfora de un barco varado en la ladera: jardines geométricos, gradas que recordaban cubiertas náuticas y un vaso principal que alcanzaba los 3,5 metros de profundidad. Una escultura funcional e impactante que despertó admiración desde el primer momento. Un refugio de modernidad Pero el cosmos de Stella no se reducía exclusivamente a un lugar donde bañarse dentro de la capital. El complejo formaba parte de un universo de hormigón y ocio donde cabían peluquerías, un gimnasio, boleras, pistas de frontón, un salón de baile y hasta un restaurante con bingo incluido. La piscina bullía los fines de semana, cuando más de mil personas se congregaban, entre bañistas y visitantes. De hecho, cuenta la leyenda que Ava Gardner ya bajaba por las escaleras ataviada con su bikini, cuando utilizarlo todavía era tabú, y que en algunas de sus terrazas se practicaba el nudismo, cuando ni siquiera era conocido el significado de dicha palabra. En un país marcado por la represión, Stella se fue transformando cóctel a cóctel en un pequeño oasis de libertad en pleno franquismo. Un reducto de sofisticación donde la moral, o lo que quedaba de ella, se evaporaba bajo el sol. A nivel arquitectónico, Stella fue el canto de cisne de la estética racionalista en Madrid. Sus formas geométricas y las líneas directas y elegantes eran un guiño a Le Corbusier y a los clubes modestos de la época. En 1952 se amplió la terraza y se añadió una pérgola y muro calado a cargo de José Antonio Corrales y Luis Gutiérrez Soto. El conjunto alcanzó los casi 9.000 m² de instalaciones y jardines, todo un prodigio de diseño dentro de la Ciudad Lineal. Su fachada frontal, con las seis letras negras, se convirtió en un emblema visual. A día de hoy, ese letrero sigue dominando el paisaje urbano junto a la M‑30, como un pez varado que resiste frente al paso del tiempo. Hasta que llegaron el ocaso y el olvido Los años 80 trajeron piscinas privadas, clubes municipales más accesibles, y Stella empezó a languidecer. En 2006 se apagaron las luces, se vaciaron los vasos y se cerró la puerta. Desde entonces, el abandono es visible: sus jardines se han cubierto de vegetación invasiva, las paredes visten grafitis que distorsionan su carácter original, y tanto la suciedad como el olvido se han apoderado de su memoria. En 2011, el Ayuntamiento incluyó al Stella en un plan especial de protección patrimonial para que tanto sus fachadas como sus jardines quedasen preservados. Pero el vaso y el trampolín necesitarían obras para volver a funcionar. Sin voluntad política ni inversión privada, el club permanecerá en un profundo estado de abandono. Aun así, la presión social sigue en aumento. En julio de 2024, la concejal Adriana Moscoso solicitó a la Comunidad de Madrid que declarase el club como bien de interés patrimonial para evitar que terminase como la desaparecida Pagoda de Fisac, derribada en 1999. Los argumentos no faltan: valor arquitectónico, historia social, necesidad de dotaciones deportivas y, sobre todo, memoria colectiva. Además, los herederos de Pérez-Stella han mantenido lo poco que queda de jardines y fachada, sin ánimo de derribar pero sin proyecto claro. Una oportunidad perdida que podría cambiar si se encuentran acuerdos público‑privados que permitan devolver la vida a esta embarcación lúdica que no hace mucho navegó con luz propia. No es ruina, es relato La Piscina-Club Stella merece más que ser una postal lírica en Instagram. Es un testimonio tangible de una época, una instantánea de los sueños y contradicciones de una sociedad que buscó libertad entre bambalinas. Abandonarlo es renunciar a un trozo de narración urbana que redefine Madrid. Hay una trampa en el romanticismo del olvido, porque el tiempo no lo cura todo, y lo que hoy está en ruinas podría ser un solar el día de mañana. O incluso peor: un edificio idéntico pero sin historia. Lo que distingue al Stella no es su forma, sino su contenido cultural, emocional y nostálgico. La ciudad de Madrid necesita rescatarlo del olvido, no solo preservarlo. Porque, a veces, el pasado no es solo melancolía: es una semilla de futuro. Así que, si algún día vuelves a pasar junto al número 231 de la calle Arturo Soria y ves ese foco blanco sobre la M‑30, piensa: no es un barco hundido, es un crucero varado, sí, pero con viento para remontar el vuelo.