Se podría enunciar, sin ningún tipo de rigor científico, que el cuerpo parece esperar a que uno coja vacaciones para ponerse enfermo. De hecho, esta hipótesis se ha visto defendida en innumerables tertulias de bar por aficionados a la especulación. Estos, sin ningún fundamento médico, afirman que el cóctel hormonal producido por el cuerpo a causa del estrés laboral anula muchos síntomas de enfermedades cotidianas.
Sin avalar ni contrastar estas hipótesis, todo parecería indicar que esos tertulianos de dudosa credibilidad están en lo cierto, y que el propio cuerpo, en una suerte de tú la llevas, nos deja el recado de cuidarnos y descansar. Esta vez sí, por prescripción facultativa. Pero, para más inri, al tener que parar, nos entristecemos y de pronto, todas las luces se apagan. Las explicaciones en torno a este suceso son dos y de cosecha propia.
La primera de las teorías responde al frenazo que supone abandonar la espiral productiva. No producir es sinónimo de sentirse inútil, y en esta ecuación el descanso es visto como algo de débiles, ¿acaso alguien quiere sentirse así en la era de los misiles balísticos, de los gimnasios o de los coches gigantes?
La segunda teoría pone el foco en la consistencia del tiempo, al no tener que hacer nada, el transcurrir de las horas se espesa y se convierte en un fluido más difícil de navegar. No cabe duda en que los pensamientos no dirigidos son el densificador del tiempo, es decir, aquellos que escapan del control de uno y lo ponen contra las cuerdas. Y estos, parecen aparecer cuando las pausas para pensar no son elegidas.
Hasta ahora, puede que el lector tenga la sensación de que todo lo volcado en este texto está basado en conjeturas y medias verdades, tenga la garantía de que no se equivoca. Pero lo innegable es que, en las paradas, muchas veces pasan cosas y no siempre positivas. De hecho, en gran parte de las ocasiones, las pausas no deseadas se convierten en ‘zonas grises’, en las que uno debe esperar a que el temporal amaine.
Aunque es cierto que el autor de estas líneas se haya autodefinido en otras ocasiones como un determinista, es decir, que cree que todo pasa por alguna razón, no defiende que todos los sucesos aparentemente negativos deban suponer en sí mismos una enseñanza para el que lo sufre. Pero sí que estas tienen una razón de ser.
Puede que, en definitiva, la razón de ser de las ‘zonas grises’ no sea más que obligarnos a apreciar la gama de colores que albergan las pausas, hacernos ver más allá de nuestro propio reflejo y permitirnos observar la vida que inunda el fondo del estanque. Tal vez no, y todo esto sea un delirio del autor…
Lo mejor sería que el que escribe estas líneas cesara en su empeño de darle explicación a por qué se ha puesto malo justo en vacaciones, pero mejor escribir con tal de entretener el cerebro y no tener que enfrentarse a sus pensamientos.
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