La globalización trajo consigo la paradoja de la distancia. La proximidad se ha convertido en algo cada vez más valioso a la vez que el coste de conectar regiones lejanas ha ido disminuyendo paulatinamente. En un proceso paralelo, la economía, esa denostada ciencia social a veces obsesionada en la modelización matemática y la predicción, se ha ido interesando en analizar relaciones causales detrás del fenómeno urbano y entender de qué maneras y con qué consecuencias se establece la actividad productiva y social –empresas y persona–- en el espacio.
¿Cómo explicamos entonces el triunfo de la ciudad ante la aparente irrelevancia de la localización cuando, con una conexión a internet, podemos trabajar desde donde queramos? Es sencillo, porque el éxito urbano depende de la demanda de conexión física y el cambio tecnológico ha incrementado los retornos del conocimiento, que se produce y se difunde mejor entre personas próximas las unas a las otras.
Lo dice Edward Glaeser, en su último libro The Triumph of the City. La ciudad genera incrementos en la productividad del trabajo. Los americanos que viven en áreas metropolitanas con más de un millón de residentes son un 50% más productivos que los que viven en áreas más pequeñas.
Las diferencias se mantienen incluso si tenemos en cuenta la educación,la experiencia y la industria donde trabaja cada persona. El gap en cuanto a ingresos es tan grande en otros países e incluso mayor en las naciones en desarrollo.
Es más, se da casi una correlación perfecta entre urbanización y prosperidad. De media, si la población urbana de un país crece el 10%, el PIB per capita lo hace un 30%. Los altos salarios en las ciudades se compensan por unos igualmente altos costes de la vivienda, pero esa realidad no enmascara en absoluto el hecho de que esos salarios son fruto de una elevada productividad.
La habilidad urbana de conectar, crear y atraer el talento no es nueva. Durante siglos las innovaciones han fluido de persona a persona en procesos de aprendizaje mutuo. Toda ciudad depende de su destreza para innovar y de su capacidad para absorber conocimiento. De hecho, la ciudad es el invento más poderoso del que disponemos para afrontar los desafíos futuros en cuanto a desigualdades e inestabilidad económica.
Pero en los países en desarrollo es cierto que existen mayores bolsas de pobreza urbana, sobre todo si contraponemos los suburbios de Tánger a los de San Sebastián. Aunque si afinamos el análisis, y comparamos la pobreza rural en relación a la pobreza urbana en las mismas áreas, nos damos cuenta de que la pobreza urbana es menor en términos relativos. La relación causal no es evidente. La ciudad atrae la pobreza, no la crea. Y esto último es una muestra de la fortaleza de la ciudad, no de su debilidad.
No obstante, no todas las ciudades tienen éxito y son capaces de mantener su dinamismo e incrementar el nivel de vida de sus habitantes. La última crisis económica supuso un shock que se ha absorbido de forma desigual. De los errores de Detroit no aprendimos en Valencia. Un sostenido crecimiento económico en épocas de bonanza puede ser causa de una menor resiliencia al enfrentarse a perturbaciones sistémicas (lo que ha pasado en la costa mediterránea española y en gran parte de la península tiene mucho que ver con el declive de la gran ciudad del motor).
En última instancia, el éxito urbano (desde Boston a Milán) depende del talento de los ciudadanos. Mientras que la diversidad urbana, el emprendedurismo y la educación conducen a la innovación (que es el motor económico más importante), la hiperespecialización puede ser contraproducente a largo plazo.
En Detroit fueron los coches, en la costa española ha sido el turno de construcción y turismo (sectores, además, estrechamente relacionados a través de lo que llamamos ‘turismo residencial’). La especialización genera vulnerabilidad ante cambios de demanda cuando hay pocas industrias con una tecnología relacionada a la que cambiar, y eso es aún más peligroso cuando esas industrias atraen a trabajadores poco formados, o que por dicha atracción abandonan sus estudios. Para esas personas será mucho más difícil adaptarse a nuevos tiempos. La sobrespecialización en ladrillo nos ha hecho perder un tiempo valioso. Y ya lo saben ustedes, ‘menos da una piedra’.
Ramón Marrades es economista urbano.