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El postureo es lo natural

Fingimos dándole conversación al vecino en el ascensor cuando en realidad seguiríamos respondiendo wasaps. Nos recostamos en un asiento del metro con un libro de poesía cuando disfrutaríamos más viendo en bucle ese vídeo tan tierno de gatitos. Incluso habrá quien pida un cóctel intragable frente a sus amigos por puro postureo. Este concepto tan de moda y del que se acusa a cualquiera que calce un disfraz impropio a su personalidad puede, no obstante, resultar positivo para nuestra vida.

Puede terminar siendo algo sano. En algunas ocasiones, hasta reflejará lo más auténtico de nosotros mismos. Así lo defiende Dan Fox en el ensayo Pretenciosidad. Por qué es importante, publicado en español por Alpha Decay.

El autor británico residente en Nueva York cree que, si tenemos en cuenta el origen del término, ser pretencioso no es más que escudarse en las máscaras que nos impone el medio y no «pretender ser más de lo que uno es», como lo define la Real Academia de la Lengua. «Parece que los seres humanos, desde una edad temprana, aprenden a actuar frente al otro. Para los niños, el juego es una forma de fingir que les permite explorar y desarrollarse como seres sociales sin llegar a ningún daño.

Como adultos nos enseñan que debemos ser verdaderos (honestos, transparentes, auténticos) y, sin embargo, la vida es mucho más compleja que eso», sostiene Fox por correo electrónico. «En el trabajo y en las relaciones, las personas tienden a presentar versiones diferentes de sí mismos a los demás. Por ejemplo, alguien puede actuar de cierta manera en el trabajo para mantener su autoridad, pero en casa mostrar otros aspectos de su personalidad. Al enfatizar u ocultar ciertas características se está participando en una especie de interpretación que se adapta a un rol particular: gerente, empleado, esposa, marido, padre…».

Una cosa está clara: el debate que envuelve al postureo se inicia en la madurez. Antes, en la infancia, actuar es simplemente un juego inocente que denota un desarrollo saludable, según la opinión de Fox. Pero, «cuando se presume de que ya has aprendido a fijar la frontera entre realidad y fantasía», esta acción lúdica empieza a ser despreciada y aparecen las nociones de falsedad. «La verdad y la mentira son palabras cargadas con todo tipo de connotaciones morales y éticas», afirma.

Pone ejemplos: «Mentir se considera una cosa mala, así que cuando lo conectamos a ser pretencioso, entonces ser pretencioso también es visto como algo malo. Sin embargo, ser pretencioso no es necesariamente perjudicial: en las artes hay innumerables casos de fingimiento que nos entretienen, nos conmueven, nos hacen pensar, nos dan placer. En el cine, la danza, el teatro, la música o la literatura, los artistas siempre están mintiendo sobre quiénes son, pero valoramos esto», apunta quien escribe que «nadie se autoidentifica realmente como falso o pretencioso: siempre es una acusación lanzada a otros».

«Los culpables del delito de pretenciosidad son siempre los demás. Es un crimen que nunca se conjuga en primera persona. Podrías alegar que tienes una personalidad peculiar; esa ocasional pirueta autodenigratoria no es más que una muestra de los buenos modales», continúa el profesor de Ruskin School of Drawing and Fine Art, en Oxford. Aceptamos esa máscara en la ficción, en «los márgenes de seguridad» que otorgan las novelas o las salas de cine, pero la condenamos en cuanto sale de esos espacios. Fuera la ponemos en tela de juicio.

Le adosamos cualidades negativas, como que se trata de una artimaña para convencer. «Persuadiendo es como se construyen los argumentos para hacer creer que lo tuyo es la mejor opción, el resultado más deseable», incide Fox.

Esnobismo o elitismo son también epítetos que acompañan a la pretenciosidad. El coeditor de la revista cultural Frieze acusa a una corriente antintelectual de provocar el rechazo por la creación acuñándole estos conceptos. «Para mucha gente, el arte contemporáneo es sinónimo de elitismo y falsa afectación mucho más que de experimentación creativa y libertad de pensamiento. Más que en ningún otro campo, el arte es donde se libran las peleas más barriobajeras sobre la pretenciosidad», escribe en el libro.

«El esnob a menudo se preocupa demasiado por lo que otros piensan de él: es un anhelo de aceptación por parte de un grupo social particular y de distinguirse de otros grupos sociales que no te gustan. Las personas pretenciosas, por lo general, no se consideran pretenciosas. Pero las líneas no son claras y aquí es donde las cosas se complican: ambas están profundamente ligadas a sentimientos y actitudes hacia la clase social».

«Fox no solo defiende su postura, sino que aspira a hacer prosélitos y convertir su actitud en militancia», rebatía en un artículo el periodista Víctor Lenore a este respecto, acusándolo de no articular demasiado su discurso.

¿Tiene que ver, en cualquier caso, con ser más auténtico o diferente? «No existe la autenticidad», zanja Fox, «lo que podríamos considerar como real se construye habitualmente a partir de muchas partes diferentes. Es en sí mismo una especie de actuación. Basta pensar en la moda de las cervezas artesanales, que nos hace creer que las demás no son de verdad», arguye. «Ser diferente es otra cosa. Se trata de comportarse de maneras que no se ajustan a la norma.

Por una razón u otra, a algunas personas les desagrada las que no se visten o actúan como ellas. Tal vez porque perturba su firme idea de cómo debe verse la sociedad, como si hubieran violado algún tipo de contrato social invisible. La gente tiende a sentirse más cómoda con lo que es familiar. Llamar a algo o a alguien pretencioso a menudo es solo una manera de decir que esa cosa o persona está haciendo algo desconocido, haciendo algo que no entiende».

«La pretensión consiste en tratar de agarrar algo que está justo fuera de tu alcance, con el riesgo consiguiente de caerte de bruces. Si no hubiera gente que se estira más allá de sus posibilidades asumiendo —a sabiendas o no— el riesgo del fracaso, la mayor parte de las grandes obras de arte, música, literatura, cine, danza, filosofía, ciencia, moda, diseño, arquitectura, ingeniería, horticultura y cocina que tanto nos gustan sencillamente no existirían. No se harían nuevos descubrimientos ni tampoco —como ha ocurrido con numerosas grandes innovaciones— tropezaríamos con ellos por casualidad. Es el aceite lubricante de la cultura; todo motor creativo lo necesita para seguir funcionando y no griparse y corroerse de pura autocomplacencia», concluye Fox. Fingir, en suma, puede ser lo más natural.

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