Como decía la canción Money, money, money, de la película Cabaret (1972), el dinero hace girar al mundo, y cada día parece que lo hace más rápido. Pensamos que el dinero mueve montañas y que tiene la capacidad de comprarlo casi todo, como Uber Eats, que te trae «casi de todo». Pero, bromas aparte, es cierto que el dinero es una parte indispensable de nuestra vida.
Según una encuesta de la UNED de hace un par de años, el 80% de los jóvenes españoles tiene como meta de su vida hacerse rico. Lo cierto es que a nadie le gusta vivir con menos si puede vivir con más. Este pensamiento ha ido cobrando cada día más presencia en nuestra mente, de clase trabajadora, sobre todo desde que vivimos en esta permacrisis económica y social que todo lo impregna y todo lo asola.
Es un hecho, los ciudadanos medios estamos obsesionados con el dinero. Se cuela en muchas de nuestras conversaciones, de forma consciente e inconsciente. Porque el dinero es la puerta a la vida espontánea. Y ¿qué es la vida espontánea? Esa no planificada, medida y calculada que se sale de la rutina. La vida espontánea es aquella donde puedes tomarte una caña sin tener en cuenta si estás a primeros de mes, o poder ir al cine sin pensar si es el día del espectador o aquella donde poder comprarte esa camisa que acabas de ver en un escaparate sin tener que esperar a las rebajas. La espontaneidad, el poder tomar decisiones en el acto sin planificación alguna, se ha convertido en un aspecto vital cuando se vive en un mundo donde reina la incertidumbre y no podemos atisbar lo que nos deparará el futuro.
Por eso le prestamos más atención al dinero, porque nos da seguridad ante la incertidumbre y, sobre todo, porque nos da el tan deseado margen de maniobra, un margen que sentimos que no tenemos. Dos terceras partes de los trabajadores españoles están descontentos con el salario que perciben en su trabajo. Un 62% piensa que recibe menos de lo que paga en impuestos, según el CIS. Y discutimos por dinero con nuestra pareja en un 60% de los casos, situándonos por encima de la media europea. Porque el dinero nos importa y mucho.
Desde hace años, sentimos que cada día tenemos menos, mientras la vida cada día nos exige más. Y ante esta situación, las compañías se ven avocadas a pensar, independientemente del sector del que se trate, bienes de consumo, seguros, banca, viajes, etc., que sus consumidores se mueven exclusivamente por el vil metal, confundiendo preocupación por el dinero con precios bajos, lo que les lleva a reducir sus precios al máximo, cueste lo que cueste.
El «¡Señor@, barato, barato!», un mantra típico de mercadillo, se ha convertido en una letanía que nos repetimos constantemente y terminamos creyendo que es la única solución para mejorar nuestra posición en el mercado. Como marcas, tenemos el firme convencimiento de que la gente solo quiere comprar más barato, y si no somos capaces de darles el mejor de los precios, nos terminarán abandonando.
Esta situación está llevando a las compañías a reducir sistemáticamente sus márgenes, apostando por la promoción continua, lastrando sus beneficios. La gran pregunta que nos hacemos es ¿a cuánto estamos dispuestos a renunciar como marcas para ganar un consumidor más que cada día nos da menos?
Y aunque esto, en parte, es cierto, el precio sigue siendo el factor más relevante a la hora de comprar para los españoles, en un 61% de los casos, según PwC, no lo es del todo. La vida no es ni blanco ni negro, y los negocios tampoco. Hay marcas que, aun estando posicionadas como las más baratas de su sector, no logran captar la atención de los consumidores, lo que lleva a pensar que el precio importa, pero no lo es todo.
Lo que realmente están buscando los ciudadanos son marcas que trabajen el value for money, es decir, que les ayuden a sacar el mayor rendimiento a su dinero. No hablamos de precios bajos, sino de precios mejores. Porque el consumidor no está dispuesto a desligar el precio de la calidad. No se trata de comprar barato, sino de comprar mejor.
Las personas buscan marcas que se adapten a su nueva realidad y que les ayuden, sobre todo, a no tener que renunciar, una palabra a la que no queremos acostumbrarnos pase lo que pase. No podemos olvidar que, como seres humanos, en cada una de nuestras elecciones no buscamos ganar el máximo posible, sino que evitamos perder. Nuestro cerebro está siempre más preocupado por minimizar el arrepentimiento que por lograr el placer. No son precios bajos lo que buscamos, sino maximizar el valor que recibimos, y aquí la calidad no es renunciable.
Raquel Espantaleón es directora general y de estrategia en Sra. Rushmore.