Bond se acomodó en la silla y encendió un cigarrillo. En una mesita colocada junto a él se había materializado media botella de Clicquot y una copa. Sin preguntar quién era el benefactor, Bond llenó el vaso hasta el borde y se lo bebió en dos largos tragos.
(Casino Royale, Ian Fleming, 1953)
En Reims, en el lejano año 1777, nació Barbe Nicole Ponsardin. Con 21 años se casó con François Clicquot, noble de familia vinícola. A los pocos años él murió y su viuda quedó al frente del negocio familiar. Su instinto empresarial era tal que en 1816 sus caldos estaban entre los más solicitados de Europa. Con intención de vender más y reducir el tiempo de envejecimiento, la viuda de Clicquot creó el pupitre de removido, una técnica que consistía en inclinar, cada día, un poco más las botellas. Con esto los sedimentos se quedaban en el cuello de la botella y, al decapitarla, desaparecían de la ecuación. Hoy Clicquot es una marca de champán de lujo y el agente secreto James Bond ya la bebía en la primera novela del escritor Ian Fleming.
No es la única marca que aparece en el texto. Menos aún en las películas. Vicente Badenes, licenciado en publicidad y sociología, se ha dedicado a contar para su doctorado los diferentes productos que aparecen en las 23 cintas del agente secreto más famoso. Con una tesis ya acabada, titulada El brand placement, elemento configurador de la metamarca James Bond, analiza las relaciones entre la saga más longeva de la cinematografía, la publicidad y las marcas comerciales.
«Fleming se recrea en los consumos. Es muy detallista, ya sea con los cigarrillos liados Morland, si conduce un determinado modelo de Bentley o si se fuma un Chester. Sus novelas exhiben un marquismo enorme para esos años», cuenta en un bar del casco histórico de Vigo. «Los productores de la saga cinematográfica se dieron cuenta de que tenían un personaje con un gran potencial y que ese aspecto les venía muy bien ya que a la larga eran las que iban a financiar el invento».
«Una de las claves del brand placement es que las marcas pagan en fase de preproducción, por lo que tienes ya la pasta y cubres costes», arguye. «Ahora la saga va rodada, pero en los años 60 necesitaban ese dinero porque crearon un estándar con las tres primeras películas y tenían que mantenerlo. Era una cuestión de supervivencia». Las marcas son bienvenidas, pagan los costes y encima forman parte de la esencia del personaje: si en la pionera logró identificar 23, en la última película aparecen 85. Como dice Badenes, un Bond sin su traje caro es Bourne, un simple triste sin capacidad de disfrutar de la vida.
Bond sabe que necesita a las marcas y las marcas saben que necesitan a Bond. ¿Sería el Aston Martin un automóvil tan famoso sin 007? Pero esta relación cambió con los años. Si al principio era el cine el que se subordinaba a las marcas, poco a poco fueron ellas las que se pegaban por aparecer en la saga. En Skyfall, la última entrega, Heineken llegó a pagar 45 millones de dólares por hacer que Bond se bebiera una birra de botella verde en lugar de su típico Martini y por poder usar su imagen en sus anuncios.
Este cambio se ejemplifica de manera perfecta con los coches. En Dr No, la inauguración, los productores Albert R. Broccoli y Harry Saltzman contaban con un escaso presupuesto de un millón de dólares, si se tiene en cuenta que había localizaciones internacionales, ropa y coches de lujo. La rodaron en Jamaica y para dotar a Bond de un vehículo enviaron una carta a los fabricantes del Grupo Alpine en la que solicitaban el préstamo de algunos automóviles. La casa se negó y tuvieron que alquilar un Sunbeam descapotable a una nativa. Rencorosos, cuando la película fue un éxito, les escribieron de nuevo para hacerles ver que desperdiciaron una excelente oportunidad de hacer publicidad gratuita.
Más adelante, con la saga ya en marcha, eran las marcas las que les iban a buscar. El Lotus Spirit S1, otro de los vehículos insignia, llegó a ellos a finales de los 70 de una manera inusual. «El relaciones públicas de Lotus fue muy avispado y lo que hizo fue aparcar el coche en los estudios en Londres donde se ruedan las películas», cuenta divertido Badenes. «Fue tal el asombro que generó el coche que los productores preguntaron por él». Esta vez, el fabricante proporcionó los chasis que hicieron falta y ayudó a realizar las modificaciones pertinentes. Más adelante, BMW pagó unas cantidades estratosféricas para que Pierce Brosman condujera sus vehículos. Pero cuando los productores quieren dejar claro que es el auténtico Bond, hacen que vuelva a ponerse al volante de un Aston Martin.
Badenes ha identificado cinco categorías bondianas que permiten incluir marcas. Una es los vehículos. Otra, las bebidas alcohólicas. La tercera radica en las localizaciones, como cuando para rodar Skyfall cerraron el gran bazar de Estambul durante tres días a cambio de que esta ciudad fuera prácticamente la protagonista de la acción. Luego llegó la ropa y los complementos, tanto para él como para las chicas Bond. Maletines de 500 dólares, trajes de Tom Ford de 2.000 dólares que manda un estilista a los rodajes… La quinta, y que ha adquirido gran importancia desde que la franquicia es de Sony, es los gadgets tecnológicos. En Skyfall aparecen blue-rays, móviles, monitores… Todo de la marca japonesa.
En esta pueda verse otra de las características de la saga: su capacidad para adaptarse a los nuevos tiempos, al Zeitgeist del momento. Si en las clásicas, Q, el asistente tecnológico de Bond, era siempre un vejete simpático, en el reinicio protagonizado por Daniel Craig se convierte en un chavalito hipster. «Eso les da un juego perfecto para las gafas, la bandolera, el smartphone… Aprovechan un activo que permite integrar nuevas marcas y encima es coherente con el perfil del personaje y da una promoción muy grande a esas marcas».
Esta adaptabilidad no significa que la saga no haya estado en peligro. Como conocedor del asunto, Badenes identifica tres momentos críticos. El primero es el de superar a Sean Connery como 007 original, lográndolo, tras un experimento fallido, con Roger Moore, un actor semiconocido al que dejan claro que debe adaptarse a Bond y no al revés. Esto se repite con Brosman/Remington Steele, que supera además el segundo gran peligro: el fin de la Guerra Fría y la pérdida de su contexto como héroe del anticomunismo, uno de sus grandes activos. Pero el in crescendo de fantasmadas en las que se incurre en las cuatro entregas interpretadas por él llevan a Craig, que recupera fuelle con un giro a una cierta verosimilitud.
Antecesora del fenómeno de la película franquicia tan común hoy en los cines, Bond tiene siempre una estructura muy clara que se mantiene en todas las películas. Aunque como con Q, se actualizan con los años. En todas hay una amenaza global encarnada por un malvado con algún tipo de tara, ya sea llorar sangre, no tener manos, hablar raro… Pero donde antes querían provocar un apocalipsis nuclear, en Skyfall, el personaje de Barden es un ciberterrorista con la cara deformada y un extraño pelo rubio que a Badenes le recuerda sospechosamente a Julian Assange.
«Como ese marquismo está desde las novelas de Fleming, no están traicionando al espectador, sino que el público demanda como seña de identidad la integración de marcas», concluye. Desde luego también es provechoso para las compañías y sus productos. De nuevo en Skyfall, durante la escena de amor con Naomi Harris, esta afeita a Bond con una navaja de lujo de la marca The Shaving Shack mientras le susurra al oído que «a veces, el modo antiguo es mejor». A los cinco días, sus ventas habían aumentado en un 405%. A veces, salir en Bond es mejor que cualquier anuncio.