Nadamos para no ahogarnos, por hacer memoria. Somos criaturas terrestres con un pasado acuático. Los hay que lo rememoran nadando de manera estilizada, otros a base de aspavientos, con un braceo tan descoordinado como agotador. Todo el mundo tiene su relación personal con el agua. Todos nos hemos mojado alguna vez. En verano lo buscamos, en invierno somos más reacios. La ropa tarda más tiempo en secar. A no ser que sea en el verano austral, que entonces nos da igual.
Bonnie Tsui, autora del libro Por qué nadamos, un recopilatorio de historias en las que los protagonistas nadan en diferentes aguas y por diferentes razones, publicado por geoPlaneta, se pregunta por qué, a pesar de sus peligros, regresamos al agua. Y es que el agua seduce, cura y asusta.
En el fondo, nadar no se diferencia mucho de conducir. De escalar. De una comida con la familia. Aunque en el agua y en la carretera podemos morir, no dejamos ni de bañarnos en la piscina o en la playa ni de subirnos a un coche. De hecho, muchas veces, para hacer lo primero tenemos que hacer lo segundo. Desafiar a la muerte nos da la vida. Hacerlo sin ser muy conscientes de ello hace que sea menos épico y más cotidiano.
[pullquote]Ir a la contra es la manera que tenemos de sobrevivir, de compensar nuestra falta de aletas e incapacidad para respirar bajo el agua[/pullquote]
Desde muy pronto aprendemos a nadar, como aprenden los salmones a remontar la corriente de los ríos procedentes del agua salada cuando les da por reproducirse. Eso sí, nosotros no tenemos ni que temer ni que evitar los zarpazos al aire que sueltan los osos recién despertados y hambrientos. Ir a la contra es la manera que tenemos de sobrevivir, de compensar nuestra falta de aletas e incapacidad para respirar bajo el agua. El mismo líquido del que, en gran medida, estamos hechos. Sin embargo, nos cortan con un cúter y goteamos sangre. Los menos, de color azul; la mayoría, roja y nadie transparente, que sería lo normal.
Nadar se convierte en una diversión cuando deja de ser una condición sine qua non para no morir ahogado. A partir de ese momento los veranos son otra historia. Un mundo nuevo repleto de posibilidades se abre ante nosotros durante algo menos de tres meses.
Hablamos de los veranos de los estudiantes y de los profesores. Los demás tenemos que aprender a nadar antes si queremos que el verano nos cunda. Un mundo, el verano, en el que el paso de los días es una cuenta atrás. Como lo es una carrera de 50 metros estilo libre o crol. La prueba de natación más rápida de todas.
Bonnie Tsui la describe como una frenética confusión de espuma. Un largo de piscina que se hace con el aliento que se toma antes de saltar desde el poyete al agua, fruuuum y en unos 20 segundos. Tiempo en el que los brazos del nadador se convierten en palas de remo haciendo que su cuerpo corte el agua y se deslice a toda velocidad.
Es una carrera en la que entre el primero y el cuarto median centésimas de segundo. Respirar es frenar y pensar es perder la prueba. Aquí lo importante no es participar, es nadar por la calle 4, una especie de torre de vigilancia desde la que se controla la posición del resto, a pesar de la visión periférica limitada por las gafas, y tocar con fuerza la pared antes que los demás nadadores.
[pullquote]Dentro del agua los nadadores experimentan un aislamiento sensorial. La concentración de estos atletas es tan visible como su belleza clásica griega. Por eso también nadamos. Por coquetería. [/pullquote]
La natación es uno de los deportes clásicos de los Juegos Olímpicos y una disciplina tan competitiva como solitaria. Ni oyen el ruido exterior ni los ánimos procedentes de las gradas. Dentro del agua los nadadores experimentan un aislamiento sensorial. La concentración de estos atletas es tan visible como su belleza clásica griega. Por eso también nadamos. Por coquetería.
Nadamos porque queremos tener el cuerpo apolíneo de los nadadores, pero lo hacemos durante menos tiempo. Tendemos más a la observación y a la imitación que al esfuerzo. No es lo mismo esperar a remojo en el fluido amniótico dentro del vientre que nadar en una piscina olímpica. Incluso en una de diez metros de largo. La repetición es lo que nos cansa, más si el viraje se hace mal. Como suele ocurrir.
La distancia que hay entre nosotros y la piscina hace que ese rectángulo lleno de agua al ras nos atraiga. La ensayista Rebecca Solnit escribe en El arte de perderse, traducido por Clara Ministral y publicado por Capitán Swing, que el azul es el color del sitio en el que no estamos. Sensación que corroboramos al mirar al cielo y cuando miramos desde la ventanilla del avión y adivinamos las piscinas que se suceden a nuestros pies.
Pocas cosas son tan elegantes y refrescantes como la visión de una piscina desde el aire. Es la imagen de una expectativa veraniega tan fresca como por encima de nuestras posibilidades. Soñar y ser rácano es como nadar a mariposa con flotador. Una estupidez. Uno no salta por no despresurizar la cabina y por no desabrocharse, una vez más, ese cinturón que nos dice la sobrecargo que nos lo abrochemos y desabrochemos tantas veces como el cura le dice a los fieles que se pongan de pie y se sienten en misa.
Sobrevolar piscinas ayuda a imaginarse El nadador, el cuento de John Cheever. Un relato móvil en el que el protagonista va a su casa de piscina en piscina. Unas veces esquivando tragos y otras aceptándolos. Maravillosa manera de ir de un sitio a otro en verano.
Por qué, entonces, no se celebran las reuniones de trabajo, las juntas de vecinos y/o una primera cita en una piscina. En el agua las diferencias se diluyen. No hay uniformes. Tampoco gravedad, ni nadie te puede interrumpir con una llamada ni tú puedes escribir un mensaje de whatsapp. En el agua somos piel, un gorro de silicona (de plástico no, contamina), unas gafas (no te empeñes, siempre se empañan) y un bañador. Prendas que nos ponemos cuando queremos cruzar la líquida, permeable y fina frontera entre nadar y ahogarse.