Siete de la mañana. Un café, una tostada y a currar. El tiempo avanza despacio hacia la hora de comer; un snack o varios apaciguan el hambre hasta las dos. Un par de horas libres para una comida de quince minutos. Se hace tarde para volver pronto a casa. Son las siete y el estómago se encabrita otra vez: más vale merendar algo, que para la cena toca esperar a las diez de la noche.
Fuera de España estos horarios no tienen ningún sentido. Mejor dicho: aquí tampoco lo tienen, pero los respeta todo el mundo. No es por tradición ni por una singularidad española libremente adoptada: es que nuestros relojes están mal. Hace 80 años el país se divorció de su huso horario y desde entonces comemos y cenamos tan tarde que nuestro sueño, productividad y tiempo de ocio sufren un permanente jet lag.
Cuando el sol dice que son las doce de la mañana, los relojes españoles marcan la una y media de la tarde. Miramos al cielo y vemos la estrella en su punto álgido, pero contradecimos el mediodía solar porque nos regimos por la hora central europea (CET) en lugar de por la zona horaria conocida como tiempo medio de Greenwich (GMT), que es la que nos corresponde según nuestra situación geográfica.
Este desfase antinatural se hace más patente cuanto más nos movemos hacia el oeste: Galicia, la región más occidental de la península, va con dos horas de retraso con respecto al sol. Encima, cada año la primavera y su correspondiente cambio de hora a nivel europeo sacuden a todo el país: España queda dos horas por detrás de la hora solar y en Galicia el mediodía llega pasadas las dos y media.
Si nos guiamos únicamente por la trayectoria del sol, vemos que, en realidad, nuestras comidas y cenas están bastante sincronizadas con las del resto del mundo. El reloj dice que comemos tarde porque cuando el país movió artificialmente su zona horaria, los españoles se aferraron a sus costumbres y continuaron sentándose a la mesa a la hora (solar) de comer, en torno a la una de la tarde.
Los horarios españoles están trastocados desde los años 40. Tras la Guerra Civil, Francisco Franco retrasó los relojes una hora, colocando a España en el tiempo medio de la hora central europea (CET). Lo hizo como un gesto de simpatía hacia Alemania, país con el que mantenía afinidad política. El dictador murió en 1975, pero aún estamos en sintonía con el horario germano.
Del Franquismo heredamos también una hora de entrada y salida del trabajo que no encaja con la de las demás naciones europeas. El cambio horario propició que los españoles, sumidos en la miseria de la posguerra, ajustaran sus rutinas para encajar dos jornadas laborales en un solo día. Entonces era frecuente que un español desempeñara su primer trabajo entre las ocho de la mañana y las dos de la tarde, volviera a casa para comer y dormir la siesta, y a las cuatro acudiera a trabajar a otro sitio hasta bien entrada la noche. Su familia, por supuesto, lo esperaba para cenar con él hacia las diez u once.
Han pasado ocho décadas desde la dictadura y los horarios de trabajo todavía recuerdan al pluriempleo de la posguerra. Hoy en día la jornada partida es la tónica de las empresas: los empleados fichan temprano por la mañana, entre las ocho y las nueve, paran a comer a las dos durante una o varias horas, y terminan su turno entre las seis y las siete. Solo algunos sectores siguen una jornada continua, como la administración pública. Comemos tarde, salimos aún más tarde e, inevitablemente, el resto de nuestra vida va con retraso.
Entre la vuelta a casa y la hora de dormir, España disfruta de menos tiempo libre que los países donde se sale más pronto de trabajar. Las pocas horas dedicadas a las tareas cotidianas y al descanso se estiran hasta una cena tardía que, a su vez, pospone el momento de acostarse. Por eso, dormimos menos y peor que el resto de Europa, ya que la digestión es más pesada cuando nos vamos a la cama nada más soltar los cubiertos.
Los horarios laborales, que tienen su reflejo en el horario escolar, tampoco favorecen nuestra productividad, precisamente. La falta de conciliación, el cansancio y el escaso tiempo de ocio perjudican el rendimiento laboral y merman la motivación de los empleados.
Toda la sociedad se articula en torno a una jornada de trabajo obsoleta que ocupa casi todo el día. Los niños salen tarde del colegio, las tiendas cierran al caer la noche y los programas de máxima audiencia se emiten en televisión a horas cada vez más intempestivas: el prime time se ha retrasado unos 70 minutos desde la década de 1990. La tele se enciende cerca de las diez y media, mientras cenamos, y se apaga no se sabe cuándo.
Las rutinas españolas, con sus comidas tardías, su reducido tiempo de descanso y su descuadre con la hora solar, resultan extenuantes. Ante este desaguisado, en 2003 se fundó la Comisión Nacional para la Racionalización de los Horarios Españoles (ARHOE), una entidad sin ánimo de lucro que lucha para que le demos un repaso a nuestros relojes. La ARHOE, en su manifiesto, reivindica «una profunda modificación de los horarios en España que nos ayude a ser más felices, a tener más calidad de vida y a ser más productivos y competitivos».
En esta línea, algunas empresas han implantado jornadas de trabajo al estilo europeo: entrada temprana, breve pausa para comer y salida a primeras horas de la tarde. Otras iniciativas pensadas para racionalizar nuestros horarios no han salido tan bien. RTVE, la radio y televisión pública española, se comprometió en 2015 a adelantar su prime time a las diez y cuarto de la noche, pero la promesa tan solo duró tres meses debido al tremendo batacazo que experimentó su audiencia, registrando mínimos históricos.
Nadie dijo que sería fácil. Mientras la Unión Europea lleva años posponiendo la decisión de eliminar o no los cambios de hora, los españoles no se ponen de acuerdo sobre qué horario sería el más conveniente para el país. Cada región y cada persona tiene sus razones para preferir uno u otro. El reloj estará parado hasta que alguien le vuelva a dar cuerda al debate.
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