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Prohibido decir “nazi”

Con la torpeza habitual de un país que debería tener más cuidado con sus gestos, porque agitan todo el polvorín de Oriente Medio, la última ocurrencia del ejecutivo israelí, casi a la vez que oficiaba los funerales de estado por el siniestro Ariel Sharon, es la prohibición de utilizar la palabra “nazi”. ¿La intención? Contagiar al resto de Occidente.

(Opinión)

De la noticia se hace eco el principal diario israelita, el Yedioth Aharonoth.  Allí podemos leer que la Knesset aprobará la medida en breve, que impondrá penas de hasta 6 meses de prisión y una fuerte multa económica. Tampoco se podrán vestir pijamas de rayas que recuerden a los campos de concentración. Si no estuviéramos hablando de que esto es verdad, la cosa tendría incluso su gracia. ¡Tiembla, David Delfín!, no se te ocurra incluir en tus desfiles ningún elemento susceptible de recordar tragedia alguna, ni siquiera para descontextualizarla.

¿Nos importa acaso esto a nosotros, a casi cinco mil kilómetros de distancia? Sí, porque la medida tiene tintes proselitistas e intenta influir en las políticas de otros países para que sigan su ejemplo, como aclara la letra pequeña de la futura ley.

Ello abrirá la puerta a que esté prohibido decir gas, o pogromo, Intifada, palestino, fósforo blanco… Y ya de paso, podían prohibir la palabra paz, tan ajena y tan en colisión con la idiosincrasia de un estado armado hasta los dientes desde tierna edad. Y cuidadito con los vestidos, trajes, pantalones o camisas que recuerden a los uniformes de la Wehrmarcht, o al ejército soviético, a las gorras de las SS, a los jemeres rojos o vaya usted a saber a qué.

Si en Zimbawe o en Chechenia prohibieran el uso de expresiones como ‘hombre blanco’ o ‘viuda negra’ solo nos cabría torcer el gesto ante una extravagancia más de regímenes instalados en la locura. Pero hablamos de Israel, adalid de la democracia, último bastión de Occidente ante la barbarie medieval islamista, como diría Salvador Sostres, hagiógrafo del difunto Sharon. Me da pánico pensar que un estado dotado de arsenal atómico y de armas químicas está en manos de tipos capaces de prohibir palabras y pijamas de rayas.

En Gaza podrían vetar la palabra ‘judío’, en España podríamos prohibir ‘franquista’, y en Madrid, ‘Messi’, y en Cataluña, el ejecutivo de Mas podrá prohibir la palabra ‘España’. Rouco Varela preferiría que la palabra ‘homosexual’ fuera invisible, y Ruiz Gallardón borraría ‘útero’ de los diccionarios. Y así hasta volvernos locos y quedarnos sin voz ni verbo, porque en esa espiral absurda nadie sabe dónde está el final. Quizá en el silencio, el único escenario amable para un gobierno totalitario.

Todos los jefes de estado absolutistas (Hitler, Stalin, Franco, Pinochet, Castro, Kim Jong family, Mugabe, Putin…) empezaron prohibiendo pequeñas cosas, pequeños libros, pequeñas películas, en nombre de la izquierda y de la derecha, de este vicio de juzgar y censurar no se ha librado nadie.

Que se lo recuerden a Hernán Migoya y su novela Todas Putas, masacrada por el ejecutivo socialista. O a los tipos de las librerías revisionistas vinculadas a la extinta CEDADE, que dieron con sus huesos en la cárcel. La grandeza de un Estado es poder elegir entre unas cosas y otras, no que el Estado lo haga por ti.

No soy sospechoso de dormir con el Mein Kampf bajo la almohada, pero me parece saludable poder encontrar ese texto en La Casa del Libro o en Amazon, junto a los libros del pseudo historiador César Vidal, que jamás ha pisado un archivo para documentarse. O encontrar La Gaceta en los kioskos compartiendo anaquel con la revista satírica Mongolia. Es cierto que la simbología nazi está prohibida en Austria, Alemania y Francia, pero prohibir palabras… eso sí que es serio. Nunca imaginó Orwell que su neolengua daría los primeros pasos en Tierra Santa: Israel ha perdido el norte.

Si aceptas que alguien prohiba lo que no te gusta, la próxima palabra que se prohiba puede ser tu nombre.

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